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Ayotzinapa, el día en que el rock venció al miedo

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(16 de diciembre del 2014).- En una de las camionetas del grupo de Ska fusión, Panteón Rococó, los músicos y asistentes vegetan en un camino que se antoja mar de preguntas. Por tres horas y media, recostados en sillones, se comen las uñas. Arden de insomnio. Dormitan y cabecean al tironeo de curvas y rectas.

En fin, vegetan.

Esperan un encuentro «histórico» con estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, Raúl Isidro Burgos que, por la madrugada, literalmente tiraron la sangre en el asfalto de Chilpancingo para que pudieran llegar a tocar los de «La rubia y el demonio».

Y es que la madrugada del 15 de diciembre, el Festival una luz en la oscuridad, que se iba a realizar originalmente en la capital guerrerense, estuvo a dos pasos de cancelarse: Policías Federales aparentemente borrachos, en un arranque de ira o «provocación», atacaron a los estudiantes que colocaban vallas de seguridad en el punto conocido como El Caballito donde se instalaría el escenario y equipo de sonido.

Embravecidos, los normalistas respondieron a la agresión. De un lado y otro llovieron piedras, gases lacrimógenos, toletazos y puñetazos. Dos agentes y un padre de familia de los 42 estudiantes que continúan desaparecidos, fueron atropellados. De nuevo, como va siendo semana tras semana, Chilpo desprendió fuego. «Hay que superar Ayotzinapa», dirían.

¿El saldo final? Al concluir la batalla campal que se prolongó durante cinco horas, se produjeron 18 lesionados, entre padres de familias, estudiantes y solidarios; además hubieron 2 reporteros heridos; 8 lesionados por parte de la Policía Federal;  una veintena de detenidos, dos vehículos incendiados y una sonrisa que le dijo al gobierno: «pa’ que vean, pese a sus mamadas, pudimos hacer el concierto».

Ahora vamos rumbo a Tixtla.

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***

En la plaza pública donde reposa una estatua del escritor y liberal, Manuel Ignacio Altamirano, la «banda» ha colgado una pancarta que dice «porque vivos se los llevaron, vivos los queremos». Son las ocho y media de la noche. Tres y media horas después de un recorrido en el que nos escoltaron normalistas y policías comunitarios de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).

Apilados, la chaviza junta sus cuerpos en medio de la plaza, se emociona, gritan, corean consignas, bailan, rapean, entintan banderas de rojo, se toman la enésima caguama de la tarde y se fuman un porro: «por la paz». Luego, cuando arribamos, esa masa eufórica se pega a los vidrios de las tres camionetas en que viajamos. Saludan. Entregan papeles para que les firmen autógrafos. Me dan las gracias por haber llegado aunque yo, reportero incauto, les desinflo los ánimos cuando les digo: «yo no soy del grupo».

Han esperado casi todo el día y varios kilómetros lejos de sus casas, sólo para que se desarrolle una función que se extenderá a lo largo de hora y media. Es la primera vez, después del ataque en Iguala, la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre, en que habrá tiempo para una fiesta de «paz, baile y resistencia» en una comunidad de la que son originarios varios desaparecidos de Ayotzinapa.

«La neta sí valió la pena tanto desmadre», me dice un joven que, debajo de decenas de espinillas en la frente, se vino de raite en una motocicleta desvencijada desde Chilpancingo hasta la cuna donde nació el independentista Vicente Guerrero. Sabe que su mamá y papá lo esperan con un fuete que se esconde detrás de la puerta. «Al rato que llegue todo grifo a la casa me van a meter unos chingadazos bien fuertes», advierte sonriente.

Y es que, por momentos, el corazón de más de uno se partió y apenas se pudo pegar nuevamente, con un tantito de «Dosis perfecta», esa rola que se pedía y dedicaba, para los enamorados que se «arrejuntaban» al calor de la multitud.

Por la mañana, el grupo anunció mediante sus redes sociales la cancelación del evento. Esperaron a que los normalistas les dijeran finalmente si sí o no se haría el concierto. Pero las manos a esas horas estaban ocupadas lanzando piedras. El grupo que partió desde su estudio de la colonia Roma, en la delegación Cuauhtémoc del Distrito Federal, también vivió momentos de zozobra.

Por horas, el festival Una luz en la oscuridad se convirtió en trending topic en redes sociales. «¿Podían más unos policías borrachos agrediendo a la multitud que las ganas de bailar al ritmo de ska?», se preguntó la gente. No.

