(25 de abril, 2014).- Mario Moreno “Cantinflas” fue el último héroe de la mitología mexicana. Cuando murió, el 20 de abril de 1993, desfiló ante su féretro un cuarto de millón de personas. Homenajes así sólo los tuvieron Pedro Infante y Lázaro Cárdenas. Después de ellos, nadie alcanzaría el magnetismo popular de esos grandes ídolos. Y nadie lo intentaría: la política de masas del general Cárdenas fue sustituida por la tecnocracia aséptica y el tótem supremo del panteón cultural, Octavio Paz, sería el poeta de las élites –culturales, económicas y políticas–, antítesis de los Lorca y los Neruda.
Cantinflas, es sabido, se ganó el corazón del pueblo con su personaje del “peladito”, primero en su versión original y luego debidamente caracterizado para encarnar los múltiples oficios de la plebe. Dice Carlos Bonfil que “la imagen clave que los mexicanos conservamos de Cantinflas es la de un ser crítico, subversivo en el habla, que expone la retórica gastada de los gobiernos en turno”, y ahí reside el secreto de su imperecedera popularidad: nada complace más a un pueblo impotente ante sus gobernantes que hacer mofa de ellos. La subversión lingüística como válvula de escape a las terribles tribulaciones de la sumisión cotidiana.
Tras unas cuantas apariciones donde el peladito salía al ruedo como el barrio lo trajo al mundo, el hombre que dejó a su hijo una herencia de cien millones de dólares protagonizó películas producidas cual fábrica de chorizos donde daba al mexicano de a pie lecciones sobre la ética de la conformidad y del trabajo pobre pero digno. Una tras otra, sus películas enseñaron al barrendero, bolero, bombero, cartero, portero, torero, policía, sacerdote, profesor y cuanto trabajador se le puso en el camino a asumir su lugar en el mundo sin mirar hacia arriba. Lo resumió bien el hoy encarcelado por genocidio Alberto Fujimori: “sabía criticar sin amargura y hacer humor sin acidez”.
Claro, Cantinflas, el personaje, no dejó de criticar al Poder, y se le recuerda bien por ello. En El Padrecito se arremanga la sotana para ponerse del lado del pueblo y enfrentar al despiadado cacique local; mientras en Si yo fuera diputado da lecciones de democracia representativa a los legisladores del partido casi único. Además, el cantinfleo ha sido –casi– unánimemente clasificado como la estratagema de que se vale el peladito para desarmar el discurso demagógico del poder que lo avasalla. Extrañas lecturas sobre las implicaciones políticas de quien viajaba en avión privado con extraoficial inmunidad diplomática concedida por el Señor Presidente en turno.
Extrañas, pero no falaces. Después de todo, el Che Guevara, arquetipo del revolucionario latinoamericano, usó el bigotito de Cantinflas como seña de rebelión a las convenciones burguesas sobre cómo debía verse un hombre de Estado –que tal llegó a ser Ernesto Guevara con el triunfo de la Revolución Cubana. Y, pese a Televisa y Carlitos Espejel, Cantinflas fue apropiado por el pueblo para manifestar su desafección al régimen priista de la única manera que estaba exenta de desagradables consecuencias punitivas: escribiendo el nombre del comediante en la casilla “Candidatos no registrados” de las boletas electorales cada seis años –aunque el propio candidato súbito, pocas dudas hay, usara la boleta para refrendar su amistad con el partidazo.
Así, como todo gran ícono, Cantinflas es susceptible de múltiples lecturas y de contradictorias apropiaciones. Quizá para entenderlo habría que recurrir a la parábola del buen salvaje: él nació buenito y subversivo, luego el estrellato y los favores desde –muy– arriba lo corrompieron. Después de todo, podría tener razón uno de mis amigos al decir que Cantinflas es sólo otra y quizá ni siquiera la más lamentable de las muchas cosas buenas que Televisa echó a perder.