Son muchos y muy graves los problemas que no han sido enfrentados por la actual administración federal al cumplirse la mitad del sexenio, mismos que han contribuido a agravar los que se vienen arrastrando desde hace más de tres décadas. Se pueden resumir en unas cuantas palabras: debilidad alarmante del Estado de derecho y crisis irreparable de la economía. Surge una pregunta lógica ante tan dramática realidad: ¿qué hacer para encauzar soluciones viables?
Es preciso partir de un hecho incuestionable: es impensable hacer algo dentro del marco del modelo neoliberal, cuya puesta en vigor desató los demonios de la corrupción, siempre latentes en el país según los registros históricos. En consecuencia, el primer paso debe ser un cambio de régimen, un asunto nada fácil que la misma profundidad de los daños estructurales hace aún más complejo. Vivimos tiempos inéditos, por lo que la propia experiencia irá señalando el camino a seguir.
Este año que culmina nos dejó profundas heridas que tienen que ser curadas antes de que se gangrenen. Sin embargo, no se vislumbran medios que permitan una atención adecuada a tantos males que brotan como hongos a lo largo y ancho del territorio nacional. Mucho menos si en los comicios de junio próximo la oligarquía insiste en mantener su predominio sobre la sociedad. Desgraciadamente, tales son los indicios en la mayoría de entidades federativas donde habrá elecciones para gobernador.
Puede asegurarse que nunca antes había estado tan mal el país como lo está en la actualidad. Es normal que esto suceda, porque el modelo que nos fue impuesto fue hecho con ese avieso objetivo: empinarnos a un abismo para hacer menos difícil, para los poderes fácticos, su proyecto depredador. Lo consiguieron, con un éxito notable que a los tecnócratas criollos dio un gran impulso en los grandes centros de poder trasnacional. Tan es así que varios de ellos ocupan posiciones sobresalientes en los principales organismos internacionales.
Mientras tanto, la situación nacional ha desbordado las expectativas de gobernabilidad que aquellos pudieran haber tenido. En consecuencia, no les quedan más que dos opciones: permitir que haya una real distensión en el país que permita frenar la inestabilidad galopante, o imponer un estado policial de manera franca, que garantice al grupo de Enrique Peña Nieto terminar el sexenio en el ejercicio del poder. Ante la gravedad de los acontecimientos, de incremento de la violencia y de problemas económicos y financieros cada vez más calamitosos, es previsible que la burocracia dorada se incline por la última alternativa.
Los costos serán muy altos, si acaso se decidieran a tomar ese camino, tanto que podría darse el caso de que los poderes fácticos trasnacionales no lo vieran con buenos ojos. Hay múltiples hechos que revelan la inconveniencia de “gobernar” México en un entorno de crisis generalizada, con la fuerza de las armas y no con el uso de la política. Sólo hace falta un simple empujón para que el país se desborde en una hecatombe incontenible. Nada le ha dado buenos resultados a la actual administración federal, y todo hace prever que las cosas seguirán igual o peor en el 2016.
Esto no parece verlo la élite oligárquica, sólo interesada en aprovechar la coyuntura de contar con un empleado confiable en Los Pinos, siempre atento a obedecer instrucciones. Esta es una de las consecuencias más lamentables del golpe de Estado de la tecnocracia en 1982, que al parecer no previeron Carlos Salinas de Gortari y José Córdoba Montoya: que llegaría el momento en que la clase empresarial impondría sus condiciones para seguir siendo su principal aliada en la consecución de un proyecto profundamente antidemocrático.
De ahí que el 2016 sin duda será un año que nos pondrá a prueba a toda la sociedad. Las clases mayoritarias tendrán que sacudirse el temor a actuar en defensa de sus legítimos derechos, porque de no hacerlo serán fácil presa de los patrones. Estos tendrán que aceptar, en el caso de que los trabajadores reclamen una elemental justicia, que la mejor opción es no cerrarse a negociaciones y reconocer que pagar mejores salarios es más conveniente que enfrentar los terribles costos de la descomposición social. Otro año más por el rumbo que llevamos nos pondrá en la picota, con las consecuencias lamentables que no se harán esperar.