«Más que nada, lo que temíamos, era la seguridad de los asistentes. Uno como quiera vale madre, pero imagínate que le pasara algo a la gente que vino a vernos», repite Luis Román, Doctor Shenka, líder y vocalista del grupo, quien, sudoroso, agradece a la multitud y ofrece respeto a los padres de los normalistas desaparecidos que los miran saltar por el escenario. El catártico acto lo resguardan hombres fuertemente armados: son los comunitarios de la CRAC.

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Contrario al imaginario que uno se puede hacer de un grupo de rock, en los 291 kilómetros que nos separan de la Ciudad de México a la comunidad de Tixtla, Guerrero, donde finalmente se movió el «toquín», no se quema ni un gramo de mota. Tampoco van chicas en bikinis tomando Wiskys en vasos cubiertos de labial. Ni estrellas que inhalan cocaína sobre un espejo. ¡Vaya! Ni si quiera se asoma el fantasmita de Mick Jagger, sonriéndole al culo de una mujer que pasan en pantalones pegados.

Sobre la carretera del Sol, convertida en el campo de batalla de los últimos tres meses, los militares y los federales, aún mantienen la esperanza de arruinar la idea que uno se hace del rockstarísmo en el Tercer Mundo. Nos miran recelosos. Arrancan en caravanas con armamento pesado. Blanden a la muerte que nos saluda a través de las ventanas. Y anuncian, antes que cualquier anuncio de la Secretaria de Comunicaciones y Transportes, la bienvenida al estado de Guerrero.

‒Hay que mantener la velocidad abajo del límite permitido para que no nos digan nada ‒dice el chofer que, por enésima vez, repite su disco completo de Carlos Santana. «Oye cómo va, mi ritmo bueno pa’ gozar, mulaaata», sonorizan el viaje militarizado. El grupo teme que la presentación, pospuesta por unas horas y trasladada a otro municipio, se arruine por el estado de guerra que impera en el sur.

Sin novedad en el frente, una hora y media después, uno de los dos guitarristas del grupo, Leonel Rosales Monel, recibe una llamada por celular. Le advierten que un camión de normalistas nos espera a la orilla de la carretera, justo al lado de la caseta de Alpuyeca. Son los sobrevivientes de la batalla campal que se encuentran emocionados por nuestro arribo.

La selfie eterniza el instante. Otra más para las cocineras del restaurant. La siguiente para el chavo que inmediatamente se la manda a su novia para que se muera de envidia. No hay pena. Uno a veces espera rostros acongojados después de la violencia, pero no cuando Panteón Rococó les tocará esta noche la que les gusta tanto: «Marcos Hall». Revolución y rock.

En los 19 años que el grupo ha recorrido escenarios, su mística grupal, se mantiene latente entre el gusto de la gente gracias al continuo trabajo que han venido realizado a lo largo de 5 disco de estudio, una dinámica colectiva que a veces resuelve sus diferencias mediante asambleas y un compromiso político con casi todos los movimientos sociales que han brotado en las últimas dos décadas.

La lista de apoyo para ellos es larga.

Basta mencionar que han ofrecido conciertos en plazas públicas, universidades y barrios; desde el alzamiento zapatista en sus primeros años; hasta la Huelga de la UNAM en 1999; pasando por la Marcha de Color de la Tierra en el 2001; las protestas al movimiento contra el «fraude» electoral del 2006; o el nacimiento del movimiento #YoSoy132, han acompañado movilizaciones. Y aunque muchos lo nieguen, han llevado su música a miles de personas que bien o mal se ha politizado con ellos.

Pongamos un ejemplo del brío ideológico que cargan:

Todos abajo, abajo y a la izquierda

que los políticos se vayan a la mierda

Todos abajo, abajo y a la izquierda

todos queremos, salirnos de esta mierda

 No pierden una oportunidad para decirlo en medio de la catástrofe: y Ayotzinapa no podía ser la excepción. Aunque el miedo por el que se pospuso el evento, sigue levantando ámpula y la sensación por tratarse de un posible ataque premeditado. Los días de violencia y horror no tan fácilmente pueden arrancarse de la memoria. Tampoco se baja la indignación.

Al respecto, el reportero, Rodrigo Bonilla Gorri, lanza una hipótesis que se antoja: «Lo que yo creo, es que tenían algo grande, preparado. No creo que haya sido una casualidad. Lo de la mañana, fue una provocación que se le salió de control al gobierno. Y unos pinches policías borrachos, les echaron a perder todo el teatrito.»

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El acto comienza a las once de la noche. Frente al escenario, una veintena de padres de familia esperan que comience la función. Pocos son los víveres que se han recolectado. No importa en este momento que la lucha avance o no, lo importante es que «nos chingamos al gobierno que mandó a sus provocadores a detenernos». La tocada a estas horas, es la lucha misma: «Ayotzi vive y vive y vive…»

En la plaza de Tixtla, los galones con mezcal corren y alteran el orden de las palabras. Un chavo gordito se quita la playera y se coloca una máscara, corre despavorido entre la gente, busca rebotar su barriga con la banda que loquea y pide sus canciones preferidas. «La carencia, no mamen». El gordito corre más y más, les reafirma sus motivos para tanta impudicia: «nomás me encuero porque estos gueyes me gustan desde que iba en la secundaria».

