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Ser madre, no es natural

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Desde pequeñas las niñas son bombardeadas con juegos, muñecas, casitas, mini mamilas, bebés que “orinan y comen”, leyendas, mitos, cuentos de hadas, historias, saberes, máximas, refranes, poemas, historias de la tía y la abuela, ejemplos de cómo ser una buena madre e historias donde se cuentan los castigos merecidos por aquellas mujeres que no cuidaron bien de sus hijos, que los abortaron, maltrataron, regalaron, abandonaron o asesinaron, etcétera. El fin último de esta retahíla es “enseñarlas a ser madres”, en una primera instancia, y “buenas madres”, en una segunda.

Por otro lado, se asume que “ser madre” es “natural”, que viene en paquete junto con el útero, los ovarios, los óvulos y las glándulas mamarias. Se ha afirmado, incluso, que toda mujer, por el sólo hecho de serlo, tiene integrada a su temperamento, carácter, psique, pensamiento, voluntad y todo aquello que tenga que ver con el “ser” y el “hacer”, a la maternidad, como una programación previa a la experiencia. De ahí los juicios morales según los cuales existen madres cuyas acciones pueden ser calificadas como “contra natura”.
Esta contradicción que parece tan evidente ha sido pasada por alto durante siglos y en la mayoría de las culturas del mundo, por no decir en todas. Si “ser madre” es natural ¿por qué en las diferentes sociedades se han articulado esquemas tan elaborados del “debe ser de la maternidad”?
Si como dicen algunos, “la naturaleza no se equivoca”, deberíamos tener ciertamente un catálogo de madres en lugar de sólo un modelo, a saber: la “madre siamesa”, aquella capaz de comerse a sus hijos nacidos con algún defecto y no viables para la vida; la “madre cóndor”, aquella que motiva a sus hij@s a lanzarse de un risco para que aprendan a volar, bajo la supervisión materna o paterna, por supuesto; la “madre tortuga”, aquella que desova en la playa, entierra sus huevos (hijas) y se va, para que una vez terminado el proceso de desarrollo rompan el cascarón y corran al mar, con el riesgo de ser comidos por sus depredadores naturales; la “madre lechuza”, esa que sale de noche dizque a cazar para dar de comer a sus polluelos; la “madre pájaro”, otra que deja a sus polluelos solos en el nido, por horas, para ir a buscar comida; la “madre coneja”, que en cada camada tiene el montón de hijos, etcétera.
Por supuesto, ninguna de estas madres requeriría ayuda psicológica ni psicoanalítica para superar la culpa causada por alguna de estas “aberrantes conductas”, pues todo sería “natural”, lo cual conllevaría la inexistencia de conductas, ¡claro!, aberrantes.
No habría tampoco mujeres en la cárcel por abortar un feto malformado o un hijo no deseado producto de una violación y, en todo caso, cría de un “macho no adecuado” y cuyos genes no fueron elegidos; no habría mujeres mal vistas por salir de noche a buscar recursos para mantener a sus vástagos; no habría mujeres cuestionadas por usar métodos poco convencionales para educar a sus hijos e hijas; no habría mujeres criticadas por dejar que su descendencia se avenga a sus propias fuerzas; no habría mujeres señaladas por tener pocos o muchos hijos, según la exigencia moral, política o económica de la época; no habría mujeres rechazadas por parir niñas en lugar de niños; no habría mujeres culpabilizadas por no tener ni pocas ni muchas crías.
Ahora, si ser madre “no es natural”, ¿qué hace a una madre? Ésta pregunta ha sido respondida desde el enfoque de género, mismo que analiza la relación entre las mujeres y los hombres y la forma en que ambos sexos han sido educados a partir de dos estereotipos construidos culturalmente. Es decir, desde esta visión teórica, “ser mujer” o “ser hombre” responde a dos modelos: el femenino y el masculino, a partir de los cuales se transforman las claras y evidentes diferencias biológicas entre los sexos en desigualdades sociales, mismas que cruzan de manera transversal todos los ámbitos del quehacer humano, incluyendo aquel relacionado con la procreación.
Desde esta óptica, se puede afirmar que las características biológicas de las llamadas “mujeres” son una condición de posibilidad para la procreación, pero no son una condición suficiente para convertirse en “madre”. Esto es, la maternidad es un producto cultural y, por tanto, no natural. Para ser madre se tiene que pasar por todo un proceso de socialización, el cual puede variar de lugar a lugar, de tiempo en tiempo y de cultura a cultura. No varía, sin embargo, la existencia de parámetros para juzgar la diferencia entre una “buena” y una “mala” madre.
¿Qué hace a una buena madre? La respuesta obligada, siguiendo lo aquí expuesto, es que una buena madre se forma a la luz de la necesidad cultural de salvaguardar a la especie, de un conjunto de valores, de expectativas sociales de rol, de cosmovisiones diferenciadas, incluso de intereses políticos o económicos, todo lo cual lleva a sostener que “una buena madre no nace, se hace”.
Si como afirmó Simone de Beauvoir, “no se nace mujer, llega una a serlo”, tampoco se nace madre, cuantimenos se nace siendo una buena madre.
La buena madre, de acuerdo con la construcción cultural más generalizada en nuestros tiempos, “debe ser” amorosa, cuidadora, nutricia, protectora, desprendida, sacrificada, abnegada, capaz de arriesgar e incluso perder el bienestar, la salud y aún la vida por sus hijos e hijas. Una vez fijado el parámetro sólo hay que hacer pasar a todas las madres por este tamiz para saber qué tan buenas o malas son.
Esta visión tan extendida de la

