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La seguridad como política social

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Como en otros aspectos de la vida pública en México, la oposición y los medios corporativos no reconocen avances en la seguridad, aunque la tendencia a la baja de los delitos más graves sea incontrovertible. En lo que va de este gobierno, el número de homicidios ha bajado 19.9%, los feminicidios bajaron 27.9% y los delitos federales, 24.2%. Estos resultados son de reconocerse, aunque siguen siendo cifras inadmisibles. Es necesario mantener la Estrategia General durante varios años para regresar a niveles anteriores a la llamada guerra contra las drogas que disparó la violencia en México.

Recordemos que el “candidato del empleo” sólo empleó la violencia de manera indiscriminada y generó una violencia nunca antes vista en el país. A la par, creó un enorme aparato burocrático (el Sistema Nacional de Seguridad Pública) con la presencia estelar de los autonombrados representantes de la sociedad civil. Un aparato costosisimo que no ha dado resultado alguno (en 2022 la burocracia del SNSP costó casi 9 mil millones de pesos). 

De 2006 a 2018 los recursos dedicados a la seguridad pública crecieron al mismo ritmo que la violencia. De acuerdo con un análisis de Casede (Atlas, 2016), entre 2000 y 2016 el presupuesto para seguridad se incrementó 8 veces. Mientras tanto, el homicidio creció 84%, el robo de vehículo con violencia, 147%; el secuestro,91% y la extorsión en 130%, por mencionar los más graves. En los dos sexenios anteriores, el gasto en seguridad rondó los  2.3 billones de pesos. Estados y municipios ejercen recursos del orden de los 160 mil millones de pesos en seguridad cada año. Entre más dinero, más violencia.

Si bien las cifras nos pueden dar un panorama de la situación de la seguridad en el país, no es suficiente contar con ellas para delimitar la situación a la que nos enfrentamos. Mucho se dice del fortalecimiento de las policías estatales y municipales. Incluso, se ha convertido en una especie de mantra estratégico y una “demanda” continua de los propios gobiernos locales. Sin embargo, los 160 mil millones de pesos que ejercen cada año no se han visto reflejados, en la mayoría de los casos, en mejoras tangibles en infraestructura y recursos, ni en formación y capacitación, ni mucho menos en su impacto en el estado de la seguridad de sus respectivos territorios.

Varias son las causas de esta situación, pero apuntaremos sólo algunas de las más importantes, vinculadas, en gran medida, con las atribuciones y responsabilidades que su soberanía les otorga. 

Una de las principales es el desconocimiento de la dinámica delictiva y de la función policial. Es común que presidentes municipales y gobernadores desconozcan la situación puntual de sus respectivos territorios, la dinámica delictiva y su expresión social, territorial, económica, como también desconozcan la estructura y composición de sus policías, sus funciones y responsabilidades. Con frecuencia también, son asesorados, por “expertos” que generalmente venden soluciones “infalibles”, casi siempre con componente “tecnológico”, que con la misma frecuencia resultan inútiles y en un desperdicio de gasto. 

Son memorables los “detectores moleculares” que Calderón pagó a precio de oro, que no detectaban nada pero sirvieron para encarcelar y extorsionar a inocentes. Tecnologías de este tipo, fraudulentas, inútiles o, cuando menos, inoperantes, se han vendido por miles a gobiernos estatales y municipales durante años, y se siguen vendiendo. Incluso aquellas que han demostrado utilidad y eficacia, como los sistemas de videovigilancia en vía pública, mal disñadas o mal operadas son disfuncionales. No hay estado del país que no tenga su C5 y sus ciudades principales cuentan con sistemas de cámaras más o menos amplios y equipados. Sin embargo, en la mayoría de los casos no hay personal con la suficiencia ni con la preparación necesaria para que el sistema cumpla sus cometidos. 

La formación de nuevos elementos y la capacitación continua es otra de las vertientes en las que se gasta a manos llenas. De la misma manera como con las tecnologías, una buena parte del gasto en estos rubros se realiza de manera discresional. Por una parte, los recursos se destinan a las academias policiales, que deben existir por ley desde 2009. Miles de millones de pesos se han invertido en los 32 estados para sus respectivas instituciones de formación policial. Sin embargo, aún hoy, 15 años después, no todas cumplen los estándares mínimos en infraestructura y equipamiento, ni en cuanto a protocolos y contenidos básicos vinculados con la actuación policial. Esto, a pesar de que existe todo un entramado legal y reglamentario que las obliga. 

