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¿Se acabó el sexenio de Enrique Peña Nieto?

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Por: Ivonne Acuña Murillo

Esta pregunta se ha ido construyendo a lo largo de los últimos meses, en los que la popularidad de Enrique Peña Nieto se ha derrumbado, marcando una tendencia que parece difícil de remontar. Si aún había duda, la cuestionada visita de Donald Trump a México y sus resultados: el descrédito de Peña y el país a nivel nacional e internacional, así como la salida del gabinete de Luis Videgaray Caso, secretario de Hacienda y cerebro de las grandes reformas, han generado en la opinión pública lo que parece una verdad incuestionable: el sexenio se acabó.

Puede ser que en términos administrativos eso sea cierto; esto es, que en los dos años que restan para completar el sexenio sólo le queda a Peña tomar medidas que mantengan la estabilidad económica y la operación de todas aquellas políticas públicas relacionadas con los programas asistencialistas que han mantenido a raya una protesta social de grandes magnitudes, así como intentar salvar lo que quede de lo que ha sido el eje de su gobierno, las llamadas Reformas Estructurales.

En este sentido, sólo le quedará a Peña Nieto abstenerse de tomar decisiones que involucren grandes proyectos políticos, sociales o económicos. En primer lugar, porque ya no tiene la fuerza política para hacerlo; en segundo lugar, porque sus propios errores y visibles incapacidades lo han hecho perder la credibilidad y legitimidad necesarias para conducir cualquier empresa, en especial si se trata del destino de un país; en tercer lugar, porque se va quedando solo pues a pesar de que, discursivamente, algunos miembros de su partido fingen apoyarlo, lo cierto es que no encuentran la manera más adecuada de soltar el lastre en que se ha convertido; en cuarto lugar, porque su debilidad y descrédito favorecen a las fuerzas políticas que disputarán en 2017 el Estado de México, y en 2018, la presidencia de la República, por lo que parece impensable que lo apoyaran en lo que resta de su administración; en quinto lugar, porque el tiempo se ha convertido en su enemigo y no podrá lograr en dos años lo que no pudo en cuatro.

Se puede decir que, en términos históricos, el sexenio de Peña acaba ahora, como terminó el siglo XIX mexicano, no en el último año de ese siglo ni en el primero del XX, sino en 1910 cuando inició una revolución. Esto es así porque el tiempo histórico no necesariamente coincide con el tiempo físico ni con el calendárico, por lo que es perfectamente factible declarar concluido este sexenio.

Sin embargo, aquí se sostiene que, aunque administrativa e históricamente el sexenio ya haya terminado, no lo ha hecho en relación con los riesgos que corre todo país cuya máxima autoridad política ya no tiene la fuerza suficiente para enfrentar los graves problemas que aquejan al país.

Los riesgos están a la vista: ¿quién o quiénes llenarán los vacíos de poder dejados por la presidencia?; ¿quién tiene la fuerza para frenar a los grupos fácticos -medios, empresarios, Iglesia, Ejército, narco y delincuencia organizada- que podrían empoderarse o se han empoderado aún más durante esta administración?; ¿quién o qué grupos designarán o decidirán quién ha de gobernar a México los próximos seis años, cuando es evidente que la democracia mexicana es una gran simulación?; ¿quién si no él representará los intereses de las grandes mayorías, en caso de que alguna vez lo haya hecho?

No sólo está en juego la popularidad de Peña y su legitimidad, sino la viabilidad de México como país, de ahí que Andrés Manuel López Obrador apunte la necesidad de detener su caída, toda vez que quien lo releve bien tendría que comenzar por recoger los escombros. La figura utilizada por AMLO no es meramente retórica ante la evidente descomposición de un sistema político que ya no se corresponde con las necesidades de una sociedad más participativa, vigilante y crítica y a cuya cabeza se encuentra, como ya se ha dicho en este espacio de colaboración, la “peor clase política en décadas”, cuyos miembros no están a la altura del reto histórico, entre otras cosas por su falta de compromiso real con la ciudadanía a la que dicen representar y con el país al que han hecho objeto de saqueo y corrupción; por no tener la visión de un estadista que es capaz de pensar en el país como un todo, en sus relaciones, dinámicas e intereses internos y externos, en lo que implica mover una ficha en un tablero donde hay muchas otras piezas, que conoce las necesidades y problemas a resolver y que es capaz de encontrar las soluciones más idóneas; por su escasa preparación profesional y falta de valores, por decir lo menos.

