(12 de junio, 2014).- CULTURA REVOLUCIÓN TRESPUNTOCERO, presenta el relato de Martin Petrozza, ¡Estamos en México, compadre! publicado originalmente en la revista virtual Whisky en las rocas.
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¡Estamos en México, compadre!
1
Bueno, yo estaba en el cruce de la calle, donde convergen las calles de Pachuca y Veracruz, parado, cuando el hombre soltó la cosa. Era un papel blanco, de desperdicio; probablemente se haya limpiado las narices con él. Yo lo miré y una señora lo dijo: ¡estamos en México!
Ya me estaba cansando de estar en México. Siempre que alguno hace alguna tontería, hay algún otro que lo suelta: ¡estamos en México, compadre!
Estar en México significa que cualquier hijo de puta puede echarte el coche encima y tú no harás nada, o que la gente se puede tomar la libertad de tirar desperdicios en la ciudad, sin más; o que algún politiquero de mierda puede enriquecerse a plena luz del sol, con dinero del pueblo. Estar en México es algo así como estar en la sala de tu casa, en calzoncillos, con todo el derecho a tirarte un pedo. No importa si lo que haces transgrede la ley. No importa si tus acciones dañan al planeta, o al medio ambiente. No importa nada, hombre, nada. Y si hay alguno al que llegase a importarle un poco, en México, con dinero baila el perro. El dinero, como dice Sabina, es el único dios verdadero.
Cogí el papel que tiró el cabronazo y le di alcance. Vale, le dije agarrándolo por el hombro, se te ha caído esto. El mamarracho me miró sorprendido y alzando los hombros, como si fuese un chiste, contestó: oh, gracias, pero no, no; yo lo tiré, es basura. Rió como si yo fuese un imbécil por pensar que se le había caído, y que ese papel arrugado sería algo de valor. Vamos, dije enérgico y mirándolo a los ojos, se te ha caído esto, ten. Entonces dejó de reír y entendió la cosa: yo sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo; no me iría de allí hasta que ese hijo de las mil putas tomara el papel y lo depositara en el bolsillo de su chaqueta, o en algún cesto de basura. Pero resulta que él también había entendido la cosa, y no estaba dispuesto a ceder, y sobre todo, era más alto que yo (más de una cabeza) y mucho más corpulento.
Tíralo, exclamó, es basura. Ya lo sé, dije, se te ha caído, así que será mejor que la guardes hasta llegar a casa y lo tires en la sala de tu hogar, si quieres, pero no en la ciudad. Se erigió tan alto como era, ensanchó las aletas de su gruesa nariz y tomando aire me pidió, de la manera más atenta, así lo dijo: te pido de la manera más atenta que dejes ese papel en el suelo, es basura, ya no lo quiero. Bueno, exclamé yo, creo que no me estás entendiendo, verás, si hay algo que me parte las bolas es que algún pelagatos de mierda tire basura en las calles como si tal cosa, porque es algo que se puede evitar tan fácil como llevarte tu maldito papel en la chaqueta y esperar a llegar a casa. La chaqueta no te pesará más por un condenado papel. Yo seguía con el papel en la mano y ya me estaba cansando de tenerlo allí. Entonces me arrebató el papel y lo aventó al suelo, con mucha fuerza. Dio media vuelta y se largó.
Ahora sí, pensé, la has hecho en grande. Le clavé la mirada en la espalda al tiempo que él seguía su camino y comencé a seguirlo a unos cuantos metros de distancia. En algún momento volteó y miró que yo iba detrás. Continuó su marcha, pero volteó un par de veces más y en la última se paró. Se dio la vuelta y abriendo los brazos y sacando la panza (aunque supongo que su intención era sacar el pecho), me dijo: ¡bueno, qué pedo! Lo que hice a continuación fue el comienzo de todo este lío. Le lancé un recto al pecho. Dios, si me hubiesen advertido que su pecho era como una Muralla china. El cabronazo se dobló apenas y me regresó un gancho a la quijada que gracias al Cielo pude esquivar porque yo era más bajo. Pero luego me lanzó uno al hígado. Lo recibí de lleno. No tendría que darme más, pero lo hizo. Me tiró algunos golpes a los costados y me deshizo los órganos. Ya de por sí los tenía jodidos por el vicio, el hígado y los riñones, y ahora me los estaban machacando a puño limpio. Cuando al fin me tuvo en el suelo, se largó gritando maldiciones. Ya no pude decir un carajo.
