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De la farsa histórica a la coyuntura histórica

Quienes nunca estuvieron de acuerdo con esta “verdad histórica” tenían razón. 

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Casi ocho años y un cambio de régimen fueron necesarios para empezar a desenredar la maraña de complicidades, quebrar los pactos de silencio, disipar la niebla de falsedades, ordenar el caos informativo disperso, que crecieron como bola de nieve o, mejor dicho, como bola de lodo y sangre, ahogando cualquier intento de acceso a la justicia para las víctimas de ese fatídico 26 de septiembre de 2014 en Guerrero. 

Dos estudiantes normalistas, Julio César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo, murieron por disparos de armas de fuego. Otro más, Julio César Mondragón Fontes, fue torturado y desollado vivo, falleciendo desangrado a menos de 500 metros del C4 como se conoce al Centro de Inteligencia y espionaje policíaco-militar de Iguala. Aldo Gutiérrez Solano fue el primer normalista de Ayotzinapa que esa noche recibió un balazo por parte de la policía de Iguala en la avenida Álvarez; pero no murió, cayó en coma. 43 estudiantes desaparecieron y no se volvió a saber de ellos.  La investigación de su paradero se encargó a Jesús Murillo Karam y Arely Gómez, procuradores generales de la república y a Tomás Zerón al frente de la Agencia de Investigación Criminal. 

El 27 de enero de 2015, Murillo Karam presentó la “verdad histórica” del caso: los desaparecidos fueron entregados aquella noche por policías municipales al grupo criminal Guerreros Unidos porque los confundieron con integrantes de los Rojos, una banda rival, y los asesinaron para después incinerar sus cuerpos en una gran pira de varias horas de duración en el basurero municipal de Cocula, Guerrero, y luego triturarlos y arrojarlos al Río San Juan. Se apuntó que los estudiantes no habían acudido a Iguala por los autobuses, sino que su propósito era boicotear un acto de María de los Ángeles Pineda Villa, esposa del entonces alcalde de la localidad José Luis Abarca Velázquez. Estos dos últimos se encuentran en prisión acusados por el entonces procurador de estar detrás de la desaparición de los estudiantes y colaborar con las organizaciones criminales. 

En 2016, J. Tadeo escribió en un artículo que “desde que el gobierno mexicano dio a conocer esta «verdad histórica» el término ha sido fustigado por la opinión pública, sin poner atención a que se trata de una descripción técnico-jurídica de uso cotidiano en tribunales para referirse a la meta del Ministerio Público de indagar y describir lo acontecido en hechos relevantes al derecho penal. No es un adjetivo que califique la investigación como una verdad absoluta”. En realidad, en el contexto judicial, sabiendo lo difícil que es conocer y, mucho más, probar, la verdad histórica, lo que se emplea como fórmula común es la “verdad formal” o “verdad procesal”, es decir, la “verdad del expediente”. Murillo Karam se comportó autoritariamente torpe al darle visos de verdad absoluta, concluida y cerrada a lo que no lo era ni siquiera en términos de la práctica jurídica.  

Efectivamente, la verdad absoluta en el sentido de irrefutable, incontrastable, no verificable y aceptada iuris et jure (que no acepta prueba en contrario) no existe como tal, a menos que se adopte con fines didácticos (como una verdad provisoria) o se tome como ‘verdadera’ en un contexto determinado, en el entendido de que fuera de dicho contexto, esa verdad absoluta se diluye y hasta se desvanece. En el proceso penal, como explica el jurista Juan Carlos Ustarroz, surge una limitación doble en la determinación de la verdad dado que el objeto a conocer es un hecho que ocurrió en el pasado; por una parte, surgen limitaciones internas del proceso como la existencia de pruebas que nos hablen del objeto por conocer y las reglas que limitan la entrada de tales pruebas al proceso; y, por otro lado, hay limitaciones externas al proceso mismo que se basan en las limitaciones propias de los operadores (el acusador, la defensa, el juez), quienes están condicionados por las estructuras mentales y lógicas del pensamiento natural. Los prejuicios, la falsa conciencia y demás maneras de representar el objeto forman parte de estas limitaciones.

Sin embargo, sí existe una distinción muy clara entre verdad procesal y verdad histórica. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha declarado que: “el proceso es un medio para realizar la justicia y ésta no puede ser sacrificada en aras de meras formalidades, ya que ello afecta la seguridad jurídica y el equilibrio procesal entre las partes. En su actuación y en sus decisiones, quienes están encargados de la procuración de justicia deben guiarse no por la búsqueda y fijación de una verdad procesal, establecida formalmente, sino por la búsqueda de una verdad histórica, determinada conforme a la manera en que efectivamente sucedieron los hechos que configuran la violación de los derechos. Estos hechos hacen referencia tanto a los hechos establecidos en el marco de la argumentación jurídica -que es propia de este espacio de razones- como a los hechos detrás de los hechos”. Conocer la verdad o saber la verdad es, en el sistema normativo de
los derechos humanos, un derecho. Las personas tienen derecho a la verdad o
a saber lo que ocurrió.

