Recientemente se llevó a cabo la reunión de las élites mundiales en Davos, Suiza. Este encuentro se caracteriza por expresar las preocupaciones de este grupo que se encuentra sistemáticamente encima del 99% de la población tomando decisiones oligárquicas (es decir, profundamente antidemocráticas) que intentan por todos los medios preservar el poder económico adquirido desde mediados del siglo XX al término de la Segunda Guerra Mundial.
Lo paradójico de esta reunión es que las conclusiones no son halagüeñas, lo que significa un reconocimiento de que su gestión no ha sido satisfactoria para estos efectos, ni siquiera teniendo a su disposición instituciones, poder mediático, arquitectura financiera y fuerza militar. Pero lo que en realidad ocurre y no se reconoce es que la actual policrisis es el resultado del éxito de su gestión. La desigualdad no solo es un “número desequilibrado” sino el síntoma de una enfermedad grave.
Por otro lado, la conciencia económica tradicional busca en automático hacer pasar la recuperación de los ciclos económicos como si esto significara un beneficio intrínseco para la población, pero tampoco es así. La historia del capital nos ha enseñado que aún cuando signos positivos se presentan en el horizonte, las élites son las que disponen de la jerarquía para apropiarse de los beneficios. Esa es la historia de la gran concentración de la riqueza y la masificación de la pobreza.
Por ello es por lo que es necesario amplificar los criterios y adherir a la conciencia económica la conciencia histórica y política de no solo buscar la recuperación sino la transformación de las relaciones de propiedad que se expresan en todo el entramado jurídico, legal e institucional de la actividad económica humana. Cada crisis es un llamado a la reestructuración del pacto social.
El siglo XXI no ha parado de expresar una situación de crisis sistémica en todos los niveles de la reproducción social, ya sea por vía financiera, comercial o productiva, pero sin menospreciar el fuerte efecto en las relaciones sociales que hoy se presentan insensibles ante los sufrimientos de lo humano, pero también ciegas e impotentes frente a la degradación del mundo vital natural.
Es por ello, fundamental que los movimientos políticos como la cuarta transformación se presenten como fuerzas de transición a escala civilizatoria. La crisis del capital ya no es momentánea sino crónica por lo que la única posibilidad de salir adelante tiene que ver con transformar la genética del pacto social y económico. Para ello es necesario abandonar la cosmovisión desarrollista y entablar nuevos criterios solidarios de reconformación del mundo de la vida y sus diversas posibilidades para renacer de entre las cenizas del incendio capitalista.
Si bien todavía falta tiempo para finalizar el actual sexenio es importante que comencemos a prefigurar los derroteros de continuidad. De hecho, toda vez que la cuarta transformación es un cambio de régimen, es necesario que constantemente se estén revisando los horizontes a mediano y largo plazo, entre los que se incluyen precisamente las soluciones definitivas a los problemas económicos de la historia que nos toca vivir. Dejemos de pensar en los ciclos económicos como automatismos abstractos, dejemos de pensar la economía como una máquina tecnocrática y asumamos el destino de nuestra transformación.