A estas alturas, donde la espera concluye, la política y la fiesta se confunden. Contraria a la solemnidad que muchas de las movilizaciones de los normalistas tienen, ahora el grito desgarrador de los sobrevivientes tiene un tinte un poco más alegre aunque nunca pierde su brío doloroso y enlutado. Hay emoción y al unísono, demandas y repudio. Todo se junta en ese bello desorden que se produce en la plaza principal del municipio de Tixtla.

Una piñata con la cara de Peña Nieto, será el Judas que expiará de sus pecados a la multitud. La Ultra, como diría Carlos Monsiváis, anda desatada pero ya más democrática. «El que no brinque es Peña, el que no brinque es Peña», se pide a los asistentes. Estallan las carcajadas y todos se ponen a saltar. Una chica más, en los hombros de un joven, pide la liberación de Nestora Salgado. Otro más, dice que si el Che Guevara viviera, en este evento estuviera.

Encono a la clase política hay, y mucho.

La conductora del evento, una maestra de la CETEG que explica los motivos por los cuales se cubre el rostro, acusa al gobierno de Rogelio Ortega de ser un «lambiscón» del gobierno federal. Los chavos exigen la renuncia del presidente y el gobernador juntos, como si no hubiese bastado con la dimisión del anterior. Hay una especie de «¡Ya Basta!» zapatista que alcanza a convertirse en aforo y, la necesidad de refundar el país, básicamente, se hace un lugar común.

Así es como el griterío encuentra resonancia en las palabras de Doctor Shenka, convertido en una especie de gurú de las causas populares:

‒A ver a ver, mándenle un saludo a Peña….

‒Chingue a su madre culerooooo… ‒consenso es la respuesta.

‒¿Cómo es posible que haya tomado el poder un presidente que desprecia el pueblo? ¿Cómo? ‒se pregunta.

Suenan los guitarrazos, las trompetas y los timbales. Se arma el slam y los comunitarios se ponen nerviosos. A cualquier respingo de una cámara, los asistentes contestan con caras felices y manos levantadas. Viene una canción. Otra. El ritmo va en ascenso y se baja por momentos. Por el micrófono, el líder del grupo pregunta: «¿Ya se cansaron»?»

«No», recibe por respuesta.

Llueven las peticiones hasta que una se topa con el ridículo: «quiero la de Amargo adiós». No amiga, esa no es nuestra, es de Inspector, pero no importa, te la vamos a tocar: «sé que es tarde y ya, para pedir perdón, sé que es tarde y ya lo siento, termina nuestro amor….» Por enésima vez, las risas estallan. Si, parece ser que Panteón Rococó se ganó al público.

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Sudoroso y nervioso por estar ante el grupo, uno de los organizadores del concierto cuenta cómo se vivió la noche del enfrentamiento:

Habíamos llegado a la rotonda como a esos de las doce de la noche. La calle ya estaba cerrada y llegaron varios camiones con Policías Federales. Uno de ellos nos dijo que quería pasar, de ahí bajaron unos polis aún sin uniforme. Estaban completamente borrachos o drogados. Al no permitirles pasar a su hotel, el Real del Sol- que hasta tiene alberca-, se encabronaron y nos empezaron a insultar.

Las vallas las habíamos conseguido de Casa Guerrero desde el viernes pasado. Yo ya llevaba varios días sin dormir ni bañarme, trabajando en esta actividad. Noté que dentro del camión llevaban como a unas cuatro prostitutas y les reclamamos qué cómo podía ser que nos pedían pasar en esas condiciones. Cuando volvieron a regresar, ya uniformados, uno de esos gueyes se partió su madre. Se cayó. Sus compañeros se calentaron y empezaron a madrear a la gente.

Cuando yo les dije que me iba a traer más compañeros, fue cuando los compañeros sufrieron la agresión. A uno de ellos, le dispararon con una bomba lacrimógena. Como que se le hizo otra boca. Ernesto Cruz Flores, alumno de la UNAM, sufrió fractura en la mandíbula; el padre de familia Lambertino Cruz Antonio, contusión en el cráneo; otro padre, Mario González Contreras, fractura de tobillo.  Pero nosotros les respondimos, cómo crees, no nos íbamos a dejar.

Aunque lo dice acongojado, a estas horas de la noche se salieron con la suya. El rock venció al miedo.

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