Cuando no tiene llamado, casting o entrevista, Roberto Cázares se refugia en la casa que fuera de su abuelo, en Bustamante, Nuevo León. Recorre la montaña y sus ríos en cuatrimoto. Carga una hielera con cerveza, vuelve, prende el carbón y asa algunos pellejos. No necesita más. Hace poco su carrera como actor despegó, por fin, con “Sierra Madre: Prohibido pasar”, la serie de HBO Max/Warner que exhibe el elitismo de San Pedro, el municipio más caro de América Latina, y la espiral de violencia que desató el gobierno de Calderón.
“Retrata el Nuevo León dantesco de esa época, de ese sexenio. Muchos acontecimientos que marcaron a la sociedad y que hasta la fecha tocan heridas muy sensibles, (sumado a) la diferencia abismal entre sectores económicos, como es San Pedro y Santa Catarina”, comenta.
Roberto descubrió el teatro, o el teatro lo descubrió a él —según corrige— a los siete años. O quizá mucho antes, pues sus papás se enamoraron en el grupo de Teatro Universitario que fuera pionero en Monterrey, aunque profesionalmente se dedicaron a la medicina y al comercio, respectivamente.
“Al ser hijo único, mis padres me inscribían a diversas actividades extracurriculares. Me llevaban al futbol, al beisbol, a natación; un montón de deportes para ver dónde me podía acomodar y desarrollar”, relata en entrevista.
Su tía Petty Maldonado dirigía un taller de sensibilización teatral para niños y adolescentes en la Escuela de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. “Me acuerdo que me divertí mucho desde el primer día (…) Esperaba con ansias que llegara el sábado para ir a jugar y crear historias con los compañeros”.
Así pasaron once años, mientras se enrolaba con el gremio teatral regiomontano, participando en sus primeros encuentros y festivales, e incluso viajando a Cuba y EE.UU. Fuera del escenario, en las aulas de la secundaria, en el limbo de la pubertad, Roberto no se hallaba. El teatro se volvió refugio: “ahí podía ser yo, podía ser libre”. Todo partía de algo llamado el “juego dramático”, donde se expandían las posibilidades para la improvisación, la desinhibición, los ejercicios de confianza y la sensibilización.
Terminó la preparatoria y se enfrentó al dilema de elegir carrera, tentado por Ciencias de la Comunicación, aunque sin convencerse del todo. “Un montón de cosas influyen, el entorno donde nacimos, donde vivimos”. Era el arranque de milenio y la globalización exigía competencia voraz y consumo desalmado. Lo arrinconaba un entorno industrial, elitista, “una tierra árida para las artes… hasta la fecha”.
—Lo que a ti te guste —le dijo su papá—. Que mañana no sientas que es un trabajo. Si vas a ser arquitecto, sé el mejor arquitecto. El mejor barrendero. El mejor actor.
“Mi casa siempre estuvo permeada por las artes: papá con la música clásica y la lectura; mamá con el baile y el folclor regional. Siempre estaban las artes de alguna o de otra manera cerca”.
Se inscribió a la Licenciatura en Arte Teatral de la Facultad de Artes Escénicas (FAE), donde se reencontró con algunos maestros y desde el primer semestre fue invitado a participar en un montaje independiente, con alumnos de la generación vecina.
“Camino a la inmortalidad” fue mi ópera prima en la que coincidimos, en el naciente grupo Teatroexperimento. Yo me animé a escribir y dirigir mientras que él y otro par de estudiantes confiaron en el proyecto. Nos presentábamos cada jueves y sábado en el Café Trece Lunas del Barrio Antiguo, cobrando veinte pesos la entrada. Con esa obra terminamos viajando a Holguín, Cuba, y nos presentamos en la Fiesta de la Cultura Iberoamericana.
“Para mí siempre fue importante combinar el estudio y el trabajo”, cuenta Roberto. “La dinámica de buscar empleo, la oferta-demanda en las artes no funciona como en las otras carreras o profesiones”.
Luego vinieron proyectos como “Su sombra en reconstrucción” y “Nota sin título”, esta última por los tiempos en que él se graduara. Surgió la opción de llevarla al Foro La Gruta, en el Centro Cultural Helénico de la Ciudad de México y se dio “la primera probadita de la capital”, rememora. Se rompió el cascarón.