Me levanté con ayuda de la pared, porque estando en México, uno no puede esperar ayuda de otra cosa, y lentamente me trasladé a casa. La gente me miraba caminar doblado, pero les importaba dos cojones.
2
No puedo creer que te hayas peleado por un maldito papel, me dijo Salmoneo cuando llegó a mi casa, al día siguiente, y me encontró sobándome todo el tiempo los laterales, y caminando curvado como un condenado viejillo. Yo tampoco, contesté, la verdad yo tampoco. No suelo pelear por nada, pero ese tío me tocó los cojones, y Dios, perdí el control. Tampoco puedo creer que viéndolo más grande, te animaras a pegarle primero, dijo cuando le conté con lujo de detalle la cosa. Ya, dije, sabes lo que dicen: el que pega primero, pega dos veces. Pero es mentira, añadí, no volví a tocarle en toda la pelea.
Salmoneo me inspeccionó por más de cinco minutos y opinó que debería ver a un médico. Dijo que uno nunca sabe el daño real, por dentro, de los órganos. Quizá tengas hemorragia interna, y entonces, agregó, sí estás en problemas. Vamos, dije, eso sólo pasa en las películas, en la vida de un hombre como yo a uno le pegan y eso no altera el ritmo del universo. Pero sí el ritmo biológico de tus órganos, apuntó Salmoneo, y no supe si hablaba en serio, es decir, si realmente sabía lo que decía y había algo de cierto en eso del ritmo biológico de mis órganos, o estaba jugando al sabelotodo. Ya, dije, pásame el whisky.
Salmoneo insistió en que viera a un maldito médico. Pero yo sabía lo que eso significaba. Significaba asistir al servicio médico público, hacer filas y lidiar con mujeres hartas de la vida que son empleadas por las instituciones públicas al por mayor. Es como si en el anuncio de vacante escribieran: indispensable estar harto de la vida para laborar aquí. Y luego un médico mediocre me recetaría un montón de cosas que yo no estaba dispuesto a tomar, porque no tendría sentido con mi modo de beber. El alcohol cortaría los efectos del medicamento.
Luego llegó Verónica, a la que llamó Salmoneo, y cuando me miró se cagó de la risa. No le enternecía verme molido, le causaba gracia. Ella fue la primera en decir que yo parecía un viejillo, un cachivache. Salmoneo se puso con eso de las palabras, Dios, era un noñazo de mierda. Dijo que cachivache era una de sus palabras favoritas. El cabronazo tenía palabras favoritas, como una mujer; hasta Verónica comentó que se dejara de bobadas y le sirviera whisky a ella. Como Salmoneo, por aquel entonces, andaba detrás de ella, movió la cola y sirvió un par de whisky en las rocas, para ella y para mí.
Sin embargo, también estuvo de acuerdo en que yo visitara a un médico. No sé por qué la gente se toma tan en serio eso de ver médicos. Yo sabía lo que necesitaba para recuperarme: descanso y trago. Quizá me vendría bien un poco de sexo, pero en esa etapa de mi vida estaba solo. El sexo tendría que buscarlo y eso supondría un esfuerzo de salir y vivir, y no sé… no estaba en condiciones de vivir.
