(17 de abril, 2014).- A Gabriel García Márquez quisimos desentrañarlo. No nos bastaron sus cuentos, sus novelas. Ni siquiera nos bastaron sus declaraciones o su autobiografía, Vivir para contarla. Su carisma lo hizo una figura siempre entrañable, aunque las esporádicas apariciones públicas del Gabo en los últimos años, además de la llegada anunciada de su último libro y la esperanza rota de un trabajo más de su pluma nos llevó a buscar aún más.
Quizá lo conocíamos o lo imaginábamos, pero para sanar nuestra curiosidad llegamos hasta el García Márquez periodista. Podríamos llamarlo el Gabo más jóven, y quizá el más longevo porque, como declaraba en un artículo de 1981, “Siempre me he considerado un periodista, por encima de todo”.
Su amor por el periodismo lo relaciono con su amor por la palabra. El periodismo necesita de precisión, aunque en la práctica se le haya olvidado a una gran cantidad de editores y reporteros que se dedican a ello. Y tal precisión sólo puede lograrse con la selección de la palabra justa, con la propia perfección que exige la ortografía, una coma que sabe su justo lugar.
La falta de precisión, las manipulaciones, las equivocaciones llevaron a Gabriel a desencantarse del oficio, aunque eso no opacara su amor por éste, ni le impidiera seguir entregado a él. Desde sus inicios, en 1948, hasta finales del siglo XX, García Márquez defendió la existencia del buen periodismo. De ahí su interés en la creación de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, encargada de darle mejores herramientas a los jóvenes periodistas iberoamericanos.
Entre los problemas que encontraba con el periodismo estaba el avance desaforado de la tecnología. “En el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir: las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado”, escribió en el artículo “El mejor oficio del mundo”.
También aprendió a aborrecer las entrevistas. Múy lúcido, admitió que las entrevistas a un personaje son idénticas a menos de que el entrevistador se esfuerce en hacer mejores preguntas, y el entrevistado se aventure a dar mejores respuestas aun a las mismas preguntas repetidas. “Unos y otros, por otra parte, no han aprendido aún que las entrevistas son como el amor: se necesitan por lo menos dos personas para hacerlas, y sólo salen bien si esas dos personas se quieren. De lo contrario, el resultado será un sartal de preguntas y respuestas de las cuales puede salir un hijo en el peor de los casos, pero jamás saldrá un buen recuerdo”, aseveraba con humor en el texto “¿Una entrevista?, No, gracias”.