Por: Ivonne Acuña Murillo
En las últimas dos décadas México ha vivido una serie de procesos los cuales han cambiado profundamente el rostro del país hasta convertirlo en la segunda nación, tan sólo después de Filipinas, con mayor nivel de impunidad, de acuerdo con el Índice Global de Impunidad (IGI), elaborado por el Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia (CEIJ) de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP) y el Consejo Ciudadano de Seguridad y Justicia (CCSJ) del mismo estado y presentado en febrero de 2016.
Los datos son contundentes, en México se denuncian sólo 7 de cada 100 delitos y únicamente el 1% del total de los delitos cometidos es castigado; esto es, el índice de impunidad asciende al 99%. La cifra en torno al índice de impunidad puede variar y descender un poco cuando se habla de delitos consumados, de los cuales solamente 4.46% obtuvieron sentencias condenatorias, lo que llevaría a hablar de un 95.54% de impunidad. Sea cual sea la medición, lo que dichas cifras reflejan es que el índice de impunidad en el país rebasa con mucho el 90%.
En el estudio se sostiene que sólo Campeche y Nayarit tienen niveles bajos de impunidad, San Luis Potosí, la Ciudad de México, Sonora, Chihuahua y Chiapas un grado medio y el resto de las entidades se ubican en el rubro de alta o muy alta impunidad. Sólo Michoacán se presenta como un caso “atípico”, pues los datos disponibles no reflejan la situación real de la entidad.
Por supuesto, el asunto de la impunidad no se agota en el recuento de cifras frías que dicen poco de lo que está pasando realmente en México. Para comenzar, la impunidad es un fenómeno que remite a la relación directa entre la comisión de un delito y el castigo efectivo de éste y se produce precisamente cuando una cosa no lleva a la otra.
La impunidad no es un fenómeno aislado y no tiene que ver solamente con la incapacidad de quien gobierna, tanto a nivel federal como local. Es un fenómeno que se relaciona directamente con la corrupción, con la mala administración de la seguridad y la justicia y con la complicidad de funcionarios públicos que han visto en la comisión de ciertos delitos un negocio altamente redituable. Tiene que ver además con la violación de los derechos humanos y con la desintegración del tejido social. Esta última implica la pérdida de aquellos valores que permiten a una comunidad vivir junta y en paz.
Primero, la vida deja de ser el valor supremo para convertirse en una mercancía que se puede “negociar” (si te dejo vivir ¿qué me das a cambio?); “vender y comprar” (¿cuánto me pagas por matar a tu enemigo? O ¿a quién tengo qué matar y a cambio de qué?); “tomar” sin que haya consecuencias (cualquiera, con la decisión de hacerlo, puede tomar la vida de otr@ cualquiera sin recibir un castigo).
La solidaridad, por su parte, se ha convertido en un bien escaso, toda vez que la atomización de la sociedad ha vuelto egoístas a las personas y ha limitado su compromiso con las y los otros, de manera que es posible perderse en los problemas, intereses, distracciones personales, en los dispositivos de comunicación personalizada sin voltear a mirar a nadie más; en este sentido y por extensión, se ha dejado de ver al otro como ser humano, como alguien igual a mí, para considerarlo un dato más, una estadística, el vecino o vecina cuyo nombre ignoro, el indigente que no le importa a nadie, el niño o niña de la calle que no le pertenece a nadie y puede morir ante nuestros ojos sin que se hagamos nada; la prostituta, a quien se juzga y rechaza y que puede ser abusada, una, dos, quince, treinta o sesenta veces al día sin que a nadie le importe y sin que nadie se pregunte si está en esa situación por gusto, necesidad, trata de personas, esclavitud moderna o algo más; el pobre y la pobre que pueden morir de hambre o suicidarse antes que robar o que, en razón de la exclusión económica, social, política y cultural de que son objeto, pueden decidirse a romper las reglas que en última instancia no fueron pensadas para protegerlos y engrosar las filas de la delincuencia organizada y no organizada. Y así, sucesivamente, podría seguirse enumerando un sinfín de etcéteras.
Ciertamente, lo dicho bien puede aplicarse a cualquier lugar del mundo, sin embargo, en México, la intensidad y extensión de estos fenómenos y muchos más, hacen del caso mexicano un ejemplo paradigmático de lo que puede venir para el mundo entero.
En México, la población está viviendo en una situación límite, no hace falta estar en Guerrero, Michoacán, Veracruz, Tamaulipas, Morelos o el Estado de México para estar continuamente amenazados por las grandes compañías. En cualquier momento se puede ser víctima de aquellas instituciones, que, como los bancos, las compañías telefónicas, los grandes corporativos hacen cobros excesivos por sus productos, bienes y servicios, sin que exista autoridad gubernamental que les marque límites.
