Hugo López Araiza Bravo / @infinitas_cosas
(19 de mayo, 2014).- La muerte de García Márquez desató un vendaval de periodismo de ocasión. De pronto, un hombre al que no le habíamos puesto atención en los últimos veinte años –pero cuyas mejores obras no habíamos dejado de leer, espero– adquirió tamaño de noticia internacional. ¿Por qué? Porque dejó de ser noticia para siempre.
Quizá parezca que estoy siendo injusto, que aprovecho que el héroe ha caído para, ahora sí, molerlo a patadas. En lo absoluto. Un amigo muy cercano me dijo que la muerte de Gabo le entristecía porque, sin importar si nos gustaba o no su obra, era un escritor que nos había formado a todos. Y tiene toda la razón. ¿A qué voy entonces?
Ayer mi maestro de percusión me anunció compungido que Juan Formell había muerto. Para los que no lo conozcan, Formell inventó el songo en los 80s, un género nuevo que revolucionó la música afroantillana y regresó el foco de atención de Nueva York a Cuba. Era una de las piedras angulares de la música de nuestro continente, como Gabo lo fue de la literatura. Y murió la semana pasada. Le contesté con la noticia de que Armando Peraza también había muerto. “Se nos están yendo los grandes”, comentó con un suspiro. Y aquí no tuve más que alzarme de hombros con impotencia. Porque me di cuenta de que sí, se nos están yendo, pero se me hizo tan natural como cuando hace dos semanas me avisaron que mi abuelo se nos había ido.
Bueno, la gente se muere. Toda la gente. Por lo menos esa parte de Game of Thrones no es ficción. Y como en la serie, los grandes ni están exentos ni gozan de privilegios especiales. Llega el día en el que caen, irremediablemente. Pero estoy diciendo una trivialidad, de seguro. Como si no nos hubiéramos dado cuenta antes. ¿Qué hay de nuevo, entonces? Pasemos lista. Este año también sucumbieron José Emilio Pacheco y Luis Villoro; el pasado lo hicieron Rubén Bonifaz Nuño y Álvaro Mutis; el anterior, Carlos Fuentes y Ernesto de la Peña; en 2010 le tocó a Monsiváis. La lista no es exhaustiva y tiene una frontera cultural consciente (de lo contrario añadiría a Ray Bradbury y a Doris Lessing), pero nos da una idea de lo que estamos pasando. No se nos están yendo los grandes, está terminando de perecer una generación. Y he aquí la cosa: es una generación que desde hace décadas daba sus patadas de ahogado.
En 1969, Cortázar (“Literatura en la Revolución y Revolución en la literatura: algunos malentendidos a liquidar”) recomendaba a los jóvenes escritores de entonces matar a sus padres. Es decir, matarlos a él y sus contemporáneos: matar a quienes apenas se están muriendo. Hasta ahora, nadie se había atrevido a liquidarlos. Los embalsamamos en vida. Los teníamos ahí, asustándonos de vez en cuando con un nuevo libro al que cada vez se le daban menos vítores, como el cadáver al que aún le funcionan los tendones y aprieta la mano que le tienden.
Pero no sé por qué hablo en primera persona. En el 69 no había nacido. Mis progenitores apenas estaban en su tierna infancia. Los que ignoraron el consejo del cronopio no están entre mis contemporáneos. ¿Cuántas generaciones han pasado desde el Boom? ¿El Post-Boom, el Crack, el…? No podemos llamarlos asesinos consumados. Por supuesto que no estamos hablando de poner almohadas sobre los rostros durmientes de los venerables ancianos (de lo contrario tendríamos que reclamarle a Bolaño haber fallecido hace una década a pesar de ser 20 años más joven que la mayoría de los que apenas se dignan a abandonarnos), sino de vencerlos en su propio juego. Y no hay todavía algo que haya devastado a Cien años de soledad como Cien años de soledad devastó a… ¿quién?
Sinceramente –y ahora puedo decirlo–, cada vez en estos últimos años que me he enterado de la extinción de un grande he tenido un chaneque de alegría saltándome en el ingrato pecho. Ya sé lo que creen que pasa por mi mente: “¡Hay una vacante!”. Pero no es (sólo) eso lo que me regocija. Hay un sentido en el que creo que la literatura se acerca a la política; cuando alguien gobierna demasiado tiempo, tiende a convertirse en dictador. Se toma por sentado, instaura el culto a la personalidad, se vuelve dogmático y termina por bajar la calidad de su gobierno. Sólo hay dos cosas que hacer frente a un dictador: tumbarlo –como a Díaz– o esperar a que cuelgue la toalla solo para tomar el poder–como Juárez–. De lo contrario, corremos el riesgo de entrar en una monarquía hereditaria, y ya sabemos los esperpentos genéticos que eso suele producir.
Volviendo de la analogía, Cortázar pedía a los jóvenes del 69 que mataran a sus padres porque sabía que la literatura que se encandila con el ídolo es la literatura que se anquilosa. Temía que el Boom fuera eso, una explosión, un fuego de artificio hermoso y efímero. Y nadie cumplió la manda freudiana. Ahora que se van solos, no es cuestión de plañideras mientras gritan “¡Viva el rey!” y coronar al siguiente en la fila. No es cuestión de desempolvar el trono y sentarse tan tranquilos, hay que tomar el poder. Si el brillo de los maestros encandilaba, ya se le puede sacudir y escribir sin temer que esté el numen viendo por sobre el hombro. Ahora es el momento.
Porque nosotros ya llegamos.