Por: Diego Legrand y Diego Álvarez
(13 de junio,2016).- Existen pocas bases de datos sobre feminicidios a nivel internacional. Pero según el más reciente informe de la organización internacional The Small Arms Survey publicado en 2012, hace cuatro años, Colombia Colombia seguía liderando el mapa de estos delitos en Latinoamérica, junto con el Salvador y Guatemala.
Entre 2014 y 2015, cuando los servicios forenses comenzaron a registrar los feminicidios en sus bases de datos, se cometieron 1351 delitos en el país cafetero –una mujer asesinada cada tres días en promedio- y la curva de asesinatos de mujeres no parece haber disminuido para 2016.
Sin embargo, en un momento en que el tema se está poniendo sobre la mesa en México y varios países del continente, las historias de feminicidios no parecen haber arraigado particularmente en aquél país sudamericano.
Entre otros motivos, en el tope de la lista se encuentra la falta de pericia de las fuerzas policiacas al momento de investigar casos sucedidos en barrios marginales de la ciudad, así como la indiferencia de una sociedad mediática que sobrevivió a 60 años de guerra, hacia los crímenes de odio urbanos.
Como otras antes que ella, Wendy Calderón fue asesinada el 26 de enero 2015 en el barrio de San Cristobal, en el sur de la ciudad de Bogotá. Su historia interesó poca gente y a un año de su muerte, todavía no existen personas consignadas por ese delito. Esta es su historia y la de una sociedad que ya no tiene tiempo de llorar sus muertos.
Son las once de la noche y la loma está desierta a estas horas, apenas se escucha un ligero ruido de motor y el eco de los perros que ladran en la lejanía. Alguien tiene un cuchillo ensangrentado en una mano y mira el cadáver tendido a sus pies, hundido en un charco rojo carmesí, entre dos grandes árboles de pino.
La imagen es borrosa todavía, pero es la única escena que ha logrado reconstituir la policía de investigación sobre el asesinato de Wendy Calderón. En las fotografías del femicidio contenidas en su expediente judicial, se hace patente la saña con la que fue apuñalada y poco más. No hay pistas del posible homicida hasta el momento.
A Wendy Calderón, la asesinaron dos veces en realidad. La primera, cuando un desconocido le asestó más de dieciocho puñaladas en el cuello, el pecho y la espalda antes de degollarla en un potrero de la loma San Cristóbal el 26 de enero 2015, sin motivo aparente; y la segunda, cuando las autoridades encargadas de resolver el caso pecaron de omisión al momento de investigar su femicidio, como lo hicieron con las historias de cuando menos treinta otras jóvenes asesinadas desde inicios de 2015 en la capital colombiana.
Después de dos meses sin novedades en el caso, los vecinos cesaron poco a poco de murmullar su nombre, mientras el polvo comenzó a opacar el grafiti con su nombre y el de sus hermanas en la entrada de su casa. Como muchas de estas chicas, Wendy era linda, de nariz respingada y pómulos salientes, aunque eso ya sólo se pueda apreciar en la fotografía fría, de bordos quebrados, que siempre transporta en el bolso su madre, Luz Dary Calderón.
Hoy nos encontramos cerca de su domicilio, en la cima de San Cristóbal, para contar su historia y de decenas de otras mujeres que nunca volvieron a casa en las afueras de la ciudad. Al igual que otras niñas de su edad, Wendy era malgeniada, hogareña, enamoradiza y de cabello negro como las plumas de un cuervo… como la noche que la envolvió sin avisar, poco antes de su cumpleaños 19.
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Luz Dary renquea ligeramente desde que se quebró la espalda en un accidente hace casi siete años, pero ha insistido en acompañarnos durante la reconstitución del recorrido que transitó su hija el día de su asesinato. A su lado, Tatiana Calderón señala el Centro de Atención Inmediata de la Avenida Libertadores, situado a unos metros de la parada en la que su hermana fue vista con vida por última vez, por una amiga de la familia de apellido Cuervo.
Por allí debemos comenzar.