En paralelo iniciaba un proyecto con Renán Moreno, el cual llegaría a tener 250 representaciones. Se repartía media semana en una ciudad y media semana en otra, mientras sus colegas le hacían burla por inmiscuirse en el llamado “teatro comercial”.
“Allí encontré esa fortuna de que sí se podía vivir de esto. Ingenuamente dije: ‘ya la hice’. Era un sueldo muy digno y me daba la oportunidad de hacer otras cosas entre semana (…) A la par, hacía teatro empresarial con el maestro Javier Sancho Tovar y estaba en otras producciones del ámbito cultural, con el maestro Luis Martín, entre otros”.
En 2014 decidió “cruzar el charco” y estudiar un máster de actuación cinematográfica en España, gracias al colchoncito que había juntado y a otro colchoncito que la familia juntó para apoyarlo. Además, se organizó una función de despedida, a beneficencia para el boleto de avión, de la obra “Ñaque, o de piojos y actores”, de José Sanchis Sinisterra, en la que actuaba junto a Marco Polo y co-dirigía. “Una oda al actor, una oda al oficio del quehacer teatral”, homenajeando para colmo el siglo de oro de aquel país al que viajaba.
“Cuando me fui, el maestro Luis Martín me dijo que sí, me iba a estudiar una maestría, pero que en realidad me iba a estudiar la vida. Y fue así (…) Me topé con pared, me reconcilié conmigo mismo como actor, abracé mis inseguridades, trabajé sobre ellas, tuve muy buenos maestros (…) Hasta la fecha mantengo esa frase. Me gusta mucho viajar”.
Sin embargo, no logró arreglar su visa de estudiante, “era la primera vez que hacía un montón de trámites y tuve una bronca ahí en el consulado, por un seguro médico que aseguraban que me faltaba. Haciendo honor a mi signo Tauro, muy terco, le dije al vato: ‘pues sabes qué, dame mi pasaporte, me voy a ir así y en un año te voy a venir a enseñar mi título de máster’”.
Aún como turista, sufrió una paliza y asalto en Italia, justo en plena nochevieja. “Bar El Dorado”, todavía se acuerda. “Monterosso al Mare, Cinque Terre”. Recibió año nuevo en el hospital y le resonaba aquel consejo: “‘Estúdiate la vida, sé un ciudadano del mundo’ (…) Entonces yo iba con ese empuje, andar de mochilazo, absorber como esponja las enseñanzas de esos momentos; ya con la distancia no digo ni buenos ni malos”.
Conoció Portugal, aprendió a surfear, se aventó en paracaídas, se perforó la oreja. Volaron los noventa días que se le permitían y su condición pasó a ser de “irregular”. Por cuidarse de la migra, no pudo reportar el robo de su bicicleta y debió “actuar” de comensal en la cantina donde mesereaba, para salvarse de una inspección.
—Van a pedir papeles —le advirtió Richard, su jefe y amigo de origen peruano—Quítate el mandil, dame la comanda, la pluma, siéntate en una mesa, te vamos a poner un plato, una cerveza y ponte a comer, porque si saben que estás trabajando sin papeles nos cierran ahora.
“Es también la primera vez que pude ver ese nivel de racismo, de xenofobia hacia un pueblo, hacia un tipo de gente… Mis amistades, en su mayoría, eran latinos: peruanos, un argentino, una pareja de Colombia, otros de Venezuela (…) ‘Sudaca de mierda’, supe que le decían a las personas de Sudamérica”. Por defenderlos, terminó tirando golpes alguna vez en otra cantina.
—¡Tronco! ¡Pero, ¿tú que no sabes que no tienes papeles?! —le advirtió Richard, hijo de migrantes— ¡Tú vete porque ahorita viene la policía!
“Me eché a correr”, cuenta sonriente. Y pese a todo, se decía: “Estoy en el otro lado del mundo y soy libre”. Viajó al sur de Francia para la boda de un amigo de generación, a la que llegó de ride y empapado por la lluvia. A la vuelta, en la estación de tren:
—Papeles —le exigieron en francés o euskera, no recuerda con exactitud.
—¿Inglés? —“No sabía que a los franceses les caga el inglés”, ríe—. No entiendo, soy de México…
—Papeles.
