(05 de septiembre, 2014).- Es de noche y sus miradas ya exhaustas contemplan los automóviles pasar. El brillo de los faros se refleja en sus camisas desgastadas (sólo les dan una camisa al año) y ellos deben esperar a que poco a poco se detengan los coches. Hacen sonar sus silbatos para marcar el alto total.
La gente enojada comienza a gritarles, a mentarles la madre, a tocar el claxon como si llegar cinco minutos después marcara la diferencia. Pareciera que ellos son los culpables de todo en esta ciudad.
Tres minutos después avanza el aforo vehicular y ellos se retiran del paso cebra para evitar que los atropellen. Les gritan “inútiles”, “corruptos”, “puercos”. Ellos no pueden responder nada, bajan la mirada y mueven airadamente las manos para indicar que deben seguir avanzando. Aún les quedan unas horas de servicio antes de su descanso. Trabajan de sol a sombra cada tercer día.
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Juárez y López iniciaron su formación como policías de tránsito hace dos y cuatro años respectivamente. No recuerdan cómo es exactamente que decidieron ser policías, sin embargo, ambos coinciden que fue en un momento de dificultad económica. Con el bachillerato terminado y deudas a cuestas, decidieron entregarse al cuerpo policial de la Ciudad de México, sin más que la necesidad de sacar a los suyos adelante.
Cuando llegaron a la academia de policías no tenían idea de que debían respetar protocolos y reglas, seguir instrucciones y formarse debidamente antes de salir a las calles de las 16 delegaciones de la capital.
La formación fue dura pese a que el tiempo dentro de la academia fue breve. La comida servida era insípida y vivían 5 días de la semana en el regimiento.
Forjados por ex integrantes del ejército con base en gritos y castigos físicos (no torturas, en palabras de ellos mismos), en los seis meses de preparación las y los nuevos agentes recibieron instrucción de derechos humanos, tácticas militares y correcto uso de la fuerza, pero no para la realidad del país.
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El único error que cometió Rodríguez aquel día fue hacer bien su trabajo. Tuvo por infortunio detener a un conductor que rompió varias normas del reglamento de tránsito: pasarse un alto, detenerse en un lugar prohibido, no traer documentos vigentes.
Nada le importó al susodicho. Su sonrisa deforme y amarilla era el retrato perfecto de la corrupción mexicana. Subió el vidrio de su camioneta y marcó un número telefónico, mientras ignoraba las instrucciones del oficial.
Se afianzó la risa del acusado. Pocos minutos después, por la radio de su patrulla, el policía recibió la instrucción de dejar libre al funcionario público en cuestión. También se le ordenó volver al centro de operaciones.
Hablarían con él de manera personal, por haber tocado a un “intocable”. Lo castigarían, encarcelarían y pondrían en investigación minuciosa casi al punto de correrlo.
Aprendió bien la lección: Dejar ser, dejar pasar; fingir que hace, meterse sólo con algunos, no con los más débiles (puesto que en otra ocasión, se le inició una investigación en Derechos Humanos por haber infraccionado a un conductor que usaba bastón –no pueden meterse con discapacitados, aun cuando cometan una decena de infracciones-) sino, sólo con algunos.
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Sánchez se despide de su familia, su esposa le da la bendición al filo de la puerta. Sale sin la certeza de saber si regresará, su futuro es un albur.
Le pidieron auxiliar al grupo de los granaderos en una asignación especial, un operativo. Él no sabe mucho al respecto, pero debe obedecer órdenes directas. Sube a un camión junto con uno de sus compañeros de tránsito. Una hora después llegan a su destino. Se respira hostilidad, miedo, furia a punto de estallar.
Se encuentran en San Bartolo, pueblo que hace unos meses defendió su patrimonio más valioso: el agua.
Todos bajaron y el orden duró poco. Cuando vieron la primera piedra cayendo del cielo, comenzó la cruenta batalla. Sangre, personas con crisis nerviosas. Palos, puñetazos, patadas, la masa enardecida: puerta del infierno.
Los policías de tránsito capitalinos no cuentan con macanas para defenderse, no pueden utilizar pistolas a menos que el agresor haya disparado primero. Estaban a merced de quienes –con razón- defendían lo que les corresponde; sus únicas herramientas funcionales en ese momento eran los pies que les sirvieron solamente para correr.
Aventajaron unos metros mientras esquivaban los proyectiles que les arrojaban. Iban a cazarlos. No querían averiguar qué hubiera pasado si los prendían; como pudieron alcanzaron a meterse –casi ilesos- al camión que los había traído.
La turba los acorraló y empezó a mover el vehículo de un lado a otro para sacarlo de su eje, Rodríguez cree que sí los hubieran matado a todos.
Uno de sus compañeros, como pudo y antes de que los habitantes de San Bartolo lograran derribar el automotor, arrancó el vehículo envistiendo a algunas personas: “Era avanzar o morir”, dice como si quisiera olvidarlo para siempre.
Confiesa que de haber fallecido, su familia habría recibido tres seguros de vida, de los cuales sólo uno es brindado por las autoridades capitalinas, y que, en sus propias palabras, alcanza para muy poco, es por ello que él de su salario mensual, paga los otros dos; no quiere dejar desamparados a los suyos.
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Debió haber salido hace horas de su turno, sin embargo, no es así. Álvarez debe moverse de la vialidad que le tocó patrullar ese día de manera presurosa, pues su alto mando se mueve por la ciudad. Le toca escoltarlo al igual que varias motocicletas y patrullas más.
Son su sombra, aunque a él a veces le molesta serlo. A dondequiera que se mueva su jefe, él y sus compañeros deben seguirlo para cuidar su integridad.
Si sale del DF, ellos salen con él, si tiene alguna cita en un restaurant de lujo, ellos aguardan, incluso si no han comido o ido al baño. (Álvarez confiesa que en este oficio es una de las cosas más difíciles: pocos son los lugares en donde los dejan pasar al baño, por la mala imagen que tienen de ellos, incluso, una vez, tuvo que excretar a media noche en vía pública, pues su necesidad era demasiada).
Esperan hasta que termine su comida, su cena. Encienden sus torretas y limpian la vialidad para él, aún en hora pico. Avanzan. Llega a su destino y a él le faltan cuatro horas de camino para llegar a su casa, pues lo sacaron de su rumbo.
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Ambos narran que pese a que existen policías corruptos, hay quienes intentan hacer bien su trabajo, sin embargo, su vocación de servicio se merma, pues nadie cree en ellos; son los peones de un ajedrez en donde el rey y la reina no los miran a los ojos.
Abandonados a su suerte y olvidados por su dios, recorren las calles con sus camisolas amarillas y sus pantalones azules, jugando –sin quererlo- a ser los malos del cuento, los malos de las vialidades.
Foto: CNN
*Continúa leyendo las historias de vida de policías que la Revista Hashtag estará publicando en los siguientes meses.