Hemos presenciado en días anteriores un nuevo golpe antidemocrático en nuestro subcontinente. Pero permítame el lector un breve contexto histórico para hablar de esto. Los más jóvenes no deben olvidar que a nuestra historia colonial del siglo XVI al XIX se le suma la política injerencista de los Estados Unidos desde el siglo XX en América Latina. El objetivo es muy claro: las riquezas como materia prima y los procesos productivos que permitan aprovechar la mano de obra barata deben beneficiar a la metrópoli o al imperio. Para ello, este proceso histórico ha formado oligarquías nacionales que se vuelven gerentes regionales en este sistema de dominio.
La oleada de independencias desde inicios del siglo XIX significó la transición de colonias a repúblicas, lo que significa que se reconocía la autonomía política, pero no solo eso, también significó que el país en cuestión comenzaría la conformación de una estructura capitalista moderna y su transformación pasaría de una forma totalmente extractiva a una industrial capitalista. Y si bien cada país tiene su historia particular con sus diferentes ritmos de evolución, comparten una característica peculiar: los países latinoamericanos quedamos en pasos intermedios en este proceso, la industrialización solo funcionó para mejorar la forma extractiva.
Debo señalar que por forma extractiva entiendo un proceso en el que determinado país trabaja incansablemente en sus diversos sectores económicos para sostener una estructura de desigualdad crónica: el enriquecimiento va dedicado exclusivamente para la clase capitalista, compuesta de los oligarcas nacionales en conjunto con los oligarcas mundiales.
Es por ello por lo que durante la segunda parte del siglo XX se desarrollaran en la región una serie de dictaduras militares (o paramilitares) apoyadas por los Estados Unidos, siempre en contubernio con las oligarquías locales. El objetivo es, de nueva cuenta, claro: contener cualquier proceso social y político que ponga en entredicho el modelo de saqueo.
Todavía hoy resuenan las bombas, disparos y los gritos de tortura de una guerra sucia que ahogó las expresiones sociales de protesta. El problema fue, entonces, que esta andanada, debido a su fuerte componente de violencia directa no permitía la estabilidad necesaria para tomar las ventajas económicas de una república económica.
Por ello es por lo que surge la necesidad de vestir ideológicamente a este proceso bajo la conceptualización de una democracia. Se aprovechó el necesario impulso de la sociedad exigiendo un alto al dominio, y se canalizó esta energía a una forma estrictamente electoral. Se construyó un andamiaje ideológico y jurídico que supuestamente superaba aquella pesadilla dictatorial. Pero la verdad es que no fue así. De lo que se trató fue de permitirle a las oligarquías locales el control del proceso político, pero sobre todo económico, para permitir la consonancia de las acciones del Estado local con el del Estado trasnacional. Esto es el neoliberalismo.
Actualmente transitamos por la segunda oleada de gobiernos progresistas, la primera tuvo lugar en la primera década del siglo XXI, esto significa que, en mayor o menor medida, cada uno de los países tiene intentos por dejar de ser repúblicas económicas neocoloniales y para ello es necesario romper con la gerencia del proceso económico en manos de la oligarquía. Por lo que el proceso de democratización siempre implica, por concepto, la lucha contra la oligarquía nacional e internacional.
Este modelo de saqueo ha sido, desde luego, exitoso, logró convencer a la población de que la pauperización y la miseria son momentos normales en toda economía moderna. Por supuesto que este engaño fue creado por el circulo vicioso de un proceso productivo inhumano y extenuante, alimentación de muy baja calidad y un sistema de comunicación intervenido por los intereses de la oligarquía.
El proceso de liberación será, por tanto, diferenciado de acuerdo con los problemas particulares de cada país. La oligarquía logró constituir el control de medios de comunicación y la construcción de una estructura jurídica que asegura que lo legal tienda a beneficiar a las élites y no a las poblaciones. Por ello es por lo que frente a la mínima reforma a estas estructuras las oligarquías usan sus medios de comunicación para vociferar y activar la propaganda de que los “líderes populistas” atentan contra la democracia y se convierten en rabiosos dictadores. Para sostener esta narrativa inventan acusaciones de corrupción o enriquecimiento ilícito (casualmente la actividad normal de las élites).
Por tanto, lo que ocurre en estos momentos en Argentina con la sentencia a cárcel de Cristina Kirschner, para abrirle paso electoral a la derecha y el golpe parlamentario a Pedro Castillo son dos episodios de una misma serie: las oligarquías intentando recuperar el poder político a toda costa. Perú, especialmente, tiene una estructura parlamentaria que le dota de alta inestabilidad al país sudamericano, para muestra de ello recordemos que en un lapso de 6 años han tenido 7 presidentes. Es un país que no ha podido superar la cultura política del fujimorismo, que es la forma particular de expresión oligárquica de la historia del Perú (así como el salinismo para México).
En suma, ya no se trata de golpes abiertamente violentos, sino que se disfrazan con lenguaje constitucional, acompañados de propaganda tergiversadora (incluyendo llamarle dictador a Pedro Castillo) el llamado golpe blando, es un acto antidemocrático por excelencia, en el que las oligarquías imponen su visión por encima del pueblo, es decir, exigen su patente de corso de imponer sus intereses, esos son los verdaderos dictadores.