“Les enseño mi pasaporte y me digo: ‘ya valí’. Eran tres pelados. Me agarran, me suben a una patrulla, me llevan y me encierran en una celda en Hendaya”. Pasaron siete horas. “Al final me dejan libre en la frontera porque no había entrado a la Unión Europea por Francia, me explican que deberé mandar un documento firmado y sellado cuando vuelva a México y me sueltan”.
No le bastó y se fue a Marruecos, pero al retorno lo detienen y le informan que ya no puede ingresar a España, sin importar que su boleto de avión tuviera fecha para el próximo par de días. Se lo llevan, cruza una puerta, cruza otra. Y otra más. “No me había dado cuenta de que ya me iban a encerrar ahí en Barajas”. Le retienen pertenencias, lo esposan, lo dejan en un cuartito junto a otros “sudacas de mierda”. Y así pasa sus últimos dos días en Madrid.
“Me escoltaron hasta el avión, me subieron por una escalera diferente, me presentaron con la tripulación, me trataron como si fuera el narcotraficante más buscado (…) Me sentía criminal y no era criminal, no entendía la situación. Fue un choque muy cañón sobre qué son las fronteras… El maestro me había dicho que fuera ciudadano del mundo, pero…” el mundo no aceptaba esa ciudadanía universal. Fue deportado a México.
Mientras estudiaba allá, hizo varios cortometrajes además de su examen final de titulación, que fue un largometraje bajo la tutoría de Eduardo Chapero-Jackson —quien ha colaborado con Almodóvar, Bardem y recientemente dirigió un capítulo de “Élite”—. Uno de esos cortos llegó al Festival de Cannes, le avisaron cuando mesereaba en un restaurante de alitas, en Monterrey. Volvió a juntar un colchoncito, su familia volvió a apoyarlo con otro tanto y se lanzó a la Riviera Francesa.
“Llego a Cannes. Es toda una experiencia. Y luego… ya, me cansa tanta frivolidad. Y mucha etiqueta. Y mucho vestido. Y mucha modelo y toda esa cacería de los hombres a las mujeres… ¿Y de arte? Pues lo poquito que se proyectaba de cortos y películas, pero era más la fiesta y otras cosas. El glamour, lo superficial, muy soberbio el pedo. Me agotó”.
De regreso a su hostal, se puso a buscar vuelos. “Países recomendados para no visitar: Israel (…) El boleto estaba muy económico y lo compré”. Si en 2012 no se había familiarizado con las alertas sísmicas de la Ciudad de México, allí no sabía de las alertas antibombas del Domo de Hierro. Sólo vio a la gente correr, cerrar las cortinas y alcanzó a meterse a una tienda de discos. Luego leería las noticias sobre los misiles interceptados.
Monterrey, al retorno, ya no le bastaba. Su pasaporte llegó a acumular los sellos de Argentina, Chile, Cuba, EE.UU., España, Francia, Italia, Israel, Marruecos, Portugal y, por alguna razón, sentía una cuenta pendiente con la ciudad monstruo, la capital de su país. Con algo de herencia que le dejó su abuelo se fue a probar suerte y se inscribió a un diplomado de interpretación vocal en el Ceuvoz.
“Sirve que voy calando la ciudad, conozco castineras, productoras, recontacto amigos de encuentros y festivales (…) Pero me topo con pared; logro hacer algunas obras de teatro, colaborar con algunas compañías, pero… doscientos, trescientos, quinientos pesos la función o a veces ni eso (…) Para 2018, 2019, ya estaba medio agüitado. De pronto salía algún comercial, pero muy a lo lejos. Era como un dulcesito nada más para irla sorteando”.
Alberto Estrella lo rescató, integrándolo a su grupo. Trabajó junto a Marta Luna, junto a Jaime López, pero parecía que la ciudad no daba para más. Vivía en un departamento en la colonia Doctores, al que no entraba luz natural y la vida vecinal se regía por el trato hostil. Finalmente, Víctor Hernández lo invitó a su obra “Radio Piporro y los nietos de don Eulalio”, que se volvería un fenómeno frente al centralismo teatral y cultural, reponiendo funciones y giras por el país durante seis años y contando.