3
El sábado llegó y me largué a casa de Garrison. Me había recuperado bastante, pero en algún momento de la velada tuve que agacharme a coger un cigarrillo que se me escapó de las manazas, y un dolor intensó hizo que me llevara la mano al costado, más o menos por donde está el riñón izquierdo. ¿Y ahora qué te pasa?, preguntó extrañado. Dios, dije, tuve una pelea hace poco y me machacaron. Pidió que se lo contara todo, alarmado. Ya me estaba cansando de contarlo todo. Un tío, dije sin ánimo, tiró un papel al suelo y me cabreé por ello. Así que le di alcance y le pegué. Garrison no lo podía creer. Pero luego él me pegó a mí, más veces, añadí. ¿Cómo?, preguntó asombrado. No se creía (nadie se creía) que yo me hubiese pegado con alguien sólo porque tiró un maldito papel al suelo. Y mucho menos concebía que me pegase con ese tío, siendo más grande que yo, y por mucho. Ya sabes, dije, cuando el coraje se apodera de ti, no hay quién te detenga. Pero eso no tiene mucho sentido, señalé, si lo que te va a detener es el puño de algún gigantón.
Entonces Garrison mencionó que yo debía dejarme analizar por un médico, y ya me tenían harto con eso. No, le dije, me rehúso completamente.
Poco después llegaron Verónica y Salmoneo. Entre todos se pusieron a discutir la vital importancia de mi visita al médico. Yo bebía mi whisky y hacía muecas a cada sugerencia de revisarme y a cada comentario al respecto de que cómo se me ocurrió pelearme con alguien más grande.
¿No te pasó por la cabeza que ese tío te daría una paliza sólo por el tamaño?, me preguntó Garrison. Ya, dije, pues la verdad no. ¿Es que no sabes que el pez grande se come al chico?, preguntó Verónica. Bueno, dije, pero yo no soy un pez. ¿No sabes que la violencia sólo engendra violencia?, preguntó Salmoneo, que era pacifista. Mierda, dije, y tirar basura y permitirlo sólo engendra… Además, no mames, me interrumpió Garrison, estamos en México, cabrón, ¿qué querías?
Aquello fue la gota que derramó el vaso. No estaba dispuesto a soportar que un amigo mío me insultara en la cara. Porque la frase era para mí, un insulto. Yo estaba en México, y no por eso me ponía a tirar desperdicios en la calle. Así que cogí la botella de whisky, me pegué directo de ella un buen trago; un laaargo trago, cálido y vivificante, y me largué.
4
Bueno, el caso es que sí fui a ver al médico, a uno económico. De esos que no venden medicinas de marca, y que fuera de sus locales tienen a sudacas bailando dentro de botargas. Veinte pesos la consulta, Dios, más barato que una caja de cigarrillos o una cerveza en un bar.
Entré al local. Estaba lleno. Había mucha gente. Al menos tienen bancas de espera, pensé, y me senté en una de esas bancas, junto a una señora.
De repente, la señora me preguntó por qué venía al médico. No tenía ánimos de hablar con ella pero lo dijo claro y fuerte, directo a mí. Ya, dije, tuve una pelea. Aquí se escandalizó. ¿En serio, dijo, y por qué? La miré antes de contestar, harto de tener que contarlo por enésima vez. Digo, dijo ella, si se puede saber… Porque un cabronazo de mierda dejó caer un papel de desperdicio al suelo, dije como si tal cosa. La señora se escandalizó de nuevo. ¡Sólo por eso!, exclamó. Estoy seguro que pensó que yo era un hombre peligroso, de esos que te pegan por mirarlos feo. Pero de eso nada. Sí, dije, no lo soporto. ¿El qué?, preguntó alarmada. Que la gente tire desperdicios en la calle, dije. Fíjese que yo también, dijo ella. Ya, dije, querrá decir yo tampoco. ¿Cómo?, preguntó sin entenderlo. Nada, nada, dije, olvídelo, ¿usted por qué viene al médico? Me contó que venía por una gripe que se estaba complicando. Venía enfundada en una chamarra y una bufanda de color azul. Tenía en la mano un papel que estaba utilizando como pañuelo.
Uno de los médicos (eran dos) salió de uno de los consultorios y anunció que ya podía pasar el siguiente. Un niño con su madre se levantaron y entraron con él. Y los demás, nos recorrimos en las sillas. Me levanté, pero ya no me senté en la silla donde antes estuvo la señora porque odio sentarme en lugares calientes del culo de otras personas.
