El proceso de transformación que vive nuestro país no es solamente fruto de la batalla interna o individual de México como estado-nación, sino un proceso a escala global. Son muchos los países que están teniendo cambios al interior de sus fronteras, pero también los sistemas supranacionales a escala geopolítica nos hablan de un momento de transición histórica. Símbolo de esto es la pérdida de hegemonía de EUA y su órbita occidental frente al advenimiento de la fuerza asiática y el bloque que, por razones ideológicas, estratégicas y geográficas, es atraído al proceso de consolidación de China como un nuevo polo de desarrollo mundial.
La economía capitalista implica necesariamente al mercado, pero no todo mercado es necesariamente capitalista. De ahí que esta diferencia entre titanes no sea solamente una pugna por quien domina el actual sistema sino un cambio de los pesos y contrapesos para definir el tipo de sistema que habrá de surgir. En la entrega anterior analizamos, por ejemplo, la irracionalidad de la guerra como un proceso provocado antes que un accidente que requiere una solución. Podríamos decir que el triunfo de la razón imperialista norteamericana es, por su propio éxito, el advenimiento de la irracionalidad militar.
De aquí se desprende una reflexión profunda y necesaria, toda vez que el poder hegemónico implica también el despliegue de la normalización de estructuras de dominio que, aún con su profunda violencia, aparecen como “naturales” o “inamovibles”. En este caso me refiero específicamente a una característica genética de los países que se han desarrollado dentro del área de influencia norteamericana: la proyección de una “sociedad civil”, aparentemente pacífica, que esconde lo “militar” como una excepcionalidad.
Así, en la historia latinoamericana tenemos la diferenciación entre gobiernos civiles que se distinguen de gobiernos militares, estos últimos son nuestra referencia de un drama de desapariciones y asesinatos que se elevaron al grado de dictaduras. Pero se olvida que gobiernos civiles también han impulsado guerra sucia y desapariciones sistemáticas como lo hizo el PRI en nuestro país o la guerra abierta y burda como la que impulsó el PAN. Lo que quiero decir es que no hace falta lo militar para invocar los horrores de la violencia capitalista.
Walter Benjamin, el gran pensador de la historia, crítico de la modernidad occidental, vivió en carne propia uno de los episodios más oscuros del capitalismo: el holocausto. Desde esta experiencia, antes de su terrible suicidio, perseguido por las fuerzas fascistas, escribió en sus famosas “tesis sobre la historia” que lo que el mundo presenciaba como el horror nazi no era una alteración o excepción del estado de cosas sino la cruda representación de su normalidad. Es decir, el capitalismo es una relación de dominio que necesita de la violencia militar para su desarrollo, aún cuando esta se esconda detrás de una careta “civil”.
Y es que cuando las cosas se salen de control para el polo dominante capitalista irrumpen en la apariencia pacífica (que han sido pocos años en los que no ha habido una confrontación en el mundo) y es la fuerza militar la que busca restaurar el estatus quo. Por ello es por lo que la llamada sociedad civil es, en realidad, una dialéctica constante en conjunto con lo militar. Además, en el concepto de civil se encuentra también la visión individualista de la democracia liberal en el cual los alcances del voto son limitados y sistemáticamente impugnados por vías extra-democráticas: golpes de estado blandos, distorsión mediática, cooptación de instituciones por las élites, guerra híbrida, etc.
Si bien, como en la anterior entrega distinguimos, existen dos tipos de gastos militares: el imperialista y el de defensa (punto importante para el entendimiento del actual proceso de pacificación que vive el país), no debemos dejar de tener en el horizonte la superación de esta dialéctica capitalista donde la violencia se mantiene latente bajo la normalización institucional de la violencia base: la explotación de las y los trabajadores.
En nuestras aparentes sociedades democráticas bajo el signo que aquí comentamos siguen normalizando jerarquías verticales y relaciones de poder económicas, baste señalar que en la burocracia y en las empresas la supuesta libertad se reduce a la obediencia ciega a los mandos superiores.
En suma, es necesario superar estas violencias estructurales a un estado de democracia popular, es decir, no una “sociedad civil” sino una comunidad orgánica en la que se tomen decisiones conscientes en función de lo humano y no en función de las necesidades del capital. El pueblo vivo y soberano es la verdadera fuente de solidaridad y conocimiento sobre sus profundos problemas, de donde se pueden rescatar formas de organización cooperativas y solidarias, genuinamente diferentes de la jerarquía civil-militar capitalista. El camino será largo pero debe ser claro para proyectar una democracia popular y horizontal para darle vida a los nuevos tipos de sociedad que habrán de venir en el siglo XXI.