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La universidad frente a la era de la inteligencia artificial

2025 dejó claro que el futuro del aprendizaje está en disputa

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En 2025 la inteligencia artificial se consolidó como la nueva infraestructura del capitalismo académico. No llegó como promesa de democratización del conocimiento, sino como un instrumento que las instituciones adoptaron en medio de recortes, sobrecarga laboral docente y presiones para aumentar eficiencia sin aumentar recursos. Ese es el dato central que la retórica optimista sobre la innovación prefiere ocultar.

Mientras algunos celebraban la integración acelerada de chatbots y sistemas automatizados en las universidades, otros advirtieron algo más incómodo: la IA no se sumó para fortalecer la capacidad crítica de estudiantes y profesores, sino para apuntalar un modelo educativo que ya funcionaba bajo la lógica de la austeridad permanente. En múltiples campus del mundo, la tecnología se introdujo al mismo tiempo que se redujeron plazas académicas, se precarizó la docencia y se vaciaron departamentos completos de humanidades. La IA apareció como solución perfecta para una crisis que no se quiere enfrentar: el desmantelamiento sistemático de la educación pública.

La narrativa dominante insistió en que estas herramientas mejorarían la enseñanza. Pero el entusiasmo corporativo por automatizar ensayos, exámenes y retroalimentaciones solo reveló una intención más profunda: convertir el aprendizaje en un proceso cada vez más barato y controlable. La promesa de personalización se usó para justificar la estandarización. Lo que antes dependía de diálogo, lectura lenta y pensamiento propio pasó a gestionarse como un flujo de datos.

La cuestión no es que la IA escriba ensayos o resuelva problemas. La cuestión es qué tipo de universidad resulta de esa sustitución. Si el conocimiento se reduce a producción de textos funcionales generados por sistemas predictivos, el aprendizaje pierde su dimensión

política y colectiva. Se transforma en una certificación administrada por algoritmos que refuerzan patrones existentes, no en un espacio de imaginación crítica que cuestione esos mismos patrones.

En este contexto, estudiantes que recurren a la IA para sobrevivir a cargas académicas intensificadas y profesorado que la usa para sostener evaluaciones masivas no son culpables de nada. Son síntoma de un sistema que reemplaza tiempo pedagógico mediante automatización, porque ha decidido que formar pensamiento crítico es demasiado costoso. La desigualdad es otro eje que dejó en evidencia la discusión de 2025. El acceso a dispositivos, conectividad, alfabetización digital y acompañamiento docente define quien puede beneficiarse de la IA y quién queda relegado. Las herramientas que se venden como democratizadoras funcionan, en la práctica, como nuevas barreras de entrada para quienes ya enfrentan estructuras educativas frágiles y entornos materiales adversos. La brecha digital se convierte en brecha cognitiva.

El entusiasmo empresarial también moldeó el rumbo de la investigación universitaria. En varios países, las alianzas con compañías tecnológicas reorientaron prioridades hacia proyectos rentables, no hacia los que fortalecen la comprensión social ni cuestionan las

dimensiones políticas de la IA. Bajo este marco, la libertad académica no desaparece de manera explícita, pero queda subordinada a intereses que ven la universidad como incubadora de servicios privatizables.La pregunta es qué se perdió de vista mientras se celebraba la eficiencia. Aprender no es producir textos correctos, ni aprobar evaluaciones automatizadas. Aprender es formar criterio, disputar significados, construir colectivamente formas de comprender el mundo y transformarlo. La IA puede ser una herramienta útil si se integra en un proyecto educativo emancipador. Pero en manos de un sistema que convierte todo en mercancía, corre el riesgo de reforzar la separación entre quienes crean conocimiento y quienes solo lo consumen.

2025 dejó claro que la lucha por el futuro de la universidad no es una batalla técnica. Es una disputa política sobre quién controla los medios de producción intelectual. La IA no dictará el desenlace. Lo harán las decisiones colectivas sobre qué valores sostienen la educación y qué papel queremos que tenga en la vida democrática. La pregunta no es si la IA transformará el aprendizaje. La pregunta es si permitiremos que lo haga bajo los mismos intereses que han reducido la educación a un servicio barato y disciplinado, o si la reclamaremos como parte de un proyecto más amplio de liberación intelectual y social.

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