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Casos y fracasos de las políticas de seguridad

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En la Villa 31 de la Ciudad de Buenos Aires, un pequeño rincón con 30 mil habitantes en pobreza extrema ubicado en la zona más rica de la ciudad, se implementó en el año 2013 una iniciativa de seguridad mediante la creación de un cuerpo de Policía Comunitaria. Los miembros de la PC debían tener título universitario, no portaban armas, patrullaban los pasillos del barrio en trinomios y se enfocaban en apaciguar conflictos interpersonales.

En ese momento la Villa 31 tenía una altísima tasa de homicidios de 56.81 cada 100 mil habitantes. Apenas creada la PC, en los primeros cuatro meses del año 2013, no se cometió cometido ningún homicidio en el barrio. El Ministerio de Seguridad celebró con entusiasmo (y sin motivo real) el rápido éxito de la iniciativa implementada.

Como investigador criminal de esa política pública me tocó advertir que el gobierno estaba viviendo un engaño autoinducido. Pocos días después, el 9 de mayo de 2013, una adolescente de 14 años fue asesinada por la bala de una ametralladora antiaérea instalada en un sector “tomado” de la Villa. El ataque se produjo sin motivo alguno ya que la joven circulaba por una zona poco frecuentada del barrio. En realidad el disparo se produjo porque inadvertidamente la joven había traspuesto la “frontera” narco y había ingresado en la zona de las “cocinas” de cocaína para exportación existente en la manzana 107 de la Villa 31. Los homicidios comenzaron a crecer nuevamente, pero la estadística no tomó en cuenta que el asesinato de esa joven era el hecho más importante e indicaba la dirección del conjunto del proceso.

En Ciudad Juárez la baja de los indicadores de homicidios en la “ciudad más peligrosa del mundo” había provocado el entusiasmo de los decisores políticos y cierta parte de la población.

En aquella ocasión manifesté que “si lo que ha sucedido en Ciudad Juárez es el triunfo de un cártel sobre otro, o sea un éxito político de la situación, la mejora es muy aparente, significa que se tiene una especie de la paz de los cementerios”. Tres años después la ciudad vive nuevamente una espiral de violencia que no está por detenerse.

Las políticas de seguridad consideran que el objetivo de la seguridad es obvio, mejorar los indicadores, disminuir los homicidios, combatir la delincuencia y aumentar las penas. Si por el contrario se apelara a un vocabulario “correctamente político” el objetivo sería el real disfrute de los derechos ciudadanos y la ausencia de interferencias, bellas palabras sin una política coherente detrás. En ambos casos los medios siguen siendo los mismos: más policía, leyes más duras, más población penitenciaria, “discurso” más o menos correcto.

La preocupación por los indicadores esconde una grave falencia. Si la estadística muestra los datos de la violencia en un lugar, no aporta de por sí explicaciones que permitan comprender esa información. Para responder esta pregunta se necesita saber el contexto en el cual cada homicidio fue cometido y sobre todo comprender qué significa todo. Allí se verá que sólo unos contados homicidios son verdaderamente reveladores de una construcción política subyacente, de un proceso de construcción de autoridad, el ambiente en el que el crimen organizado surge y se fortalece.

Con los expertos Miguel Angel Barrios y Yesenia Torres pudimos estudiar el tema en profundidad. El libro “Geopolítica de la seguridad en América Latina” afirma que hay dos elementos que no son tomados en cuenta y que deberían constituir el objetivo de las políticas de seguridad: el territorio y la estatalidad.

Lo verdaderamente preocupante de los delitos (simples y organizados) es su capacidad de dar significado al territorio sobre el cual se ejercen. En una lógica situacional los delitos tienden a ser cometidos de la misma forma, en el mismo lugar, por las mismas personas, hay una inclinación por la racionalidad y la permanencia, hacia un control del territorio que permita el establecimiento de un centro “soberano” de poder. En el caso del crimen organizado esta cualidad es perentoria e indispensable.

Este aspecto territorial del delito quita relevancia a la ley como significante organizador de la comunidad y se lo otorga al “legislador” realmente existente en un territorio determinado. El delito adquiere así paulatinos rangos de estatalidad, mientras el Estado nacional los pierde.

En la Villa 31 y en Ciudad Juárez el Estado asistió a resultados exitosos en su política de seguridad sin tomar en cuenta que la cesión del control territorial implicaba una paz mafiosa momentánea y sin derechos, una pausa dentro de un flujo continuo de violencia.

Los fracasos recurrentes de las políticas de seguridad no tienen que ver con los indicadores recabados en un recorte de tiempo arbitrario y dependiente, sino con una concepción simple, equivocada e interesada que sigue considerando al delito como una anomalía amenazante que ataca a una sociedad inocente y democrática. Ninguna de las dos cosas es cierta. El delito no es anormal y nuestra sociedad no es democrática.

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