(17 de julio, 2015. Revolución TRESPUNTOCERO).- Lugar de descanso, de echar novio, de comerse unos esquites, una nieve y/o unos chicarrones, de mítines políticos, de payasos y de magos; la alameda central es parte fundamental del escenario de la vida pública y privada de la Ciudad de México. A pesar de ello, cuando paseamos entre sus remodelados pasillos desconocemos que su presencia se remonta hacia hace más de cuatro siglos y que ha sido testigo y parte fundamental del destino nacional.
A comienzos de 1592 el virrey Luis de Velasco II ordenó la creación de lo que sería el primer parque recreativo de América Latina, el cual fungiría como lugar de divertimento y recreación en la Nueva España. La alameda central es pionera en el concepto de “parque público” en el mundo, pues si bien existían en Europa parques de éste estilo, eran de carácter privado.
La alameda debe su nombre a la siembra de álamos que originalmente se plantaron aquí, pero el suelo lacustre propio de la zona no les permitió prosperar así que en su lugar se sembraron sauces y fresnos. El suelo lodoso y el hecho de que estaba rodeada por una acequia también provocaban que se inundara constantemente. Además, por ella pasaba el ganado el que se dirigía a una zona de pastizales situado metros más adelante. Podemos ya darnos una idea de la transformación que este lugar ha sufrido desde sus inicios hasta ahora.
La creación de la alameda implicó la ampliación de los límites del México-Tenochtitlán. Bajo el ideal renacentista, Cristóbal Carballo fue quien diseñó este paseo. El lado norte de la alameda daba a la calzada Tlacopan que era el acceso a la Ciudad desde épocas prehispánicas, en el lado oriente, ahora Bellas Artes, estaba la Plazuela de Santa Isabel y en el extremo poniente, hoy Doctor Mora, la plazoleta de San Diego donde era nada menos que el “quemadero” de la Santa Inquisición.
Los edificios que rodean la alameda son un tema en sí mismo. Es interesante notar los contrastes que durante casi ya medio milenio se han creado perimetralmente a este sitio abierto. El lado norte, que está direccionado hacia la colonia Guerrero, fue siempre más marginado que el sur, sin embargo, hasta nuestros días alberga sitios de alto valor como la Plaza de la Santa Veracruz, nombrada así por una de las dos parroquias que ahí se encuentran, también se albergan aquí el Museo Nacional de la Estampa y el Franz Mayer. Del lado oriente se encuentra, como decíamos, el Palacio de Bellas Artes mandado a hacer en tiempos porfirianos aunque no se concluyó sino después de la revolución. El lado sur, que da a la ahora avenida Juárez, fue testigo del majestuoso Hotel del Prado que junto con el Regis, se extinguió después del terrible terremoto del 85, del que hay memoria en la plaza de la solidaridad que está al poniente de la alameda. Al fondo en esta misma dirección se encuentra el Museo Mural Diego Rivera que alberga la obra pictórica quizá más conocida respecto a este lugar “Sueño de una tarde dominical en la alameda central”. De lado sur, hoy en día vemos el edificio de Relaciones Exteriores, comercios de cadenas internacionales y el Museo de la Memora y Tolerancia entre muchos otros.
Por muchos años, la alameda albergó a la élite de la sociedad novohispana, incluso se dice que había letreros que prohibían la entrada a quienes fueran con harapos o con roturas en las ropas y también debía respetarse cierto código de comportamiento pues el espacio se pensó para un paseo de alcurnia (incluso se dice que era más común que la gente paseara en sus carruajes y caballos pues caminando era algo vulgar). Era un lugar para ir a ser visto, “el lugar de convivencia social más trascendente en la capital del virreinato novohispano”.
La alameda ha sido desde testigo el desfile del ejército trigarante hasta el cuartel donde en 1847 el ejército estadounidense se estableció. Fue también el lugar donde se celebraban los aniversarios de la Independencia, tanto así que para conmemorar su centenario, Porfirio Díaz mando a construir el hemiciclo a Juárez en el espacio donde anteriormente se encontraba el Kiosko Morisco (el cual fue reubicado en la alameda de Santa María la Ribera). Las fuentes y las esculturas han permanecido en este sitio desde hace siglos, vale mucho la pena detenerse a apreciar sus detalles y belleza.
Desde que Benito Juárez mandó retirar las cercas que se colocaron para restringir el acceso en sus primeros años, el lugar se volvió netamente público. Miles de familias se daban cita los fines de semana para pasear y disfrutar de algún espectáculo que se ofrecía en sus glorietas gratuitamente. La alameda también ha visto a muchas generaciones disfrutar de sus espacios, ha escuchado los gritos provenientes de la avenida Juárez en las varias manifestaciones que pasan por ahí, ha sufrido abandono más de una vez y ha visto resurgir entre los escombros de la tragedia, una renovada ciudad.
Es verdad que hace unos años la alameda no era un lugar disfrutable; el agua de las fuentes estaba sucia, había muchos puestos ambulantes que la contaminaban auditiva y visualmente, era insegura, poco iluminada y demás signos de descuido. En el año 2012 se llevó a cabo una restauración que implicó 8 meses de trabajos y 245 millones de pesos. Este saneamiento va de la mano con la idea del plan de recuperación de los espacios públicos del Centro Histórico de la Ciudad de México el cual pretende que los espacios que eran “de nadie” ahora se vuelvan “de todos” y eso sólo puede ser posible si no sólo nos limitamos a ser huéspedes o visitantes de lugares como la alameda, sino siendo partícipes y cuidadores de ellos.
Conocerlos es el primer paso para protegerlos. Conocerlos implica más que la observación de sus espacios físicos actuales; hay que adentrarse en su prodigiosa historia, en la significación profunda que implica para la vida de ésta Ciudad que en toda su extensión tiene algo que contarnos de su historia que al final, es también la de nosotros.