Mientras charlamos con los policías, nos enteramos de que el asesinato de Wendy no es el primero que ocurre en la zona; tan sólo en septiembre de 2013, otra chica llamada Angie Puentes Quimbay fue acuchillada a unos pocos metros de donde apareció muerta Wendy. En la loma de San Cristóbal se mueven aires turbios con olor a podredumbre. Según un reciente informe de varias organizaciones internacionales, siete de los diez países con las mayores tasas de feminicidios en el mundo se encuentran en Latinoamérica. El Salvador encabeza la lista con una tasa de 8,9 homicidios por 100.000 mujeres en 2012, seguido de Colombia, con 6,3; Guatemala, con 6,2; Rusia, con 5,3; y Brasil, con 4,8, la completan.
El día del crimen, nos explica Luz Dary Calderón, ahora que recorremos el sendero hacia su casa¸ Wendy había escapado de un almuerzo familiar para encontrarse con su novio Cristián Maca cerca de su hogar, pero desapareció en el camino durante casi dos horas, sin que nadie supiera nunca en dónde se metió. Lo que sí se sabe en cambio, es que a las ocho de la noche, reapareció en el paradero de la avenida libertadores, ligeramente ebria, dónde cogió el alimentador que debiera haberla llevado a casa.
Son las cuatro de la tarde y el calor todavía rebota en el asfalto de este costado de la montaña. En la ruta semi desierta se atraviesan unos pocos transeúntes, que pronto desaparecen entre las veredas y los potreros aledaños. Un auto pasa lentamente mientras rodeamos el terreno en el que fue asesinada Wendy hace poco más de dos meses.
De día, el lugar parece un llano cualquiera sembrado de pinos y pequeños arbustos por doquier, a lo largo de una gran zanja que precede la caseta en la que descansan los celadores y sus perros; pero de noche, la zona se transforma en un espacio sin el imperio de la ley.
De acuerdo con los testimonios que recopilamos, todo parece indicar que por algún motivo desconocido, Wendy fue forzada a descender en la parada de la avenida Villavicencio con calle 39 sur, dos estaciones antes de su domicilio, y caminó unos metros hasta el terreno de la constructora Bolívar en el que el celador John Paz halló sus restos la mañana siguiente.
Pero ha sido imposible ubicar al chófer del SITP –camiones colombianos- que manejaba aquella ruta ese día. En las oficinas de la empresa situadas en lo alto de la loma, unos responsables desconfiados nos explicaron que no existían registros de ese tipo para consultar; mientras que las dos cámaras que hallamos en camino fueron borradas antes de que los oficiales de policía pasaran por ellas para marcar un registro. Como si a Wendy la hubiese asesinado un fantasma.
Aunque lo más extraño, es que había tres cosas a las que temía la hija menor de Luz Dary Calderón desde chiquita en los alrededores de su casa según sus prójimos: Los perros que rondaban las calles solitarias del barrio, que evitaba como la peste cuando podía; el monte por el que transitaba el alimentador de Libertadores que cogía a diario, y el potrero en el que fue hallado su cuerpo el 26 de enero de 2015, al que consideraba un refugio de “viciosos e indigentes”.
Después del incidente, durante casi tres días, Wendy permaneció como sujeto no identificado para la sociedad, hasta que un vecino advirtió a la familia desesperada que en un CAI –estación de policía- cercano habían encontrado el cadáver de una joven con el tatuaje de Wendy grabado en el antebrazo derecho.
Más tarde, en el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, los peritos le explicaron a la familia desconsolada que habían encontrado heridas de arma punzocortante en más de 18 partes de su cuerpo que precedieron el degollamiento, pero ningún rastro de agresión sexual ni de robo; ni tampoco pruebas de que hubiese sido arrastrada a la fuerza hasta aquel lugar. Aunque su cremallera se encontraba ligeramente rebajada, la hallaron en posesión de todas sus prendas y objetos de valor, simplemente con unos racimos de pasto empuñados en ambas manos; como si hubiese tratado de sujetar la tierra debajo de su cuerpo antes de morir.
