Cada día las reacciones del gobierno federal son más generadoras de incredulidad que sus ya muy identificadas “cortinas de humo”; la última de ellas arrojó que con bombo y platillos se anunciara la promulgación de la reforma que da vida del Sistema Nacional Anticorrupción con la pretensión de que se quede en el tintero el asunto de Tanhuato, todo lo que está detrás y que daña, obviamente, al círculo más íntimo de Peña Nieto. Lo dicho en cuanto a los puntos más sobresalientes de lo firmado no es sino una muestra de desesperación ya que el reconocimiento público no solo del lugar que ocupa México en las medidas de corrupción, mismo que es vergonzoso, habló de la incredulidad y de su propósito de combatirla. Nos preguntamos ¿con cuales armas? ¿con las de las mentiras sobre la situación económica, sobre la seguridad, sobre los empleos, sobre la realización de masacres que intentan ocultar?
La única forma eficiente de que en México se elimine la corrupción y se combate la impunidad es a través de una gran purga de su clase política. La podredumbre ha invadido todas las esferas de la administración pública en sus tres niveles y se ha extendido hasta el sector privado. El Estado mexicano no podrá salvarse si no se aplican estrictos programas anticorrupción que deriven verdaderamente en detenciones –y no sólo venganzas políticas- de políticos encumbrados y poderosos empresarios coludidos y hasta ligados con el crimen organizado, y se realicen procesos judiciales relevantes que pongan en el banquillo del ministerio público a los responsables de fraudes al sector público, que han permitido a pequeñas pandillas un enriquecimiento extraordinario.
Los casos de los gobernadores de Nuevo León, Rodrigo Medina, y de Sonora, Guillermo Padrés, son ilustrativos y podrían ser los primeros procesados por el nuevo sistema, sin que ello signifique darle carpetazo a tantos ejemplos de corrupción que existen en el país, que se han registrado y de los que, incluso, se han aportado pruebas no solo proporcionadas por partidos políticos sino por ciudadanos preocupados por la situación que priva y por la forma en la que día con día van endeudando a sus respectivos Estados, con todo lo que ello implica, entre otros la paralización económica y la cancelación de obras públicas.
Simular que se combate la corrupción, aunque sea en los bueyes de mi compadre, no llevará ningún resultado relevante, solo revolverá las cosas para dejarlas exactamente iguales. Se trata de otro engaño más al pueblo de México, que observa la impunidad de sus gobernantes, aunque hayan sido exhibidos en una riqueza sólo explicable por el tráfico de influencias, el pago de diezmos y cuotas y ligas con el crimen organizado; que observa perpleja como se llevan a cabo negociaciones entre partidos y fracciones políticas en el Congreso para sacar adelante reformas y leyes que sólo benefician a pequeños grupos monopólicos. Se requieren instituciones sólidas, fiscales autónomos, investigaciones a fondo, procesamiento de casos de corrupción sin presiones políticas, detenciones, encarcelamientos, en una palabra, aplicación estricta de la ley.
Lo demás es sólo show mediático. Con toda la escenografía teatral a que nos tienen acostumbrados las últimas administraciones federales, el miércoles pasado el presidente Enrique Peña Nieto promulgó la reforma constitucional que creará el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), el cual en teoría pretende enfrentar el flagelo de la impunidad en todos los sectores de la sociedad. En el acto casi pasa por alto que a esta promulgación sigue la elaboración y dictamen de cinco leyes que reglamenten los 14 cambios a la Constitución. El Congreso habrá de debatirlos a partir del próximo mes de septiembre, lo cual lleva a que tales medidas empiecen a aplicarse –si realmente se quiere- dentro de varios meses, hasta que se tengan listas las leyes secundarias.
Durante el acto protocolario para la televisión en la residencia oficial de Los Pinos, un actor no invitado fue la incredulidad generalizada en torno a la capacidad del Estado mexicano para combatir la corrupción, hecho que reconoció el propio mandatario. Dicha desconfianza no es gratuita, toda vez que el año pasado, según el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, México obtuvo una calificación de apenas 35 en una escala de 0 a 100, la misma que hace 20 años, ubicándose en el lugar 103 entre 175 naciones. Además, tan sólo en las últimas semanas al calor de la batalla electoral, varios gobernantes han sido exhibidos en su riqueza desmesurada y de su familia, sin que pase nada, sin que sean llamados a cuentas, sin que se les toque ni con el pétalo de un citatorio judicial.
Al Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) aún le faltan muchas piezas para quedar completo y realmente poder operar. Sólo se han delineado los ejes de su funcionamiento: “coordinará a las autoridades locales y federales; ampliará las facultades de fiscalización de la Auditoria Superior de la Federación (ASF); se innovará el esquema de justicia administrativa con la creación del Tribunal de Justicia Administrativa; se fortalecerá la corresponsabilidad entre los poderes públicos para combatir la corrupción, y se establece la hoja de ruta para la elaboración de la legislación reglamentaria”. Es decir, hasta ahora puros buenos deseos.
De nada sirve que se habla de más y más involucrados en la fiscalización de los recursos públicos si no se les dota de los dientes para poder presentar denuncias y éstas, como debe ser, respaldadas con todas las pruebas que, durante las revisiones se reúnen. El caso más notable es el de la propia Auditoria Superior de la Federación a la cual ahora se dice que se le faculta para que revise los fondos federales que se entregan a los municipios y a las Entidades y ¿qué?.
Los reportes que han entregado desde hace varios años y que se significan por la valentía con la que se refieren a los gastos excesivos, a los desvíos presupuestales que se ordenan desde la Presidencia o cuando se rebasan los presupuestos autorizados no han tenido hasta nuestros días ninguna repercusión, ni para los que han encabezado al Poder Ejecutivo Federal ni para los gobernadores y menos aún para otros funcionarios públicos a los cuales solo se les castiga con una exhibición mediática que dura no más de 48 horas.