“No se trata sólo del derecho individual que toda víctima o sus familiares tienen a saber lo que ocurrió, que es el derecho a la verdad. El derecho a saber es
también un derecho colectivo que hunde sus raíces en la historia, para evitar
que las violaciones puedan reproducirse en el futuro. Como contrapartida, al
Estado le incumbe el “deber de recordar”, a fin de protegerse contra esas
tergiversaciones de la historia que llevan por nombre revisionismo y
negacionismo; en efecto, el conocimiento por un pueblo de la historia de su
opresión forma parte de su patrimonio y debe por ello conservarse” (Louis Jounet). En otras palabras, la verdad histórica, como término jurídico, consiste en establecer con la mayor aproximación posible lo que realmente sucedió. 

Amplios y variados sectores de la población, incluyendo por supuesto a los familiares de las víctimas, desconfiaron desde el principio de la “verdad histórica” presentada por el gobierno de Peña Nieto. El Grupo Independiente de Expertos Internacionales (GIEI), que durante casi dos años analizó el expediente del caso y realizó su propia investigación, desestimó esta versión. Amnistía Internacional consideró que la “verdad histórica” no había “atendido adecuadamente la línea de investigación”, demostrando la existencia de “una enorme red de complicidades que involucran a autoridades en todos los niveles del Estado mexicano”. 

No podía ser para menos. Contradicciones, declaraciones distintas de los responsables del caso, hechos confusos, afirmaciones de autoridades que eran refutadas al día siguiente con mayor coherencia lógica por investigadores independientes, estudiantes sobrevivientes o, incluso, el sentido común de las personas.  Exactamente lo mismo que presenciamos recientemente con la muerte de Debanhi Escobar en Nuevo León. 

Quienes nunca estuvieron de acuerdo con esta “verdad histórica” tenían razón. 

El 3 de diciembre de 2018, a sólo dos días de asumir la presidencia, Andrés Manuel López Obrador emitió el primer decreto de su gobierno a fin de crear la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa y señaló: “con este decreto se ordena a todo el gobierno, en lo que corresponde al poder Ejecutivo, para que se preste todo el apoyo a ustedes, a la comisión que se va a integrar, para llegar a la verdad. Todo el gobierno va a ayudar en este propósito y les aseguro que no habrá impunidad, ni en este caso tan triste, doloroso, ni en ningún otro”.

El jueves 18 de agosto de 2022, Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, presentó el informe elaborado por esta Comisión, y declaró que después de la exhaustiva investigación llevada a cabo durante más de tres años no había indicios de que alguno de los normalistas desaparecidos estuviera vivo. 

Después de la recopilación, la sistematización y el análisis de 41,168 documentos; información solicitada por el presidente de México a la vicepresidenta de Estados Unidos sobre la intervención de comunicaciones de Guerreros Unidos en ese país durante los días de los hechos; 50 videos provenientes del Centro Nacional de Inteligencia; 17 mil 20 audios y transcripciones del seguimiento de 133 sujetos; archivos militares de la Secretaría de la Defensa; 87 millones -sí, 87 millones- de llamadas, mensajes de texto y conexiones a internet, etc., ¿qué se sabe?: que la verdad histórica es una monumental mentira, al igual que muchos de los rumores y supuestas filtraciones que los medios y sus intelectuales y periodistas estrella se encargaron de difundir para complicar y confundir más todo…como siempre. 

Ni los estudiantes iban a boicotear el informe de labores de la esposa del alcalde de Iguala (sino que fueron a esa localidad a tomar autobuses para trasladarse a la Ciudad de México el 2 de octubre porque no pudieron hacerlo en otros lugares como Chilpancingo) ni estuvieron juntos, sino que fueron entregados a grupos criminales distintos, por lo que tanto la trama de la pira en el basurero de Cocula como las pruebas ahí encontradas fueron fabricadas. Ninguno de los muchachos mantuvo comunicación con los criminales, así que lo que se insinuó sobre su vínculo delincuencial no se sostiene. Un testigo declaró que un pequeño grupo de estudiantes fueron retenidos durante cuatro días después de la desaparición. El ejército había infiltrado entre los estudiantes a uno de sus elementos, pero, aunque se mantuvo al tanto de lo que estaba sucediendo, no hizo nada por salvarlo ni a él ni a los otros. 

En suma, el informe de Murillo Karam no contenía ni un asomo de verdad histórica y la verdad procesal, es decir, la verdad que se puede probar, estuvo completamente contaminada desde su origen. 

Más allá de saber cuál fue el destino final de los estudiantes, así como la combinación de razones y sinrazones que se conjuntaron para que sucediera este crimen, lo más trascendente del informe presentado sobre el caso radica en la develación de la maquinaria estatal puesta en marcha para negar el acceso a la justicia a las víctimas, a sus familiares y a la sociedad.  Se requirió una ingente cantidad de recursos humanos y financieros para ir eliminando todos los obstáculos que se colocaron a fin de encubrir la actuación por comisión y omisión de las policías municipal, estatal, federal; del ejército; de las procuradurías; de los centros de inteligencia; del poder judicial. 

