El ensayo de Ethan Zuckerman, “Why journalism is our best defence against confidently wrong AI”[1], plantea un diagnóstico poderoso: el periodismo es el último bastión frente a la desinformación algorítmica. En su argumento, las democracias occidentales enfrentan el colapso de la verdad, una crisis en la que ya no se puede distinguir lo real de lo falso. Deepfakes, chatbots y la “basura de inteligencia artificial” —contenidos generados automáticamente sin verificación— erosionan nuestra realidad compartida. Su propuesta es fortalecer el periodismo como servicio público, como método colectivo para distinguir lo cierto de lo fabricado.
Los grandes conglomerados tecnológicos manipulan la visibilidad de las noticias, los algoritmos que jerarquizan la verdad y los flujos de dinero que deciden qué medios sobreviven. Este modelo informativo, donde la rentabilidad prima sobre la veracidad, fue formalmente denunciado por la propia Frances Haugen, exempleada de Facebook, ante el Congreso de los EEUU[2]. Pero este llamado tiene un límite que Zuckerman evita mencionar: el periodismo, por más ético o robusto que sea, depende de un entorno de comunicación libre que hoy está capturado por intereses comerciales y políticos. Si el ecosistema mediático está determinado por algoritmos de plataformas privadas que premian la emoción sobre la veracidad, ¿puede el periodismo sobrevivir en ese terreno? Y, más provocador aún: ¿qué pasa cuando un Estado decide intervenir?
Frente a ese caos de mercado, China ofrece una alternativa radical: la centralización de la información, articulada a través de un robusto marco legal que incluye la Ley de Seguridad Cibernética,[3] las Regulaciones de Gestión de Algoritmos Recomendadores[4] y las Normas de Gestión de Servicios de Información Generativa por IA.[5] En lugar de delegar la construcción del sentido público a empresas privadas, el Estado chino regula los algoritmos, censura contenidos falsos o ‘socialmente dañinos’ —categoría definida de manera amplia por las autoridades— y exige trazabilidad en todo material generado por IA. El Partido Comunista Chino, PCCh, mantiene el dominio sobre los medios y plataformas, operando bajo una supervisión partidaria que incluye al Departamento Central de Propaganda del Partido Comunista Chino y la Administración de Prensa y Publicaciones, asegurando que todo contenido refuerce la narrativa oficial.
Esta respuesta alternativa resulta tan inquietante como eficaz: su modelo informativo combina censura, regulación algorítmica y vigilancia digital que ha limitado en gran medida la proliferación de discursos de odio, campañas de desinformación y manipulación electoral.[6] Mientras las Democracias Liberales se ahogan en una avalancha de noticias falsas, Beijing regula la Inteligencia Artificial obligando a las plataformas a etiquetar y verificar su origen, y castiga la difusión de rumores digitales.
Para Occidente, que el Estado establezca la versión oficial de los hechos, es autoritarismo. Pero también es cierto que el sistema mediático chino no sufre el mismo colapso de confianza que las democracias liberales. En lugar de un mercado saturado de verdades alternativas, el PCCh mantiene una narrativa centralizada que, aunque rígida, ofrece estabilidad cognitiva y evita que la información se convierta en arma. El costo es enorme —la supresión del disenso, el silencio de voces críticas—, pero el resultado práctico, en términos de cohesión social, es innegable.
Un comparativo clave radica en los intereses económicos subyacentes. En Occidente, el capital privado domina los consorcios mediáticos y plataformas, influyendo directamente en los gobiernos. En Estados Unidos, un puñado de corporaciones mediáticas y tecnológicas —Disney, Paramount, Warner, Fox News, Alphabet o Meta— concentran audiencias y recursos, y priorizan sinergias y rentabilidad. Estas firmas no solo moldean contenidos —a veces para favorecer intereses de sus dueños, como ocurre con Jeff Bezos y The Washington Post, o con figuras como Elon Musk y X— sino que influyen en las políticas públicas mediante lobby y donaciones políticas y “captura corporativa”[7], moldeando políticas para beneficiar sus intereses y erosionando la democracia al priorizar el dinero sobre la participación ciudadana.[8]
En contraste, en China, el PCCh se inserta en el tejido privado mediante células partidarias en empresas y regulaciones que obligan a alinear sus operaciones con los objetivos estatales. El Estado regula infraestructura, energía, telecomunicaciones y finanzas, dirigiendo la inversión pública y privada para garantizar servicios básicos accesibles a toda la población. Aquí, los intereses económicos no capturan al gobierno revirtiendo la dinámica occidental: los intereses económicos se subordinan a los del Estado. Sin embargo, en ambos sistemas la “verdad” está subordinada: en Occidente es fragmentada y mercantilizada; en China, unificada y estatalizada.
Zuckerman apuesta por el periodismo libre como antídoto contra la desinformación; China apuesta por una arquitectura centralizada. Ambas estrategias intentan responder a la misma crisis: la pérdida del sentido común compartido. Occidente teme la mentira; China teme el caos. En una, la verdad es un proceso de debate público; en la otra, una decisión de Estado. El dilema es que ninguna fórmula parece sostenible. El modelo liberal corre el riesgo de ahogarse en su propia libertad: cada usuario, cada bot, cada influencer funciona hoy como un medio sin responsabilidad. El modelo chino, en cambio, reduce la histeria colectiva suprimiendo el circo mediático al precio de silenciar la duda. Pero sin cuestionamientos, contraste ni debate público no hay verdad: solo orden, y el orden —cuando sustituye al pensamiento— termina sirviendo al poder, no a la sociedad.
Quizá el futuro exija una síntesis: sistemas de verificación distribuidos, regulaciones internacionales sobre la IA y mecanismos que garanticen la transparencia del origen —como un registro público de “huellas digitales”— que aseguren tanto la libertad informativa como la autenticidad del contenido. Ni la anarquía algorítmica ni el paternalismo digital deberían definir el destino de la verdad. La pregunta de fondo no es si debemos elegir entre libertad o control, sino cómo los ciudadanos podremos arrebatarle a los intereses económicos y políticos el control del proceso colectivo necesario para descubrir en sociedad la verdad.
[1] Deepfakes and chatbots are eroding our shared reality
[2] Exempleada de Facebook declara ante el Congreso de EE.UU. con fuertes críticas
[3] ¿Qué es la Ley de Ciberseguridad de China? Explicación de los puntos clave para su cumplimiento | MONOLITH Law Office
[4] China regula los sistemas de recomendación de internet: lucha contra las fake news y los algoritmos de decisión de contenidos – The Technolawgist
[5] El Gobierno chino establece normas sobre IA generativa
[6] Los ciudadanos chinos eligen directamente a los diputados de las asambleas populares en los condados, distritos y ciudades-condado desde 1980.
[7] La captura corporativa de los medios de comunicación ocurre cuando los intereses económicos de sus propietarios, anunciantes o socios comerciales influyen o determinan el contenido informativo, sesgándolo para beneficiar sus propios negocios o agendas políticas afines.
[8] Cae la confianza en medios informativos, incluida la prensa local, en EU: Pew Research Center


