Por Víctor Flores Olea
El gran problema que vive el país, y por supuesto sus gobernantes, empezando por el Presidente de la República, para que vivamos en un auténtico Estado de Derecho, es que no basta la implantación de nuevas normas sino que es necesario que tales normas se practiquen, se vivan, se apliquen como formas de conducta específica. Y, sobre todo, que se hagan esfuerzos para alcanzar un mínimo de igualdad social, hoy tan abrumadoramente dispar. Sin ello, las buenas intenciones no trascienden y son incapaces de convertirse en vida efectiva, en concreción jurídica, y no en engañifa que terminan por despreciar las mayorías.
Por ello están vinculados la ausencia de un orden jurídico que en verdad se aplique y la impunidad y la corrupción (de personas y entidades públicas), hasta el punto que podemos decir que la persistente práctica de los dos vicios, llevan indefectiblemente a la desigualdad, y entonces a la ingobernabilidad, a la descomposición, a un estado de inestabilidad que fatalmente conducen a la violencia, al desorden y a la mentira, a las traiciones, a los engaños y burlas. Tal descomposición social, como en México hoy, decíamos, por fuerza conducen a la desconfianza, al escepticismo y al rechazo de cualquier orden que provenga de la autoridad. Tal estado de cosas se vive como algo “natural” y resulta entonces muy difícil recuperar la confianza perdida en la autoridad y en sus leyes, ya que han sido motivo de incumplimiento sistemático, de burla y delito. A fuerza de traiciones y engaños se ha llegado a esa situación, que es la antesala del colapso y de la entrada a un Estado fallido en muchos aspectos.
Se dirá que es prácticamente imposible la aplicación estricta de las leyes sin impunidad, corrupciones o violaciones frecuentes a las mismas. Sí, es imposible salvo que la repetición cotidiana e histórica de la violación de la ley conduce a situaciones límite, a condiciones de crisis permanente y a situaciones de inestabilidad que tienden a profundizarse y no a corregirse por sí mismas.
Tal situación es precisamente el origen de la crisis profunda que vivimos: es una de sus causas y uno de sus aspectos más preocupantes y negativos. Descomposición de conductas que hoy lamentamos por su repetición extendida, sobre todo en la esfera pública, pero también en lo privado y excesivamente en el tiempo, es decir, en lo histórico, en el largo plazo y no solo en la inmediatez del ayer. Lo anterior nos lleva a decir que la crisis es la acumulación de crímenes en la historia, y que lo ocurrido en las últimas semanas y meses es sólo la gota que derrama un vaso ya muy cargado de fraudes, engaños, corrupciones y conductas reprobables. Y tal es seguramente uno de sus aspectos más difíciles de resolver, porque no es sencillo darle la vuelta a una página que se ha afianzado tan fuertemente en el tiempo.
Ayer fue Ayonzinapa, pero antes fue Aguas Blancas, y todavía atrás Acteal y antes el jueves de Corpus, y todavía antes la matanza del 68 en Tlatelolco. Y para rematar la Casa Blanca de las Lomas. Bastan estas muestras de un rosario de decisiones de sangre y dictatoriales en el cual han sido víctimas sobre todo jóvenes mexicanos, jóvenes que no vivieron su vida, jóvenes con vidas truncadas que apenas pudieron asomarse a ese milagro extraordinario de la vida, no por su incapacidad sino por el designio de quienes tienen y mandan a sus brazos armados, a quienes se sienten con la capacidad y casi casi con el derecho de decidir sobre otras vidas, en un delirio de barbarie absolutamente condenable. Orgías de sangre que han quedado esencialmente sin castigo y sin la carga recíproca que ordena una ley que no se cumple. Culpables refugiados en la impunidad que los ha hecho intocables, pero que ahora son exhibidos por el pueblo entero marchando y expresando su indignación y dolor, por un pueblo manifestando que no se ha olvidado de las heridas abiertas a su dignidad y que ahora exige no solo reparación, sino el cambio de un Estado de violencia a un Estado de paz y justicia, en el que no sólo no se tolere el asesinato y la mentira, sino en el que se destierren las desigualdades abismales y en el que prive la igualdad y la justicia.
Por eso yerra lamentablemente Peña Nieto cuando insiste en que no se apartará del esquema de país ya formulado, de su proyecto ya puesto en marcha, cuando precisamente la gran bronca actual es que el país entero, con sus masivas, inacabables manifestaciones, precisamente lo que pide y exige es que no quiere más de lo mismo, no sólo que haya una autoridad digna de ese nombre, sin impunidad ni corrupción, sino que se modifique y cambie el modelo de sociedad establecido, que es la matriz de la corrupción, la impunidad y la injusticia, que nos ha llevado a esta crisis sin retorno. Con sus palabras Peña Nieto muestra una vez más, de la manera más patética, que el quiebre del país es precisamente por el modelo de sociedad que se ha impuesto ya hace varias décadas, problema que le ha pasado de noche al Presidente de la República.
No, no es solamente Ayonzinapa y Tlataya, sino el neoliberalismo que insiste en imponer Enrique Peña Nieto, la causa profunda de la crisis y rebelión que vive a gritos y desfiles el país, y que el Presidente ni ve ni escucha. ¡Es la desigualdad en todos los órdenes, estúpido!, y mientras se persista neciamente en la misma dirección se profundizará la crisis y probablemente cobre perfiles cada vez más violentos. Sí, rechazo total a la impunidad y a la corrupción, pero sobre todos rechazo (“¡ya nos cansamos!”) a las desigualdades abismales que vive el país. Precisamente, si no se cambia de modelo social y de guía, que no nos sorprenda el choque de trenes que se avecina.