Ivonne Acuña Murillo
La política como actividad supone un juego de fuerzas en las que la negociación, la cooptación y la represión son estrategias que cualquier Estado utiliza para sostener la condición de gobernabilidad necesaria para su propia supervivencia. En este esquema, no basta reconocer a la política simplemente como el “arte de la negociación”, sino como “la continuación de la guerra por otros medios”, en la cual la lógica común y los valores de la moral privada no operan.
Puede cuestionarse el hecho de que los diferentes gobiernos privilegien una opción sobre otra; en concreto, la represión sobre las otras dos. La negociación, por supuesto, debería ser la forma de operar por excelencia si supusiéramos la existencia de un mundo ideal donde el interés general fuera la única premisa a considerar, pero algo como eso sólo existe en el mundo de caramelo de los cuentos infantiles.
El Estado mexicano, claro está, no puede sustraerse a esta lógica, al contrario; por lo menos desde el Porfiriato es posible observar una combinación interesante –en la línea del análisis político- de estos tres factores, mismos que permitieron a Porfirio Díaz mantener la llamada paz porfiriana, que puede ser esquemáticamente representada por la frase española “encierro, destierro o entierro” y que pone el acento en la tercera de estas estrategias, la represión, dirigida sobre todo a los posibles o declarados “enemigos” del régimen.
Sin embargo, la negociación en este periodo tuvo también un lugar preponderante si se considera la manera en la que “Don” Porfirio construyó su relación con las élites políticas y económicas encaminando sus acciones a cumplir con su proyecto de gobierno, centrado en conseguir la modernización económica sin importar el alto costo social que ocasionó. A esto habrá que añadir también la cooptación de algunos personajes a quienes se convenció para pasarse del lado “correcto”.
A simple vista entonces puede aplicarse la frase “según el perro es la pedrada” pero, sobre todo, sostener que los fines del Estado y del grupo que lo personifica no siempre van en el mismo sentido que el bien común. Esto es, Díaz, como buen estratega militar y político, decidía a quién le aplicaba una estrategia u otra en función de su estatus y de su visión personal en torno al rumbo que el país debía tomar.
Pero este artículo no tiene como propósito ensalzar las “virtudes políticas” del general sino partir de esta experiencia histórica para analizar lo que pasa actualmente en México, donde diversos grupos cuestionan no sólo las decisiones del grupo en el poder, sino el uso legítimo de la fuerza, reconocido teóricamente como monopolio del Estado.
Evidentemente, al hablar de grupo en el poder, el PRI y los gobernantes salidos de sus filas son las figuras a destacar. Durante los 71 años previos a la “alternancia” panista, los políticos priístas pusieron en práctica, con éxito, una combinación diferente, privilegiando la negociación y la cooptación sobre la represión, haciendo de ésta última un discreto uso selectivo que con excepción del 2 de octubre en Tlatelolco y el 10 de junio en San Cosme -dada la trascendencia histórica de estos eventos- permitió a la mayoría de la sociedad vivir sin el temor cotidiano de las represalias estatales e ignorando casos donde la represión gubernamental era dirigida a ciertos grupos sociales como campesinos, obreros o sindicalistas que se atrevían a movilizarse en contra del gobierno en turno.
Se podrá dudar en torno a la magnitud de la represión y afirmar que ésta superó con creces a los otros dos métodos, pero aquí puede pedirse a quien esto lee que recuerde los casos de Francisco Franco, en España y de Augusto Pinochet, en Chile para dimensionar las diferencias entre una forma de hacer política y otra.
Muchas cosas han pasado desde que el PRI perdió la hegemonía, no sólo por la “alternancia” en el poder sino porque la sociedad que se organizó después de la Revolución y durante los años de formación del nuevo Estado ha cambiado, no totalmente, no hasta sus cimientos, pero una parte de ésta se ha vuelto más crítica y está más al tanto de lo que pasa y de las acciones de los políticos y sus consecuencias.
Estos cambios a los que se suman el fantasma de la represión y su condena social, imponen un panorama distinto en el que la fórmula “negociación, cooptación, represión” debe ser balanceada de otra manera. La lectura que el PRI hace de este momento histórico lo lleva a “andar con pies de plomo”, no puede actuar como en los “buenos años” en que podía reprimir la protesta social sin que hubiera consecuencias, ni repetir los recientes y reprobables hechos de San Salvador Atenco, que al igual que el 2 de octubre “no se olvida”.
La mirada atenta de la sociedad progresista ha “protegido”, hasta ahora, a los maestros disidentes inconformes con la reforma educativa puesta en marcha por el grupo gobernante. Sin embargo, sus buenos oficios no han sido suficientes para que los docentes de la CNTE (Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación) -principalmente de los estados de Chiapas, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, que durante los últimos días han tomado por miles y miles las calles de la ciudad de México tratando de defender en primer lugar, sus derechos laborales y en segundo lugar, su participación en los cambios necesarios para elevar la calidad educativa en el país- hayan sido invitados, de manera permanente, por las autoridades educativas y el poder legislativo a discutir los pormenores de dicha reforma.
Por lo dicho arriba no puede esperarse que las necesidades y demandas del magisterio disidente sean escuchadas y atendidas en automático apelando a la inteligencia, bondad y empatía de quien gobierna, sería ingenuo pensar de esta manera. Desde esta perspectiva, el regreso del PRI a Los Pinos trae aparejada una forma de hacer política, a partir de la cual la flexibilidad para negociar con…, cooptar a… o reprimir a…, tiene como límite no sólo el “tamaño del perro”, sino la imagen de un grupo político cuya legitimidad debe ser observada y cuya fuerza debe ser prudentemente administrada pero temida. Esto es, el Estado no puede ceder a todas las demandas por justas que sean y sentar el precedente para que cualquier grupo social se sienta en la posibilidad de hacer lo mismo.
Hasta ahora, el gobierno federal ha puesto en práctica la “estrategia del encierro” contra Elba Esther Gordillo y la de cooptación para el SNTE (Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación) y su actual líder, Juan Díaz de la Torre quien, en consecuencia, ha declarado su abierto apoyo a la reforma invitando a los miembros de la CNTE a hacer lo mismo.
A la CNTE se le ha aplicado de manera intermitente el método de la negociación, sin que hasta el momento se haya traducido en su participación directa en los ya aprobados cambios a la Ley General de Educación, aunque bajo la presión de las protestas callejeras los legisladores, excepto los panistas, decidieran posponer la discusión de la iniciativa de Ley del Servicio Profesional Docente.
La fase más reciente de este método, tendrá lugar el próximo lunes, cuando el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, busque acercar a los maestros de la CNTE con la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados y el Senado en busca de una solución al conflicto por la reforma educativa. A cambio, los manifestantes considerarán retirar el cerco al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y levantar los bloqueos en la Cámara de Diputados y en el Senado.
En estas circunstancias, la aparente inacción de las autoridades tanto locales como federales frente a los disturbios causados por los docentes no pueden tomarse a la ligera como simples errores, indecisión, cerrazón o medidas tomadas sobre las rodillas, por supuesto que forman parte de una estrategia más amplia y bien pensada cuyo eje es el reposicionamiento de la presidencia de la República y su partido en una estructura trastocada de poder que ha perdido su centro.
Finalmente, se puede afirmar que no es la calidad educativa el bien que se pretende tutelar, sino un “bien mayor” no declarado, la supervivencia del Estado y el control de éste sobre la sociedad, característica sobre la que se construyó el sistema político posrevolucionario.