Cuando por fin arribamos a la cima de la loma, en la pequeña casa en obra gris de la familia Calderón, notamos que en medio del pasillo que une la sala con la cocina del domicilio, cuelga un viejo retrato de Wendy Calderón, similar al que su madre siempre carga en el bolso. Probablemente parecido a los que deben colgar en los hogares de las once mujeres que fueron asesinadas en la sola localidad de San Cristóbal durante 2014.
De los 118 femicidios ocurridos el año pasado en el distrito capital, 108 lo fueron en zonas de estratos 1 a 3, -clase media baja- mientras que sólo 10 ocurrieron en barrios de estratos 4 o superior –clase alta-. Así que si se hiciera un mapa de la ciudad con todos los asesinatos de mujeres que permanecen en la impunidad, uno podría darse cuenta de cómo se tiñen los bordes de Bogotá de colores rojos vivos y oscuros. Los medios no ayuden a desenredar este revoltijo. Después de una pequeña nota en los noticiarios de la ciudad, el caso dejó de importar. A nadie le pareció que Wendy Calderón mereciera un obituario completo, aunque su caso sea revelador de la falta de pericia policial y el poco empeño que tiene la sociedad colombiana en resolver feminicidios que suceden en zonas pobres.
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Es viernes 8 de Abril y quedamos de encontrarnos con el intendente Afanador, encargado de la investigación del femicidio de Wendy, -término usado para describir la muerte violenta de una mujer- frente al vetusto edificio en el que radican las oficinas de la Seccional de Investigación Judicial (Sijin).
Al interior, cuatro agentes encorvados y demacrados teclean con desgana en una pequeña habitación en la que en ocasiones no disponen ni si quiera de una silla para sentar los familiares de las víctimas apelados a declarar. Frente a un café, las lenguas se liberan cuando mencionamos el caso que nos interesa.
Para el intendente Afanador, lo más probable es que Wendy haya sido asesinada por una venganza liada a asuntos de microtráfico, “como sucede generalmente en estas zonas, donde los crímenes se dan por conflictos internos de dinero y droga” apunta en diversas ocasiones. “Cada vez hay más mujeres que se involucran en estos delitos y son asesinadas. Ella se metía vicio, pregúntale a las hermanas, ellas deben saber lo que pasó, pero no quieren hablar…” acusa el policía con un tono de cansancio que reflejan sus ojeras: “nadie quiere hablar en esos barrios”.
Afanador es alto, de cabello negro y con un rostro duro como la roca. Es un pedazo de granito hecho hombre que hoy viste una camisa blanca y mira constantemente a su alrededor, como si nos encontráramos en una película de espías.
“Espero que con este reportaje puedan presionar un poco para que suelten plata los de arriba y se pueda pagar un informante” resuelve finalmente el oficial, antes de salir corriendo al cuidado de un evento público al que son extrañamente afectados estos agentes, debido a la falta de personal disponible en la policía metropolitana.
En promedio, cada investigador maneja alrededor de 10 casos mensuales de homicidios en diferentes sectores de Bogotá: Demasiados como para dedicarse exclusivamente a la resolución de los más complicados y sobre todo, de los que son menos mediáticos. Porque cuando el femicidio de Ana Milena Torres conmovió a la ciudad el 5 de febrero de 2015, cerca de la zona del Arzobispo en la localidad de Teusaquillo, una zona clase mediera de Bogotá, el responsable fue hallado en menos de quince días y condenado a 30 años de prisión. Como si existieran dos velocidades para la resolución de justicia en esta ciudad.
El martes siguiente, nos dirigimos a la secretaría de la Mujer para platicar con la abogada de la familia Calderón, Viviana Benavides, quien tiene una versión muy diferente de los hechos ocurridos ese día. En la entrada, dos celadoras guardan las puertas de vidrío que dan acceso al pequeño recinto en el que operan prácticamente puras mujeres.
Para Viviana, la forma en que fue asesinada Wendy daría a pensar que el incidente no tuvo nada que ver con una venganza entre expendedores de droga, sino que se acerca más al modus operandi de un crimen pasional o un crimen de odio, para ser más precisos.
