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Gritar en Michoacán: voces contra la rendición

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NOTA DEL EDITOR: “GRITAR EN MICHOACÁN: Voces contra la rendición” es un trabajo periodístico que se adentra en redes sociales para dar voz a los protagonistas de la violencia en aquel estado. Se trata de ciudadanos anónimos que desde páginas web dedicadas a combatir la delincuencia organizadas cuentan, por primera vez, lo que sucede en sus tierras.

En la primera entrega habla Juan, profesor de literatura, desde el perfil de Facebook “Valor por Michoacán”, detrás de una computadora en el municipio de Pajacuarán, ubicado al noroeste de la entidad.

 

Oscar Balderas / @oscarbalmen

(20 de agosto, 2013).- Cuando termines de escuchar mi historia, pensarás que lo estoy inventando todo. Te advierto que no creerás que te hablo de México, de Michoacán, la tierra de los independentistas José María Morelos y Pavón y Josefa Ortiz de Domínguez ¿y por qué te hablo de ellos? Porque aquí somos esclavos tratando de independizarnos del infierno que nos rostiza desde 2006.

Para empezar te diré que me llamo Juan, pero ese no es mi verdadero nombre. Si te lo digo, es probable que termine como mi vecino Ramón, a quien unos soldados lo sacaron de su casa en la madrugada, lo subieron a una camioneta sin placas, lo “tablearon” hasta desgarrarle la piel de las nalgas y luego lo aventaron inconsciente a una zanja donde unos perros lo mataron. Dejó a una viuda que no come ni duerme y dos hijas que se orinan en la cama desde que su papá ya no está. Todo porque denunció que en un cateo ilegal unos “milicos” le robaron unas joyas a su hermana ¿ves por qué te digo que me llamo Juan?

Vivo en Pajacuarán, pero no te diré cerca de qué cerro, camino de tierra o mi calle. Si me buscan, me van a encontrar y no quiero que mi esposa y mi hijo encuentren mi cuerpo tasajeado, quemado, decapitado, colgado o desollado en la calle antes de que mis vecinos puedan colocarme una sábana blanca y ocultar las señales de tortura que reciben los que hablan sobre lo que sucede en mi pueblo.

También te diré que hoy es 14 de agosto de 2013 y tengo mucho miedo. No me puedes ver, pero respondo tus preguntas a través de Facebook y mis manos sudadas se resbalan en el teclado. Quiero creer que eres un periodista y que no eres un narco, policía municipal, federal, guardia comunitaria, grupo de autodefensa o militar que en unas horas vendrá por mí y con la evidencia impresa me “molcajeteará”, que aquí ya no significa preparar una salsa para las enchiladas placeras típicas de aquí, sino rasurarte la piel con un machete y aventarte sosa caustica para que te consumas como caracol freído en sal.

¿Por qué he decidido hablar ahora? Porque desde 2006, cuando nos empezó a llevar la chingada, pensé que la mejor protección era callar. Que, si me quedaba inmóvil, la guadaña del crimen no nos rozaría y un día, luego de tanta noche maldita, amanecería en mi pueblo y nos miraríamos la piel sin rasguños. Nada de eso pasó. Callé y eso no impidió que en 2007 unos policías federales abusaran sexualmente de mi cuñada con el pretexto de hacer una revisión corporal en busca de cocaína; en 2008, encontraron al mejor amigo de mi hijo colgado de un puente peatonal; en 2009 nos despedimos de “don Chava”, el dueño de la tienda de abarrotes que desde niño me vendía paletas congeladas y a quien encontraron sin orejas ni dedos porque no pagó el derecho de piso a La Familia Michoacana.

Y la cosa se puso peor: en 2010 vino la ola de “levantones” de jóvenes que se negaron a participar en el narco y ahora todos suponemos que unos doce trabajan esclavizados en algún campo marihuanero o están enterrados en alguna narcofosa; en 2011, la primera comunión de mi ahijado se suspendió por una balacera de tres horas entre militares y sicarios; y en 2012, una mañana –no te diré día o mes– amaneció mi casa con balazos en la fachada como evidencia de que todos en este pueblo tenemos una historia de horror que contar.

En 2013 me aterra que el siguiente sea mi hijo, que está a punto de terminar la preparatoria. O mi esposa. O mis hermanas, quienes también viven aquí. Sé que es cuestión de tiempo, que se están acercando, que cada vez escucho más cerca de nosotros esas voces burlonas que entran a tu casa y te gritan “perro”, “hijo de toda tu puta madre”, “puta”, “joto” y que disfrutan decir frases como “ya te cargó la chingada”, “ahora vas a ver lo que es bueno”, “voy a acabar contigo”, “vas a preferir haberte muerto, pinche indio”.

Por eso quiero hablar y decir que esto no está en calma. Nos estamos muriendo aquí. Nos están matando y nos morimos del miedo. Esto no es vida y ni se le puede llamar Estado de Derecho a lo que sucede en Pajacuarán: se acabaron las fiestas ruidosas, las comidas en la calle, las ganas de salir a caminar de madrugada y hablar mientras nos techa un cielo estrellado. Aquí, hasta para ir por tortillas nos hablamos con amor, nos besamos, nos despedimos con un “vuelve pronto”, porque no sabemos si nos volveremos a encontrar.

Mi historia es como la de muchos otros aquí: vivimos extrañando a los que nos mataron, preocupados por los que nos matarán. Arrastramos la violencia del pasado al presente y nos desesperamos imaginando el futuro, porque desde 2006 nos prometieron que esta tierra se iba a enfriar y sólo se ha calentado bajo nuestros pies.

Nadie habla de esto. Unos por conveniencia, otros porque tienen miedo de venir a Michoacán. Yo he decidido hablar porque necesitamos ayuda. En mi pueblo ya son muchos encajuelados, encobijados, enlonados, personas que son obligadas a cavar una fosa y luego enterrados, hombres que aparecen sin lengua, mujeres con los pechos mordidos, niños con tiros de gracia.

Mi historia no puede acabar así. Yo, Juan, quiero vivir más, envejecer con mi esposa, ver crecer a mi hijo, tener nietos y volver a caminar los campos de sorgo con la tranquilidad de un niño en su casa.

Quiero que, como tú, piensen que lo estoy inventando todo. Y cuando eso pase, yo sonreiré, triunfante, porque eso significará que la guadaña de la muerte está lejos de mis nietos.

Y que hablar, aunque sea a teclazos sudados de miedo, funcionó.

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