El segundo tercio del gobierno de Enrique Peña Nieto comienza con el peor de los augurios: la criminalización de la protesta social, sobre todo con el afán de inmovilizar a la juventud, el sector más combativo de la sociedad en este momento, cuando los trabajadores se encuentran atrapados por la inactividad política de sus organizaciones sindicales, otro de los objetivos sustanciales del Consenso de Washington. Los meses venideros ratificarán que no existe voluntad de cambio del grupo en el poder en favor de la sociedad mayoritaria, único medio concreto para salir de la crisis estructural que se inició hace tres décadas.
Peña Nieto, arropado por el desgobernador que más lo imita con el fin absurdo de ser el sucesor en Los Pinos el próximo sexenio, afirmó: “Tenemos que hacer un cambio radical, un cambio explícito que posibilite mayor desarrollo, que venga industria, que haya mayores fuentes de empleos, de oportunidades para los habitantes de estas tres entidades” (Chiapas, Oaxaca y Guerrero). No se molestó en decir cómo planea hacer ese “cambio radical”, porque sus palabras son pura demagogia que serán olvidadas en cuanto se las lleva el viento, como bien lo sabe.
Reconoció que la masacre de Iguala, “evidenció la debilidad institucional para hacer frente al crimen organizado, hoy en mayor número, y sobre todo, con armas y capacidades de fuerza mayores que hubiese tenido antes”. Sin embargo, ese no es el problema central del país en la actualidad, sino la preeminencia de una oligarquía insaciable, protegida por la fuerza de Estado, sobre el resto de la sociedad. De ahí el origen de la dramática desigualdad que caracteriza a México, cuyas consecuencias están profundizando la crisis estructural que afecta a la gran mayoría de mexicanos.
Lo que no quiere reconocer Peña Nieto, y con él toda la derecha en el poder, es que la masacre de Iguala evidenció la decadencia plena de una élite gobernante carente de una mínima dosis de ética, ávida de riquezas y de privilegios, que no aceptará perder por medio del voto ni mediante fórmulas democráticas. De ahí el imperativo de que la sociedad se organice como lo está haciendo, ajena a los partidos, porque no son el camino a seguir conforme a la experiencia de los últimos años, a partir de la reforma de Jesús Reyes Heroles, que abrió las puertas a la oposición, incluido el Partido Comunista, medida que sólo contribuyó a su control y envilecimiento, como lo demostró el PRD a las nuevas generaciones.
Será la sociedad organizada, sólo ella, la que pueda hacer los cambios fundamentales que salvarán a México del caos que se asoma vertiginosamente. Mientras no se organicen los sectores sociales ahora desperdigados, el país continuará resquebrajándose. No cabe esperar que algún caudillo, por carismático que sea, pueda conducir a los mexicanos a la meta que urge alcanzar: la democracia participativa e integral, pues los partidos tarde o temprano contemporizan con los poderes fácticos. Este es el riesgo en que está el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), si no confía en los ciudadanos como su principal fuente de apoyo político.
Tal es la trascendencia de la movilización ciudadana a partir del horrendo crimen de Estado en Iguala, la suma de todos los horrores del sistema político desde hace tres décadas. Los hechos parecen demostrar que la ciudadanía de todo el país abrió ya los ojos a la realidad, y no volverá a cerrarlos a pesar de la demagogia apabullante de la clase política en el poder, de la capacidad innegable del duopolio televisivo para enajenar a la sociedad, del poder real de las fuerzas armadas cuya alta oficialidad está absolutamente comprometida con la oligarquía.
Dice la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que ve “con profunda preocupación que la violencia, la ilegalidad y la impunidad ponen en riesgo, como nunca antes, la convivencia pacífica y la estabilidad del país”. Pues sí, así es, sin embargo no señala las causas de tan dramática realidad ni mucho menos señala mecanismos para remediar los males que conllevan la violencia, la ilegalidad y la impunidad. También acepta que “lo peor que puede ocurrirnos es acostumbrarnos a ese clima de inseguridad”. Eso es precisamente lo que quisiera la Derecha profascista en el poder, para usar la fuerza “legítima” del Estado como algo natural. La sociedad organizada es la única que puede evitarlo.