¿No se va a sentar?, me preguntó un hombre que estaba formado detrás de mí, y que venía con su mujer. No, dije. ¿Puedo sentarme yo?, preguntó. Ya, dije, supongo que sí. No esperó a que terminara de decirlo, antes estuvo sentado y aplastado como el más cómodo. Y como yo estaba de pie, y había quedado muy cerca de él, me preguntó por qué asistía al médico. Bueno, pensé, ¿qué coños le importa a la gente porque los demás vienen al médico? Eché una mirada; todos los pacientes esperaban al tiempo que contaban sus penas. Había un pequeño placer en contar sus penas, irresistible, y un placer en escuchar las penas ajenas. Ya, dije, creo que tengo una hemorragia interna. El hombre abrió los ojos y dijo que eso era muy grave, que alguna vez su cuñado, o alguien, pasó por lo mismo y terminó hospitalizado. Ya, dije. Esto no le pareció, él quería que yo me asustara. Dijo: debería checarse bien, eso es gravísimo, mi cuñado… Pensé: ¿cómo le explicó que él y su cuñado, y las hemorragias internas, me importan un pito; que en todo caso, lo que más deseo es morir en santa paz?
Los pacientes continuamos recorriéndonos de lugar a la par de los que salían. Pero yo estaba de pie, así que de vez en vez encargaba mi lugar al cabronazo del cuñado, y salía a fumar cigarrillos. La segunda vez que lo hice, el hombre me dijo que yo no debería hacerlo, que si tuviese una hemorragia interna no era recomendable que yo… Ya, interrumpí, no se preocupe (esto lo dije sarcásticamente) la verdad vine por una gripe. Otra vez abrió los ojos, no se lo podía creer, que mintiera. Era evidente que mentía, ya sea en una u otra cosa, o en ambas. Pero ya no dijo nada, me echó la última mirada, de incredulidad, y gracias al Cielo ya no dijo nada.
5
Mi turno para entrar llegó. Saludé al doctor de mano y le narré todo lo que había pasado. Riendo, exclamó, estamos en México, compadre, y me palmeó la espalda. Ya lo sé, dije, eso me ha quedado muy claro. Ahora, dígame si tengo la maldita hemorragia o no. Entonces me auscultó y me miró la boca, los ojos, y todo ese rollo. Me tocó los costados y me preguntó si sentía dolor. Ya, dije, pues me han dado una paliza, claro que lo siento.
Al final resultó que no había hemorragia, sólo hematomas. Así lo dijo: hematomas, y creo que se esperaba que yo preguntase qué mierda es eso, porque cuando asentí con la cabeza, repitió: sólo hematomas. Ya, dije, muy bien. Y luego hizo un gesto, como diciendo: bueno, bueno, pues eso es todo, ¿está usted seguro que sabe lo que son los hematomas? Le estreché la manaza y me largué de allí lo antes posible.
Al salir por el pasillo me despedí del paciente detrás de mí, le dije que no hubo hemorragia, sólo hematomas. Me miró asombrado, seguro que pensó que yo estaba loco, y me dijo: menos mal. Sí, reí y salí del local.
Fuera miré a la señora que estuvo delante de mí. La habían atendido y ahora estaba en la esquina de la calle, intentando cruzarla, y me paré a su lado. No me reconoció o algo, y cuando tuvo oportunidad, cruzó la calle. A la mitad de la calle la miré soltar el papel que antes usó de pañuelo. Pero mi atención se desvió porque un camión de transporte público casi me atropella; el muy hijo de puta no se detuvo con el semáforo en rojo y casi me mata a mí y a otro colega que cruzaba al mismo tiempo. Y por si fuera poco nos gritó desde la ventanilla que tuviésemos cuidado. Claro que no lo dijo así. Entonces el colega le mentó la madre aunque no sirvió de mucho, y cuando estuvimos del otro lado, riendo, dijo: ¡estamos en México! Y yo pensé: si vuelvo a escuchar aquello, ¡mato al que lo haya dicho!, al fin que eso no me supondrá la cárcel, ¡estamos en México!