Todo hace suponer que la masacre de los normalistas de Ayotzinapa marcará un antes y un después en la vida del país. Era la gota que hacía falta para que se derramara el vaso del descontento popular. A lo largo y ancho del país crece el clamor de que renuncie a su cargo Enrique Peña Nieto, porque hay cada vez mayor claridad sobre las causas reales de la situación que enfrentamos. Los Chuchos son sólo peones del grupo en el poder, aunque su involucramiento en los crímenes cometidos por José Luis Abarca en Iguala, sea directo y no puedan zafarse de su responsabilidad.
El fondo de la dramática realidad nacional se encuentra en la terrible injusticia social provocada por la derecha en el poder, del que ha disfrutado desde hace muchas décadas. La monarquía sexenal que controla el Estado mexicano se ensoberbeció con el triunfo del neoliberalismo a escala mundial, y desde entonces su alejamiento de las masas ha sido una constante. Pero así como la masacre de Tlatelolco en 1968 abrió brechas para transitar hacia una elemental participación ciudadana, del mismo modo lo hará la ocurrida en Iguala el 26 de septiembre.
Así lo estamos viendo, pues cada día que pasa crece el descontento popular y aumenta el número de personas que protestan por un estado de cosas inaceptable, que en cualquier otra nación ya hubiera desembocado en la defenestración del jefe del gobierno federal. Aquí es impensable que eso ocurra: existe un férreo control de las instituciones por el jefe del Ejecutivo; no hay resquicios por los que puedan entrar aires democráticos, situación de la que se empieza a dar cuenta la gente común. Aun así no hay márgenes para una protesta social de grandes alcances, no sólo por el rechazo colectivo a la violencia, sino porque se sigue teniendo temor a la respuesta de los órganos represivos del Estado.
Sin embargo, los excesos de la alta burocracia, su exultante cinismo, están contribuyendo a que tal actitud se modifique a gran velocidad, como lo estamos viendo desde hace un mes. Mientras Ernesto Zedillo reconoce que “estamos mal, muy mal” (sin parar mientes en que él contribuyó en mucho a que estemos en la actual situación de grave crisis generalizada), Peña Nieto no tiene empacho en afirmar que: “México está haciendo su parte, se está fortaleciendo internamente, ha modernizado su andamiaje legal que, como lo he señalado, propicia nuevas oportunidades para impulsar crecimiento económico y competitividad”.
Mientras Peña Nieto siga con un discurso tan fuera de la realidad, con el único afán de quedar bien con los grandes intereses oligárquicos y trasnacionales, la ciudadanía irá perdiendo el miedo a protestar, a “pintar su raya” frente a un “gobierno” que no tiene empacho en mentir a diestra y siniestra, con una mínima falta de respeto a la sociedad a la que dice servir. ¿De dónde saca el inquilino de Los Pinos que México “ha modernizado su andamiaje legal”, cuando es por demás obvia la dependencia de los otros dos poderes al Ejecutivo? ¿Se está “fortaleciendo internamente” cuando caminamos en reversa en materia de crecimiento, como lo demuestran cifras oficiales y el notable incremento histórico de la deuda externa?
La derecha en el poder no tiene asidero real para continuar con su demagogia ramplona: ha fracasado absolutamente en todos los rangos de su responsabilidad pública, así lo demuestra un vistazo a los hechos, que finalmente son los que dicen más que mil palabras. No es fortuito que Peña Nieto haya descendido en la lista de “Forbes” de los hombres más poderosos del mundo: hace un año estaba en el número 37 y hoy ocupa el lugar 60. También él retrocede como lo está haciendo México, aconsecuencia de la implementación de políticas públicas reaccionarias que han profundizado la desigualdad y la descomposición del tejido social.
Ahora Zedillo viene con el mensaje de que “estamos mal, muy mal en materia de Estado de derecho”, pero no se hará nada para componer un problema de tamaña magnitud, porque a la oligarquía a la que representa Peña Nieto sólo le interesa que sus negocios se mantengan boyantes. Sin embargo, la masacre de Ayotzinapa marcará la diferencia: la sociedad mayoritaria está dispuesta a exigir ser escuchada.