“El poder civil se ha rendido ante las fuerzas armadas”, no es una frase retórica que pretenda causar notoriedad ni provocar cientos o miles de “likes”, es una preocupación nacida después de dos sexenios en que la estrategia de seguridad pública o “interior”, como se pretende llamar ahora, no ha dado los resultados esperados.
El mismo general Salvador Cienfuegos Zepeda, titular de la Secretaria de la Defensa Nacional, ha manifestado públicamente la insatisfacción y preocupación que causa el desgaste a que ha sido sometido el Ejército Mexicano, al que se han asignado funciones de seguridad pública que no le corresponden. A su vez, criticó que en diez años no se haya preparado adecuadamente a las policías, estatales y municipales, como se prometió y que el nuevo Sistema Penal Acusatorio, tampoco opere adecuadamente para no dejar salir a los delincuentes que le son entregados.
Las críticas de la opinión pública y la desconfianza que ha generado en la población la actuación del Ejército, ha provocado que los soldados ya estén pensando si es mejor que los procesemos por no obedecer que por ser acusados de violaciones a derechos humanos al momento de cumplir una orden, dijo el general, y todo esto porque se está desnaturalizando su función.
En este sentido, Revolución TRESPUNTOCERO recuperó las denuncias de Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC), que durante el X Encuentro de Organizaciones que Acompañan a Familiares de Personas Desaparecidas argumentaron que “la estadía de militares y marinos en las calles del país, no sólo no ha ayudado a disminuir los niveles de inseguridad, además han sido relacionados con graves violaciones a los derechos humanos, que quedan impunes”.
Así, a pesar del disgusto expresado por el secretario en varias ocasiones y de las críticas de la opinión pública, Enrique Peña Nieto y sus asesores se empeñan en continuar con un plan, si es que alguna vez lo hubo, que ha provocado 186 mil 297 asesinados entre diciembre del 2006 y diciembre del 2015, de los cuales Calderón registró en su Gobierno 122 mil 462 asesinatos y Peña Nieto 63 mil 835 en tres años (2013, 2014 y 2015), de acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). A esto habrá que sumar 27, 659 desaparecidos durante el mismo periodo; 4000 denuncias, sólo por tortura, revisadas por la Procuraduría General de la República (PGR) desde 2006, de las cuales solo 15 han terminado con una condena; ejecuciones extrajudiciales, una letalidad abrumadora que lleva a los militares, de manera desproporcionada, a tener pocas bajas contra los muchos muertos del otro bando.
Por supuesto, a las cifras anteriores hay que añadir las que de este año y como muestra Héctor De Mauleón, en su artículo “La década de las fosas”, sostiene que el Grupo Vida encontró cerca de 1000 restos humanos, en tan sólo un mes de búsqueda, en el Ejido El Patrocinio, en San Pedro de las Colonias, en el estado de Coahuila.
La insistencia del gobierno federal por depender de las fuerzas armadas en el combate al narcotráfico y la delincuencia organizada no habla sólo de la debilidad de la presidencia como institución, del fortalecimiento de poderes fácticos como el narco, de la falta de estrategias claras y asesoría adecuada, sino que apunta al abandono de una enseñanza histórica de acuerdo con la cual: cuando el poder civil se debilita, el Ejército tiende a ocupar su lugar, ante la necesidad de “meter al orden” a todos aquellos grupos que atentan contra la estabilidad política y la seguridad nacional, incluidos los civiles. El resultado es bien sabido, una dictadura militar con todo lo que eso conlleva: represión, supresión de libertades, imposición de proyectos de gobierno, etcétera.
¿Es esto lo que Calderón y Peña han buscado o no alcanzan a dimensionar las consecuencias de tales acciones? O, en última instancia, no les importa, ignorando que durante más de un siglo el Ejército Mexicano ha desempeñado un papel fundamental en la historia de México. Primero, durante buena parte del siglo XIX, impuso a los civiles su visión sobre la forma en que la nueva sociedad debía ser gobernada, presidentes iban y venían bajo la anuencia de un poder que se mostró incontestado por más de medio siglo.
Segundo, ya en pleno siglo XX, una vez terminada la Revolución Mexicana, los primeros generales que gobernaron al país, Álvaro Obregón de manera importante, y su nuevo Estado, comprendieron la necesidad de que las fuerzas armadas se subordinaran al mando de los gobiernos civiles. Lo anterior dio a México poco más de setenta años de estabilidad política.
Pero, el sexenio pasado, el de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, ese cuya esposa, Margarita Zavala, pretende ser presidenta de la República, bajo la promesa de volver el Ejército a sus cuarteles, pero sin decir cómo ni cuándo, se rompió esa regla de oro. Calderón, buscando una legitimidad puesta en duda en un proceso electoral manchado por la sombra del fraude, en el que ganó según él mismo “haiga sido como haiga sido”, sacó al Ejército a la calle y lo enfrentó, sin una estrategia clara, a los cárteles de la droga y la delincuencia organizada.
Durante el presente sexenio y a pesar de la evidencia que indica que esa estrategia no era ni es la adecuada, pues ha convertido al país en un “cementerio lleno de fosas clandestinas”, a decir de De Mauléon, la autoridad civil insiste en dejar en manos de los militares, a los que tanto Peña como Calderón han aumentado presupuestos y privilegios y han protegido ante reiteradas acusaciones de violaciones a los derechos humanos, labores para las que no están preparados.
Si mediante la Ley de Seguridad Interior, propuesta por el PRI, se pretende no sólo regular la actuación de las fuerzas armadas en labores policiacas, sino aumentar sus facultades a la hora de cumplir dichas tareas, permitiéndoles, entre otras cosas, “hacer uso de cualquier método de recolección de información”, no queda más que pensar que, dada su incapacidad: “El poder civil se ha rendido ante las fuerzas armadas”.