Jorge Zepeda Patterson cuestiona en su artículo “La duda histórica” la elección del término “crimen de estado” utilizado por Encinas porque “no se trata de un delito tipificado en el código penal, es decir, no hay una razón jurídica para invocarlo, sino política o, en el mejor de los casos, descriptiva”. Una Comisión para la Verdad no es una Fiscalía y, mucho menos, un Tribunal; por lo tanto, no tiene ninguna obligación de precisión jurídica estricta ni aplicación de tipos penales rígidos.  Al contrario, está perfectamente de acuerdo con su esencia utilizar conceptos políticos; toda la trama de complicidades que arroja la investigación justifica plenamente el empleo de esa expresión. Se trató de un crimen, de un delito gravísimo integrado por varias fases. La omisión, el encubrimiento, la fabricación de pruebas son elementos fundamentales en ese crimen. Y tan bien lo sabe Zepeda Patterson que después lo señala en su mismo artículo, aunque recriminándole al subsecretario de gobernación que no lo precisara más. Un reproche ocioso e inútil. 

Porque sí, sí fue un crimen de Estado, entendiéndose como “Estado” no a la administración o al gobierno en turno, sino a la entidad con el monopolio legítimo de la fuerza sobre un territorio y que está integrada por estructuras e instituciones (poder ejecutivo, poder judicial, poder legislativo) que generan políticas y las aplican sobre la población. El informe contiene una sección en la que se describen las diversas formas (legales e ilegales) mediante las cuales el Poder Judicial de la Federación operó para obstaculizar la investigación y la impartición de justicia como, por ejemplo, radicación de los procesos judiciales en siete juzgados distintos de siete entidades del país y en dos sistemas procesales distintos (sistema inquisitivo y sistema acusatorio), fragmentando el proceso judicial; establecimiento de criterios discrecionales y diferenciados de los jueces en la interpretación de los hechos y de la ley; propiciamiento de trabas burocráticas y administrativas, prolongando los procesos, en demérito de los derechos de las víctimas; liberación de presuntos responsables de la desaparición por haber sido torturados, pero sin dar vista al Ministerio Público, ni señalar o investigar a quienes realizaron las torturas; liberación sospechosa de la radio operadora en el C4 en iguala la noche de los hechos. Extraña y desafortunadamente no he podido encontrar a ningún medio ni analista que destaque la participación de los jueces en este entramado con la misma indignación y énfasis que cuando se refieren al poder ejecutivo, como Lorenzo Meyer, quien de manera muy elemental en su artículo “Y sí, fue el (viejo) Estado”, expresa: “Del crimen de Iguala puede y debe surgir algo positivo: la regeneración de piezas clave del aparato gubernamental —mandos de las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia, las fiscalías, las policías— y debe también hacer efectiva la rendición de cuentas de la persona al frente responsable del mal ejercicio del poder público en esa coyuntura: Enrique Peña Nieto”. Aquí, a diferencia de Patterson, confunde Estado con gobierno, pues no alude ni con una letra a ese poder judicial que participó activamente en el crimen. De tal suerte, el “viejo” Estado nunca podrá morir, pues partes fundamentales del mismo seguirán podridas, pero causando mucho daño cual zombis si la sociedad ni les reclama ni les exige rendir cuentas ni las sanciona. 

Atravesamos como país una conjunción favorabilísima y muy rara: un presidente con profunda vocación social, totalmente volcado al bienestar de la mayoría de la población y decidido, en la mayor medida posible, a hacer más público lo público; una gran confianza por parte de sus gobernados, no por motivos de propaganda, sino por los resultados que ha arrojado; unos medios nacionales e internacionales en su contra que vigilan con lupa cada uno de sus actos y sus decisiones, así como los de sus colaboradores, lo cual ocasiona que la gente se mantenga más atenta y exigente. Sin embargo, no sucede lo mismo en los niveles estatal y municipal, ni tampoco con los poderes legislativo y judicial. Es indispensable encontrar e implementar mecanismos legales que permitan una transformación radical de policías, fiscalías y jueces, a fin de que este crimen y el informe histórico obtenido permitan reducir delitos tan graves y hacer posible el acceso a la justicia para todas las capas de la sociedad en todos los rincones del territorio. No es ético ni materialmente posible que los casos ocupen tantos recursos y tanto tiempo para apenas empezar a esclarecerse. El gobierno federal no puede atraer todos los asuntos. Debe existir un diseño institucional que a cada uno de los habitantes de este país le brinde la seguridad de que está protegido y de que si sufre alguna injusticia, todas las estructuras e instituciones del Estado existen para apoyarlo y procurarle justicia y no para obstaculizarla ni negársela.  

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