En ciertas zonas de Bogotá, asesinar mujeres jóvenes no es pasible de castigo, mientras se oculte el caso a la opinión pública. Ciudad Bolívar, Usme y San Cristóbal fueron las localidades más afectadas por este fenómeno en orden de decrecimiento, con 24, 12 y 11 femicidios en 2014, respectivamente; una cifra de la revista forense concordante con el informe de la organización Small Arms Survy, que sigue ubicando a Colombia como uno de los países con la mayor tasa de femicidios en el mundo, a la par de Rusia, El Salvador o Azerbaiyán por ejemplo.
“Existe un sistema patriarcal que normaliza la violencia en contra de la mujer en este país todavía, y hace que se puedan cometer este tipo de crímenes sin mayor castigo”, explica la abogada, para justificar la importancia del caso de Wendy en la tipificación de los feminicidios – término empleado cuando el asesinato es cometido en contra de un mujer por su condición de género- como un delito a parte entera dentro del código penal colombiano, exigida desde la secretaría en la que trabaja.
Aunque, admite, habrá que esperar los resultados de las pruebas forenses complementarias que solicitó, para hacerse una idea más precisa de qué sucedió el 26 de enero. En espera de que durante el forcejeo, Wendy haya podido extirpar algún rastro de ADN de su agresor, cotejable con una base de datos de sospechoso potenciales.
“Las agresiones con arma blanca suelen dejar rastros de sangre rastreables”, asegura por su parte el antiguo director del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI), Pablo Elías González, consultado poco antes de que se cumplan tres meses del asesinato de Wendy Calderón. “Pero dependen mucho de la velocidad con la que actúe la policía para que no se borren las evidencias del crimen. Cuando la investigación es correctamente realizada durante las primeras 24 horas, hay fuertes posibilidades de encontrar evidencias de sangre en la casa de los posibles sospechosos, o huellas de zapatos dejadas en el lugar del femicidio, recogibles con yeso por ejemplo”, analiza. Sólo que en esta ocasión, parece que el trabajo no fue ejecutado debidamente en un inicio y que los familiares tendrán que esperar un hipotético cotejo de ADN para ir descartando los posibles asesinados de la hija menor de la familia Calderón.
En su despecho del parque Bavaria, envuelto en libros y tratados de criminalística, el director de la Maestría en Derecho Penal y criminología de la Universidad Libre, nos asegura que la pereza y la falta de efectivos son los principales motivos por los que permanece en cerca de 97 por ciento la tasa impunidad en casos de homicidios en la ciudad, dónde tan sólo el año pasado fueron occisas 1355 personas. Cuando le exponemos la impotencia que sigue invadiendo a Luz Dary Calderón al pensar que su hija debió de encontrarse con una persona de confianza para que aceptara bajarse del alimentador en una parada desierta a altas horas del día, Pablo Elías hace una pausa y se muestra dubitativo a la hora de contestar. “Que haya bajado por sus propios medios no quiere decir que no haya sido amenazada con un arma por ejemplo”, concluirá el catedrático. Parece que todo el mundo tiene una teoría diferente de cuál pudo ser el motivo del asesinato de Wendy Calderón.
En entrevista, el fiscal 42 encargado del caso nos explicará por su parte brevemente que si no han aparecido nuevas evidencias después de dos órdenes de trabajo entregadas por la policía, será difícil de determinar una causa o un sospechoso probable para este expediente que se irá entonces archivando en las bodegas de la fiscalía, en espera de que algún indicio presentado por la familia venga a reactivar la historia antes de que expiren los 20 años en los que prescribe el delito de homicidio en Colombia. Aunque de todas maneras, entregará una tercera orden de trabajo al policía encargado de la investigación. Entre los 505 delitos aterrizados este mes en su despacho, el funcionario tiene poco tiempo que acordar a cada relato. Hace tiempo que reclama más medios para poder cumplir con su trabajo…
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Frente la falta de respuestas de las autoridades respecto al caso Calderón, decidimos volver a visitar a la familia para entrevistar al novio de Wendy, Cristián Maca, quien nunca había sido auditado por los policías de investigación. A pesar de la gorra y la chaqueta amplia que le dan un aire duro a primera vista, Cristian es un joven delgado y asustadizo que apenas contesta a nuestras preguntas sobre las amenazas que pudo haber recibido su novia poco antes de su asesinato. Los chicos se habían conocido unos meses atrás en el centro cultural de la localidad donde él se presentaba a rapear en ocasiones y desde entonces, pasaban juntos la mayor parte de su tiempo, arranca peniblemente. Durante casi media hora de entrevista, apenas mencionará el femicidio ocurrido; ha crecido en un barrio dónde la muerte es demasiado corriente para seguir siendo sorpresiva.
