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El derecho a morir

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En 2016, Canadá aprobó una legislación sobre la muerte asistida e instrumentó el programa de Asistencia Médica para Morir (MAID, Medical Assistance In Dying) con el fin de proporcionar una muerte digna a quienes padecen enfermedades terminales incurables y expresen su deseo de concluir su vida. De acuerdo con el Observatorio de Bioética del Instituto Ciencias de la Vida de la Universidad Católica de Valencia (enero 2023), desde la aprobación de esta ley, el Ministerio de Salud registra más de 30,000 muertes asistidas. 

Desde entonces, el universo de personas con acceso a este derecho, como se le reconoce, se ha ampliado en varias ocasiones. Con el argumento de la autonomía, la libertad del paciente y la protección de los más vulnerables, se ha incluido a enfermos mentales y a personas con afecciones físicas graves y crónicas, aunque su situación no suponga un riesgo vital o una condición insuperable. 

Lo que comenzó como una medida para evitar sufrimiento a pacientes cuya vida es un martirio innecesario y desean terminar con él, se ha convertido en un mecanismo para desechar a personas consideradas inútiles e inservibles, mientras se reducen los presupuestos de salud y de servicios asistenciales. La Alemania nazi lo hizo en secreto; hoy Canadá lo hace mediante la aplicación de leyes, votadas en el Parlamento, impulsadas por el Partido Liberal, dominante en Canadá, el partido de Justin Trudeau, el que ovacionó a un veterano nazi en sesión solemne.

Esa ovación resuena, ominosamente, en esta norma y en la manera como las autoridades la usan como política de “salud”. No deja de ser siniestro que la ruta candiense de la muerte asistida sea muy parecida a la que impuso Hitler con el “Programa Eutanasia” u “Operación T4”: eliminar a personas con discapacidades psiquiátricas, neurológicas o físicas graves; los “ineptos”. Un programa que comenzó años antes del Holocausto y que sirvió para probar los métodos más eficaces que serían utilizados después en los campos de exterminio.

Hoy se hace de manera más sutil. En Montreal, por ejemplo, está el caso de Christine, entrevistada por el periodista Steven Edginton (The Telegraph, 2023), para su reportaje: “La pesadilla woke de Canadá: Una advertencia a Occidente”. Christine, quien vive sola y es veterana de las fuerzas armadas canadienses, sufrió un accidente durante un entrenamiento y quedó con medio cuerpo paralizado. Para sobrevivir, depende la asistencia social, requiere atención médica paliativa, una silla de ruedas funcional, modificaciones en su hogar y otras necesidades especiales. Durante años ha solicitado en vano esos pequeños apoyos; la respuesta oficial: “No hay sillas de ruedas, pero tiene derecho a morir”. El Estado canadiense ofrece la muerte como alternativa a una silla de ruedas; al fin y al cabo es un Estado garante de derechos.

Mientras se sume en una depresión cada vez más profunda, Christine sólo pide una silla de ruedas. Parece demasiado, como fue demasiado para Sean Tagert, de 41 años, con esclerosis lateral amiotrófica, quien requería atención domiciliaria 24 horas. Tagert y su familia lucharon durante años para que la autoridad regional de salud le brindara la cobertura necesaria. Nunca lo consiguió. Lo que sí obtuvo en 2019 fue una muerte, asistida y pagada por la misma autoridad que le negó la atención médica necesaria para seguir vivo.

De acuerdo con el periodista, hay miles de casos como este en los que silenciosamente se empuja a las personas a recurrir al suicidio, financiado por el Estado, como solución a una circunstancia que podría ser resuelta con relativa facilidad. El derecho a morir antes que el derecho a cuidados paliativos y de discapacidad. Es más barato y permite reducir los presupuestos de salud y asistencia social e incrementar los de defensa. 

La ovación que congreso y gobierno canadienses brindaron al soldado de las Waffen SS que participó en masacres masivas en Ucrania, Polonia y Bielorrusia no es un hecho aislado producto del desconocimiento de la historia y menos un error del Presidente del Parlamento. Es la constatación de que al interior de la sociedad canadiense (como en la de Estados Unidos) se incubó el supremacismo racial, nazi-fascista, desde que la Segunda Guerra Mundial pasó a llamarse Guerra Fría. Los herederos y descendientes de miles de nazis refugiados en Estados Unidos y Canadá, ocupan espacios de poder político y económico, no sólo en estos paises, sino en varios de Europa, particularmente en Ucrania. 

No es sólo que el abuelo de la Viceministra canadiense, Chrystia Freeland, haya sido el editor del periódico nazi Noticias de Cracovia, publicado en ucraniano durante la ocupación alemana de Polonia, sino que ella misma es ferviente promotora del Congreso Ucraniano Canadiense y la Liga de Ucranianos Canadienses, organizaciones que glorifican como héroes anticomunistas a Stepan Bandera (héroe nacional en Ucrania, gracias a Zelensky), al general Roman Shukhevych y a Yaroslav Stestko, mano derecha de Bandera, refugiado en EUA y cuya esposa regresó a Ucrania en 1991, donde organizó el partido nazi Sector Derecho. Chrystia Freeland ha promovido y participado en el Festival de Ucranianos de Toronto, financiado por ese mismo Sector Derecho, en homenaje a estos “héroes”. Justin Trudeau también participa gustoso en actividades de estas organizaciones y no le apena aparecer en público con sus integrantes más conspicuos, como lo hizo Stephen Harper en su gestión y como lo hizo antes Pierre Trudeau durante su largo mandato. 