“A partir de ahí empezaron a cambiar las cosas muy cabrón. El tema nostálgico, de la añoranza, del arraigo, de la raíz, de ser oriundo del norte. La confrontación que se plantea en el texto, la libertad que le da a los actores para crear y construir en la escena, abre un montón de posibilidades y de conciencia no nada más como actor, sino como persona. Hace que me reencuentre con mi cultura norestense y que diga: ‘pues sí, soy del norte, soy norteño’”.
Pasaría el tiempo “con un pie allá y otro acá”, se atravesaría una pandemia, el intento de un negocio de cuatrimotos en Bustamante y una suerte de introspección espiritual, de meditación y acercamiento a la naturaleza y a sus ancestros. En una de esas idas y vueltas, por un descuido, “me atropellan en la bici saliendo del Foro Shakespeare, la rodilla se me sale de lugar, me la acomodo ahí en la calle, me arrastran (…) Y empiezo un largo proceso de recuperación, pasando por mi primera cirugía de ese nivel”.
“Me enojé mucho conmigo. Me enojo de alguna manera con el teatro, me llega la crisis de los 30, los 33 años. No tengo seguro médico, seguro de vida, plan de retiro, carro último modelo, enganche para una casa; no tengo nada que ofrecer, ni para mi ni para nadie, no tengo nada (…) Qué hueva, llevo desde los siete años haciendo teatro, más de diez años de egresado y nada más no da; o da y da poquito”, se recriminaba en sus adentros. “Me enojo y digo ‘ya no quiero, lo último que voy a hacer es Radio Piporro”.
Fue en ese momento que le llegó la invitación, cortesía de Morena González, al casting “para una serie de HBO. Hay un personaje en el que tal vez encajas”. Asistió con tierra en las botas y grasa de cuatrimoto en la ropa. Con barba descuidada y una gorra vieja, casi a regañadientes.
—¿Vas a hacer el casting así? —le preguntó Arantza, su pareja.
—¿Vas a hacer el casting así? —le preguntó también Morena.
—Lo que importa es la actuada —respondió.
Luego de siete u ocho callbacks le dieron la bienvenida al proyecto. Sólo faltaba una última prueba de cámara, para confirmar dónde acomodarlo mejor. La cita era en FAE, su alma máter. “¡Tómala! Voy para mi casa”, se dijo Roberto. “El personaje originalmente estaba concebido para un actor más grande, como cincuentón, pero estaban probando combinaciones”.
—Bienvenidos, vamos a pasar la escena, si quieren prepararse, éste es el momento.
Roberto sacó una pistola de juguete, que se le ocurrió llevar como utilería. “Apenas escucho que exclaman asustados y me les quedo viendo: ‘es por si no les gusta el casting…’ Hasta yo me sorprendí. Me dije: ‘huey, ¿qué acabas de hacer?’ Gabriel Nuncio suelta una risita; tiene una forma muy peculiar de reírse, fue muy sutil, y dije: ‘ay, con madre’”. Al terminar, se fue por unas cervezas para bajar el nervio. Pasó un día. Pasó otro día. Y sonó su teléfono: “Felicidades, te quedaste con el personaje de Guadalupe Sierra”.
“La actuación para mí es refugio. Es un lugar de libertad, un lugar para explorar. De pronto la vida es tan cabrona, tan agobiante; el exterior es muy violento, muy agotador y ahí, en el escenario, encuentras un montón de posibilidades, un montón de libertad, el tiempo se dilata y nada más importa. Yo nomás trato de ser empático y ponerme en los zapatos del personaje”.
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Roberto Cázares actúa en los cortometrajes “Horas de Luz”, dir. José Luis Luna; “Ensoñación”, dir. Kenia Carreón; “Irse a Volver”, dir. Paulina Urreta; en la película “Versalles”, dir. Andrés Clariond Rangel y en la obra teatral “Archipiélago”, dir. Valeria Fabbri. También se le podrá ver próximamente en las series: “Mosquito Coast”, de Apple TV, dir. Clare Kilner; “La Banda”, de Vix Plus, dir. Federico Veiroj y Salvador Espinoza; “Cada Minuto Cuenta”, dir. Jorge Michel Grau; y “La Liberación”, dir. Alejandra Márquez Abella, ambas de Amazon Prime.
Actualmente se encuentra grabando la serie “Las Muertas”, bajo la dirección de Luis Estrada.