maternidad pasa por alto, no sólo la contradicción entre una visión naturalista y otra culturalista sino, por un lado, la experiencia concreta de ser madre y las muchas maneras de ser buena madre, y por otro, que algunos de los valores asociados a la maternidad, en apariencia positivos, terminan por anular a la mujer como un sujeto con planes, deseos, proyectos, sueños, para inducirla a auto anularse por el bien, primero de sus hijos e hijas, y luego de la familia en general, hasta convertirse en un “ser para los otros”. No existe en este “deber ser” un término medio que permita a la “buena madre” serlo sin, al mismo tiempo, dejar de ser ella misma, una mujer con un proyecto propio más allá de la familia y las labores domésticas.
Con lo anterior, no se pretende desechar aquellos valores que hacen de la maternidad un “bien social”, sino cuestionar que ese “bien social” priorice los intereses de la especie en detrimento del bienestar y desarrollo, físico, moral e intelectual, de las mujeres que han sido, son y serán madres, por imposición o por voluntad propia.
Asimismo, este escrito no tiene la intención oculta de derrumbar los valores que rodean a la maternidad, sino hacer evidente la necesidad de revalorar el ejercicio de ésta a partir de las implicaciones negativas que conlleva para las mujeres, a saber: limitaciones impuestas a su libertad sexual, al derecho a decidir sobre su propio cuerpo, a su voluntad de tener pocos o muchos hijos e hijas, o a no tenerlos, anteponiendo a sus deseos y necesidades los intereses del marido o del Estado, en caso de políticas de control natal, y a su desarrollo personal al encasillarlas dentro del “deber ser” de una maternidad restrictiva.
La propuesta es, pensar a las madres como sujetas (femenino de sujetos) con derechos y no sólo como “sujetas” (conjugación del verbo “sujetar”) con obligaciones. Para esto, se debe considerar al otro “bien social” conocido como “paternidad” en un plano más extenso que aquel que lo asocia básicamente con la protección (generalmente física) y la manutención (generalmente económica) que reduce el papel del padre a “lo importante”. Eso tan importante que de no hacerse convierte al hombre de familia en un “fracasado” que “no sirve para nada”, aunque él, en el mejor de los casos, supla a su compañera, que no “su” mujer, en las labores domésticas y en el cuidado de hijos e hijas.
Si ser madre no es natural, ser padre tampoco lo es. Tanto las mujeres como los hombres han sido socializados para desempeñar un papel predeterminado, por lo que es posible revaluar ambos bienes, la maternidad y la paternidad, restringiendo las limitantes de la primera y ampliando las funciones de la segunda, de manera que mujeres y hombres puedan hacerse cargo de las funciones sociales de la procreación, repartiendo las cargas, al mismo tiempo que disfrutar de las mieles de una maternidad superlativa, que restringe a las mujeres en su desarrollo personal y a los hombres en el desarrollo de sus capacidades afectiva y de cuidado. Por eso, el Día del Padre tiene tan poco peso en comparación con el Día de las Madres, premio de consolación para las mujeres que lo han dejado y dado todo para “ser madres”.
Habrá que atreverse a combinar las funciones de la maternidad con las de la paternidad. ¿Es acaso que a las mujeres que son madres no les gustaría ser a la vez ejecutivas, profesoras, deportistas, científicas, empleadas, secretarias, costureras, sin que eso suponga una doble jornada laboral? y ¿acaso a los hombres que trabajan no les gustaría tener derecho a guardería, permisos por paternidad, días libres de trabajo y con paga para cuidar a sus recién nacid@s? o ¿no le gustaría a muchos hombres quedarse en casa a cargo de las labores domésticas sin que eso suponga una desvalorización de su persona a los ojos de todos y todas? Finalmente ¿no sería deseable para muchos hombres compartir con su compañera y madre de sus hijos las dulzuras de la maternidad como el trato tierno y amoroso a los hijos e hijas, oír su primera palabra, presenciar sus primeros intentos por ponerse en pie y caminar, cambiarles el pañal, bañarlos, consolarlos, besarlos, sin que eso se interprete como falta de hombría?
Para concluir, si ser madre no es natural, las posibilidades creativas para ser una buena madre no dependen de la naturaleza, sino de los valores, la voluntad, la imaginación y las capacidades humanas compartidas, por igual, por mujeres y por hombres. Esto es, un hombre también puede ser “una buena madre” y una mujer “un buen padre”, ¿no lo creen?

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