Cierto es que por décadas se teorizó desde la academia y los diferentes espacios de poder sobre la necesidad de acotar el poder presidencial, pero también sobre la conveniencia de fortalecer a los otros poderes, el legislativo y el judicial, para que éstos a su vez fueran capaces de poner límites a la presidencia. Igualmente, se analizó la pertinencia de empoderar a la sociedad civil y convertirla en la instancia poseedora de una mirada crítica que al mismo tiempo limitara el margen de acción de estos tres poderes tradicionales y de los mismos poderes fácticos.

A simple vista todo lo anterior ocurrió poco a poco una vez que el PRI perdió la presidencia en el año 2000: los poderes legislativo y judicial adquirieron cierta autonomía y en algunos casos pudieron frenar algunos proyectos de las presidencias panistas en función de intereses partidistas, hasta que, con la vuelta del PRI a Los Pinos, las reformas lograron ser consensadas, de nuevo, gracias a intereses cupulares; la sociedad civil, por su parte, presionó lo suficiente para forzar el cambio en las leyes electorales, la configuración de un órgano electoral autónomo, la aparición de la ley de transparencia y de una institución encargada de hacerla valer, el Instituto Nacional de acceso a la Transparencia, etcétera. Por su parte, la aparición de las redes sociales como Twitter, Facebook y YouTube, entre otras, permitió ampliar la vigilancia sobre la clase política y sus acciones.

El problema es que, al acotar el poder de la presidencia, las otras fuerzas políticas no tomaron partido por sus representados ni por el país sino por sus intereses personales y de grupo y en lugar de construir nuevas instituciones políticas necesarias a los tiempos que corren, decidieron pactar entre ellas, con lo que quedaba del régimen priista y con los recién llegados, que como sus predecesores también reclamaron su tajada del pastel, aumentando con ello la decadencia del sistema político y abriendo una brecha enorme entre ellos y la población.

Llegados a este punto, la debilidad presidencial se torna un problema serio, pues como afirmó el historiador Héctor Aguilar Camín hace unos días, tan peligroso es un presidente excesivamente fuerte, como un presidente sumamente débil. Se agrega aquí, que la peligrosidad del primero radica en la falta de contrapesos para limitar los excesos a que podría llevarlo un poder sin límites y la peligrosidad del segundo se encuentra en los vacíos de poder que deja, mismos que siempre son llenados por alguien más cuyos intereses no necesariamente o, más bien, casi nunca, coinciden con los de la mayoría.

En este contexto, el tiempo se vuelve el peor enemigo no sólo de Peña sino de México. Dos años son mucho tiempo, en 24 meses pueden ocurrir muchas cosas, pues ¿qué otros errores cometerá Peña en su afán por reposicionarse, aunque diga que no le interesa ser popular? ¿qué otras excelsas ideas les serán sugeridas por su equipo para “salvar” lo que queda del sexenio? ¿quién o qué grupos se aprovecharán de la debilidad presidencial para, como se dice, “llevar agua a su molino”? ¿algún grupo fáctico sentirá la inquietud de tomar el poder ante la evidente incapacidad de los civiles? ¿qué pasará con los grupos sociales ya movilizados ante la falta de soluciones en casos como Nochixtlan, Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, la Guardería ABC y los cientos de miles de personas desaparecidas?

No se sabe a ciencia cierta qué pasará en los dos años que le restan a esta administración, lo que sí es un hecho es que el experimento político que permitió colocar en la presidencia de la República a un personaje construido mediáticamente, a un “galán de telenovela” a quien se le adjudicaron características que no tenía como el carisma, la inteligencia, la capacidad para gobernar una nación, ha fracasado rotundamente. Las razones de este fracaso no son sólo adjudicables a quien así fue ungido, sino a quienes le han rodeado. A los poderes fácticos que lo impusieron ante una población desinformada, desorganizada y desmovilizada o desmovilizable, al “pequeño grupo” que se dice lo ha asesorado aun en contracorriente de los miembros de su gabinete, a su partido político, al cual no le importó o no pudo evitar su arribo a la silla presidencial y el cual ha tratado de tapar las pifias, a todos aquellos aplaudidores que le hacen creer que toma las mejores decisiones, aunque “ahora el pueblo no pueda verlo”, finalmente, a la sociedad que mira perpleja como el país se derrumba sin dejar la comodidad de su sillón ubicado, por supuesto, frente al televisor.

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