Por otra parte, se realiza un enorme gasto en cursos, seminarios, talleres y hasta conferencias, impartidos por todo tipo de organizaciones, instituciones y personas. La discresionalidad en este rubro es pasmosa, tanto como su diversidad: se imparten clases de activación física lo mismo que de superación personal. A finales del gobierno anterior, por ejemplo, cientos de funcionarios federales fueron enviados a un curso llamado “Fenomenología de lo imposible”, una mezcla entre elección racional, echaleganismo y nueva era, en la que se solucionaban juegos de palabras mientras se realizaban las consabidas dinámicas grupales. Una especie de teatro del absurdo con un costo millonario, sin relación alguna con la función policial o las actividades de quienes fueron obligados a asistir. Esta modalidad de gasto ha sido una fuente permanente de corrupción, en algunos casos, millonaria; en la mayoría, puede hablarse de una corrupción hormiga, sobre todo en el nivel municipal. 

Pero más allá del desperdicio de recursos, el mayor problema es que las policías locales sigan siendo deficitarias en aspectos muy básicos, y su actuación, salvo casos muy particulares, es lamentable. Por ejemplo, en 2020, las puestas a disposición ante el MP a nivel estatal disminuyeron 33.8% y a nivel municipal, 64.8%, en comparación con 2019. 

Como dijimos, a quince años de aprobada la Ley General de Seguridad Pública, el estado de las instituciones de seguridad sigue siendo lastimoso. El Sistema Nacional no ha sido un instrumento eficaz para establecer condiciones materiales mínimas en los cuerpos de seguridad del país. Que la cabeza del sector haya estado dominada por la delincuencia organizada habla de su inoperancia. Urge su reforma. 

La vuelta de tuerca

En este escenario, la Estrategia Nacional propuesta por el gobierno actual resulta muy audaz. Por un lado, es radicalmente distinta en su perspectiva sobre la seguridad. Atender integralmente las causas de las múltiples violencias reduce la función represiva, predominante hasta ahora, a un elemento parcial y limitado dentro de una intervención integral del Estado. La seguridad como política social y no como política policial. 

De ahí que la estrategia que implique la mejora estructural de las condiciones de vida de la población. Los programas de mayor imapcto social han tenido como premisa la atención prioritaria de las zonas con mayor marginación y violencia. A partir de ahi, se han desplegado acciones de salud, educación, empleo, infraestructura y servicios, cultura, desarrollo urbano y, por supuesto, de seguridad.

En términos funcionales, la estrategia nacional también ha sido completamente diferente. Por décadas, todo plan nacional, estatal o municipal de seguridad ha establecido como prioridad  que los diferentes niveles de gobierno y las diferentes policías se coordinen entre sí. Todos han descubierto el método infalible para lograrlo. Nunca se había logrado, hasta ahora.

La manera de hacerlo es relativamente sencilla en el papel: construir una policía de carácter federal, la Guardia Nacional, que sustituyera a la corrupta policía que estaba tomada por la delincuencia; aprovechar los recursos existentes e involucrar a los tres niveles de gobierno en una actividad cotidiana. No fue necesario crear una burocracia adicional sino sentarse diariamente a revisar y atender a detalle los problemas en cada municipio y entidad. Los llamados Gabinetes de Construcción de Paz en estados y regiones han sido la manera efectiva de poner a trabajar a todos los actores involucrados en la seguridad pública. 

A pesar de reticencias y obstáculos a los que se han enfrentado en algunos de los estados con mayores problemas de seguridad, los resultados generales son alentadores. No sólo han bajado los delitos más violentos, sino que incluso en las entidades con mayores índices delictivos comienzan a bajar. 

Consideremos que la mitad de los homicidios ocurren en seis estados del país. Uno de ellos, quizás el más emblemático por su negativa a cooperar con el gobierno federal, es Guanajuato, que concentra el 25% de los homicidios del país y cinco de sus ciudades principales son consideradas prioritarias por sus niveles de violencia e inseguridad. Sin embargo, en tres de ellas ya se registra una ligera disminución. Lo mismo pasa en 31 de los 50 municipios prioritarios que en conjunto registran una disminución de 18.3% con respecto al mismo periodo del año anterior.

Hay otro elemento a considerar en el análisis de la situación de seguridad en México. Los resultados de las encuestas del Inegi, sobre todo la de Victimización y la de Seguridad Urbana. Ambas muestran mejoras indudables. Por ejemplo, el número de víctimas ha ido bajando sostenidamente desde 2018. Al mismo tiempo, las personas manifiestan mayor confianza en sus autoridades y un menor número de ellas expresan sentirse inseguras en su entorno inmediato. Asimismo, se ha reducido el número de personas que recurren a tomar medidas especiales de seguridad.

La paz es fruto de la justicia. La estrategia de seguridad ha sido positiva, pero enfrenta, no sólo obstáculos de algunos gobiernos y autoridades locales, sino un dique mayor: el poder judicial. Mucho de lo logrado, sobre todo en la detención y puesta a disposición de presuntos delincuentes, se ve mermado por la actuación de gran cantidad de jueces y magistrados, que con inaudita frecuencia los dejan en libertad con argumentos que llegan al absurdo. El próximo gobierno tiene uno de los mayores retos en la refundación del poder judicial. Sin ello, la seguridad de los mexicanos seguirá siendo moneda de cambio para un aparato judicial profundamente corrompido.

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