No se necesita tampoco vivir en las entidades donde el problema de la violencia ha alcanzado niveles inaceptables para volverse presa de las policías -municipales, estatales o federales-, de miembros del Ejército, de la delincuencia y los traficantes de drogas, armas y personas. El peligro es latente, en cualquier momento se puede sufrir el secuestro de la identidad y un fraude bancario, un asalto, un robo, un secuestro exprés o con encierro incluido, una violación, la desaparición de un familiar, amigo o vecino, convertirse en víctima de una bala perdida o de los abusos de alguna autoridad policial o militar y otra vez, un sinnúmero de etcéteras.
Más aún, se puede ser sujeto de delitos cometidos por parte de bandas de colombianos, rusos, chinos, coreanos, salvadoreños y otras nacionalidades, que han encontrado en México el lugar idóneo para delinquir, ante la estupefacción de una población que se ha vuelto rehén en su propia patria como si no le bastara con su “propia” delincuencia, y ante la mirada omisa de una clase gobernante inepta, corrupta y cómplice.
Vivimos en el país “en donde todo pasa y no pasa nada”. Con una impunidad superior al 95%, cualquiera puede tomar la decisión de sobrepasar todos los límites, todas las barreras morales, legales, éticas y cometer un delito, al fin y al cabo, la posibilidad de ser castigado se reduce al 1%, en el mejor de los casos, o al 4.46% en el peor de ellos. Vaya un paraíso para delinquir.
En estas circunstancias cualquiera puede desaparecer, como la jovencita Karen Rebeca Esquivel Espinosa de los Monteros de 19 años de edad, quien desapareció este 22 de septiembre poco después de las tres de la tarde, hora en la que sus amigos la dejaron en Avenida Lomas Verdes y Avenida López Mateos, una zona residencial de clase media y media alta del Estado de México, tan solo a unas cuadras de su trabajo, al que nunca llegó; o sufrir amenazas de “un levantón”, tan sólo hace nos días, por parte de un vecino en plena colonia Condesa, en la Ciudad de México, como en el caso del escritor, ensayista y periodista Rafael Pérez Gay y su familia, sólo por pedir a su vecino que le bajara a la música a la una de la mañana del domingo, después de tolerarla por más de 25 horas; o ser amenazado de muerte, como en el caso de los periodistas Álvaro Delgado, reportero de Proceso, y Julio Hernández López, columnista de La Jornada, o del activista Javier Sicilia, quienes han sido víctimas de una campaña de amenazas emitidas desde varias cuentas de Twitter.
Igualmente, del otro lado, cualquier gobernante puede mandar desaparecer a “alguien” o muchos “alguien” sin que nadie lo detenga, periodistas, por ejemplo, como se sospecha ocurre en el estado de Veracruz, donde el número de asesinados asciende a 19 y a 2 el de desaparecidos. Igual suerte pueden correr opositores, ecologistas, ambientalistas y toda persona que incomode a los poderosos “nuevos señores feudales” denunciando sus latrocinios, abusos y corrupción.
Cualquiera puede robarse los recursos del estado que gobierna, de la institución que dirige, de la delegación o municipio que administra, al fin y al cabo, el fuero y la enorme impunidad los protegen.
Asimismo, cualquiera puede cerrar calles y carreteras, con razón o sin ella, mientras la contraparte amenaza con no pagar sus impuestos; cualquiera puede, desde la Iglesia católica y las iglesias que se le han sumado, llamar a la violencia so pretexto de la defensa de un derecho que consideran exclusivo: el de nombrar familia al núcleo que previamente han definido o de suponer que poseen el monopolio del matrimonio como figura legal-civil, que no religiosa.
Por supuesto, en un contexto como el descrito cualquiera puede, pero se puede argumentar que no cualquiera lo hace, y no porque haya alguien que lo impida sino porque su fuero interno aún le dicta lo que es moralmente aceptable. ¿Pero qué pasará el día que comprenda que “ser bueno” no le protege de los abusos de todos aquellos que han decidido dejar de serlo? Que hay que armarse y hacer justicia por propia mano, como ocurre ya en muchas comunidades en este país.
El problema es grave y se llama “desgobierno”, la pérdida de poder de la presidencia, institución que operaba como el árbitro situado por encima de la sociedad y era la autoridad que resolvía los conflictos y metía al orden a todo mundo, el empoderamiento de otros actores sin más proyecto que el saqueo de los recursos nacionales, la pérdida de valores propiciada por un modelo económico que vuelve mercancía todo lo que toca, igual la vida, que la dignidad y el bienestar moral y físico, han puesto al país al borde del caos, sin que un nuevo modelo político haga su aparición y renueve el pacto social necesario a toda convivencia pacífica y de bienestar para tod@s.
La impunidad entonces se ha convertido en un problema de gobernanza y ya rebasó a todas las instancias de gobierno, por lo que se necesita la atención y participación activa de aquellos grupos que se han quedado fuera de los grandes pactos de impunidad y se han convertido en sus víctimas.