El mismo personaje ovacionado, Yaroslav Hunka, galardonado en 2017 por esas organizaciones, era patrocinador del Instituto Canadiense de Estudios sobre Ucrania de la Universidad de Alberta. Para tapar el escándalo, la Universidad devolvió los montos recibidos, pero no puede ocultar su filiación ideológica. Desde su creación, financiada por la “comunidad ucraniana”, el Instituto ha sido la cara académica encargada de lavarle la cara al nazismo y en hacer pasar a los miles de nazis asentados en Canadá como héroes que lucharon por su patria. El Canciller de la Universidad (equivalente a Rector) entre 1982 y 1986, Peter Savarin, fue también integrante de las Waffen SS.

Muchos de aquellos ucranianos nazis formaron, por un lado, parte de los servicios de inteligencia en Europa del Este como espías y sicarios contra la Unión Soviética y, por otro, en Canadá organizaron grupos de choque contra sindicalistas, comunistas y, en general, como rompe huelgas, sobre todo en la industria minera, siempre con la connivencia y el apoyo del gobierno en turno. La Asociación de Canadienses Ucranianos (ACU), una antigua organización obrera, fue uno de sus blancos preferidos y durante años padeció sus ataques, hasta que el gobierno prohibió sus actividades y confiscó sus bienes. Resistir a los nazis les costó la cárcel a varios de sus líderes.

De acuerdo con ACU, más de dos mil militantes ucranianos del 14° Batallón Galitzia encontraron refugio en Canadá, donde existen más de 40 monumentos y memoriales en su honor, incluido un busto en Edmonton del general Shukhevych, jefe supremo del Ejército Insurgente Ucraniano, la rama militar de la Unión de Nacionalistas Ucranianos, y responsable de las masacres en Volinia, Polonia, realizadas durante 1943 y 1944. En  2019, la policía de Oakville catalogó como crimen de odio un graffiti de la cruz gamada sobre el memorial en honor al Batallón Galitzia de la Waffen SS instalado en el cementerio local.

La misma cifra reporta el periódico Noticias Judías de Carolina de Norte, EUA, pero añade que el propio gobierno canadiense no sólo omitió deliberadamente informar al gobierno alemán de la presencia de esos nazis, sino que los registró como “víctimas”, por lo que el gobierno alemán les ha pagado pensión de por vida. 

El “problema nazi” en Canadá ha hecho presencia pública intermitente durante años. En 1985, a raíz de la acusación de que Joseph Mengele vivía en ese país, se formó una Comisión gubernamental para investigar la presencia de ex nazis, la Comisión Deschenes. Después de años de investigación, la Comisión reconoció a cerca de 800 personas como posibles nazis, pero la justicia llevó a menos de diez a juicio. Nadie ha sido condenado. 

Un caso que en 1994 causó muchas expectativas fue el de Radislav Grujicic, acusado de cometer crímenes de guerra en el campo de concentración de Belgrado, en la entonces Yugoeslavia. Refugiado en Canadá, colaboró con la Real Policía Montada y en los años 60 fue reclutado por la CIA para trabajar en la misma unidad de Klaus Barbie, el ex jefe de la Gestapo, convertidos ambos en paladines de la libertad por obra y gracia de la Guerra Fría. Ya retirado, regresó a Canadá, donde en 1992 fue posible llevar su caso hasta la Corte. Fue absuelto por su “avanzada edad y delicado estado de salud”. En contraste, el delicado estado de salud de Sean Tagert fue su condena de muerte. No pudo pagar por su vida; el gobierno pagó su muerte.

En Canadá, donde el Estado te garantiza el derecho a morir antes que el derecho a la salud, señalar de nazi a un nazi se considera crimen de odio. Ovacionar a un nazi en el Parlamento parece entonces el corolario natural de una política deliberada que durante décadas ha ido normalizando y asimilando su presencia y sus ideas. El derecho a morir parece una de ellas.

  1. Referencias
  2. Steven Edginton, “La pesadilla woke de Canadá: Una advertencia a Occidente”. The Telegraph, 2023. https://www.youtube.com/watch?v=Qt2AuVQKpq0
  3. “Canadá incluye en su ley sobre la eutanasia a personas con enfermedades mentales”, Observatorio de Bioética. Universidad Católica de Valencia. 2023. https://www.observatoriobioetica.org/2022/12/la-verdad-de-la-pendiente-resbaladiza-la-experiencia-en-canada/40711

“Hombre recibe muerte asistida tras recorte de fondos para atención domiciliaria”. Aciprensa, 2019. https://www.aciprensa.com/noticias/76941/canada-hombre-recibe-muerte-asistida-tras-recorte-de-fondos-para-atencion-domiciliaria

Aidan Jonah, “Long history of Ukrainian-Canadian groups glorifying Nazi collaborators exposed by defacing of Oakville memorial”, The Canada Files, 2020. https://www.thecanadafiles.com/articles/ukcdnm

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