Según su mejor amiga, Viviana, Wendy había dejado la escuela por un tiempo en el que trabajaba para pagarse los pequeños placeres de la vida cotidiana: fumar un porro con el novio en la esquina de su casa bajo la aprobación de sus vecinos, beber una copa ocasionalmente con amigos de la secundaria Juan Rey cerca al paradero de Libertadores, o encerrarse en su cuarto a escuchar música en espera de que termine otro día, de esos que desfilan tan lentamente en el sur de la ciudad… Nada que pudiera justificar una muerte tan sangrienta y absurda como la que le tocó. Aunque apenas es mayor de edad, Viviana espera un bebé al que llamara Wendy si se trata de una hija.
El día del incidente, recuerda de pronto Cristián Maca, ninguno de los dos tenía celular, así que salió en cuanto Wendy lo llamó por primera vez para esperarla en la parada de su casa, y luego se enteró de que una hora más tarde, ella había vuelto a marcarle con voz arguardientosa, para pedirle que de favor la aguardara nuevamente porque ya venía en camino al hogar. Esas fueron las últimas llamadas de las que se tiene registro por parte de Wendy Calderón, nada que nos pueda aportar demasiados elementos acerca de su agresor.
En la pequeña casa de la loma San Cristóbal reina un ambiente a nostalgia que impregna los sofás desvencijados, el pequeño refrigerador y el resto de la casa, a pesar del calor que inunda nuevamente el barrio en este miércoles de finales de Abril, como si el tiempo se hubiera parado en la entrada del hogar de los Calderón. El viento circula libremente por aquí.
“Ella era loca, pero nunca jíbara”, alega Tatiana, mientras posa para una fotografía junto a su madre y su tía en el sillón de su salón. “Tenía peleas, como todos, aunque últimamente ya casi no salía de la casa y se quedaba con Cristián en su cuarto todo el tiempo. A veces salía con un amigo de ella al que llamaban El Pirata, que estaba locamente enamorado de ella, pero Wendy nunca le hizo caso. El día del entierro, estaba como muy drogado y vino a vernos para enseñarnos los rasguños que tenía en el hombro, explicando que la muertita lo había venido a visitar”, concluye antes de darse cuenta que no le ha contado esa pista a la policía.
Más tarde, nos enteraremos que el mismo día del asesinato, una chica del barrio había amenazado a Wendy sin que se conocieran bien los motivos de la disputa entre las dos chicas. Pero de nuevo seremos nosotros quienes se lo contemos al intendente Afanador, ya que después de casi tres meses de ocurrido el femicidio, el único contacto del que dispone Luz Dary Calderón sigue siendo el del patrullero Ruiz que hace tiempo se descargó del caso. Los canales de comunicación entre la familia y los agentes de policía están rotos y también seremos los primeros en enterarnos de que el propio Afanador tuvo que entregarle el expediente a otro investigador una vez que fue afectado a la vigilancia del Transmilenio, como si se tratara de un informe transferible a voluntad.
Para visibilizar un poco la historia de su hija, Luz Dary Calderón decidió organizar una marcha en la plazoleta 20 de Julio, el 16 de Marzo, en aras de atraer la atención de sus vecinos y de las autoridades. Pero el permiso le fue acordado apenas la noche anterior a la movilización y prácticamente nadie acudió, fuera de una veintena de familiares y amigos cercanos de Wendy Calderón. En playeras blancas, desfilaron por la plazoleta vacía durante medio día hasta que tuvieron que desalojar el lugar.
Mientras que cuando se volteó hacia los medios, se encontró con un muro que sólo decidieron franquear los reporteros de nota roja, para darle seguimiento a su caso. El periodista de Caracol Julián de Los Ríos, le explicó incluso a la madre de la difunta que ya no tenía tiempo para contar su historia, porque tenía “historias más importantes que cubrir”, según relata la propia Luz Dary Calderón. En una ciudad donde los homicidios siguen siendo demasiado cotidianos, es todo un sistema el que conspira para invisibilizar las víctimas de estas tragedias cotidianas.
Finalmente, salimos cabizbajos de la casa familiar y cogemos la buseta que lentamente desciende por toda la loma hasta la estación de transmilenio Portal 20 de Julio, desde dónde viajaremos una hora más para llegar a nuestros hogares respectivos en medio de los vendedores ambulantes agresivos y los pasajeros imbéciles que luchan a muerte por un asiento en el transporte en común.
Por el vidrío desfilan las interminables calles de Bogotá, grises en su asfalto tanto como en sus paredes, en las que transitan millones de personas a diario sin sospechar la fineza del hilo por el que cuelgan sus vidas en una ciudad tan poco solidaria. Igual que cualquier otra niña despreocupada, Wendy Calderón era una de ellas, hasta el doble femicidio que la absorbió el 26 de enero y no la ha escupido a la fecha en la cara de la sociedad.
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Sentados en nuestras casas, tan cerca y tan lejos del tumulto de San Cristóbal a la vez, nos damos cuenta de que el hecho de que los femicidios no se hayan disparado en 2016 todavía, en comparación con el promedio de los últimos cinco años en que se asesinaron aproximadamente 139 mujeres en la ciudad y 550 en el país, debería ser realmente un indicador de lo alarmante que es este fenómeno en Colombia, cuando ya han aparecido 10 cuerpos femeninos en menos de un semestre.
Por más que nos expliquen que para frenar esta situación, frente a la dificultad de determinar si el motivo del asesinato de una mujer reside en su condición de género, los legisladores colombianos de la Cámara de representantes decidieran añadir recientemente al feminicidio como un delito autónomo que castiga hasta con 50 años de prisión a los responsables, permanecemos dubitativos. En realidad, el feminicidio ya existía como agravante del delito de homicidio hace tiempo, pero aunque la primera sentencia se hizo efectiva el 9 de Marzo de 2015 en contra de Alexander de Jesús Ortiz Ramírez -quien mató a puñaladas a su esposa por celos en la ciudad de Cali- parece que de todas maneras no tendrá utilidad el aumento de la pena si no se encuentran primero los agresores de las mujeres fallecidas en las zonas más pobres de Bogotá.
Porque si el sistema patriarcal contribuye, como lo afirman las feministas como Diana Russell, a reforzar la violencia cometida en contra de las mujeres bajo distintas formas en nuestra sociedad y pudo ser uno de los detonadores del homicido de Wendy y tantas otras mujeres en la ciudad de Bogotá, no cabe duda de que fue la desigualdad social la que asesinó por segunda vez a Wendy Calderón. Fue la falta de interés de un sistema mediático, en el que el lugar de procedencia o un apellido reconocible pueden intimar las autoridades a investigar a fondo un caso que de otra manera se archivaría en lo profundo de las entrañas de la fiscalía.
Hace poco, a unas semanas de que concluyera el texto, Luz Dary Calderón nos volvió a llamar para indicarnos una pista sólida sobre el asesinato de su hija. Había soñado la noche anterior que un grupo de amigos y amigas se habían reunido en aquel potrero para asesinar a Wendy Calderón y estaba convencida de que ese camino onírico podía ser un motivo de trabajo por parte de los investigadores de policía. Pero lo más difícil fue explicarle a esa madre desconsolada que a Wendy la asesinamos todos una segunda vez, en el momento en que dejamos que su nombre caiga en el olvido de las memorias muertas de la ciudad.