Pan y circo se lamentaba Juvenal al ver la pasividad y conformidad de los ciudadanos de la República romana ante la corrupción de las elites. Desde entonces, ha sido divisa de las oligarquías: mientras haya alimento -lo básico- y entretenimiento masivo, la gente se conformará y habrá paz. De ahí a la sociedad del espectáculo sólo fue necesario que se mundializaran las comunicaciones instantáneas. Hace poco más de medio siglo, Guy Debord definió al mundo contemporáneo como sociedad del espectáculo, en el que la política nos expropia la identidad, la historia, la memoria, el lenguaje, para devolvérnoslo inocuo, vacío, despojado de su valor y su poder, una representación invertida de lo real.
En su epílogo de 1990 a la traducción italiana de los Comentarios a la Sociedad del espectáculo de Guy Debord, Giorgio Agamben escribe: “el capitalismo (o como quiera que se le llame al proceso que hoy domina la historia mundial) no se trata sólo de la expropiación de la actividad productiva, sino también y sobre todo de la alienación del lenguaje mismo, de la naturaleza lingüística y comunicativa del hombre, de ese logos con el que un fragmento de Heráclito identifica lo Común. La forma extrema de esta expropiación de lo común es el espectáculo, es decir la política en la que vivimos”.
Acababa de derrumbarse la URSS y Agamben, con Debord en el horizonte, ya vislumbraba el meollo del papel del circo en la sociedad por venir. Más adelante en el mismo texto, refiriéndose a la exhibición de los cadáveres del presidente de Rumania, Nicolae Ceausescu, y de su esposa en la televisión mundial, apunta: “Lo que todo el mundo vio en vivo en las pantallas de televisión como la verdad verdadera, fue una mentira absoluta y, aunque la falsificación parecía a veces obvia, fue autentificada como verdadera por el sistema mediático global, de modo que queda claro que la verdad, de ahora en adelante, es sólo un momento en el necesario movimiento de lo falso. Así, la verdad y la falsedad se volvieron indistinguibles y el espectáculo quedó legitimado únicamente a través del espectáculo”.
Desde entonces hemos visto innumerables Ceausescu en grotescas imágenes de salvajismo -de las más recientes: la ejecución de Muamar el Gadafi en Libia- reproducirse ad nauseam en los medios corporativos. La venganza es justicia; el dictador no es humano y merece un destino brutal. En occidente, la industria del espectáculo ha sido la piedra de toque en la evolución del poder imperialista anglosajón. Si ya en la post Primera Guerra los servicios de inteligencia hablaban de las “juventudes histéricas” que podían ser manipuladas mediante la administración del entretenimiento y la diversión, hoy en día, los principales servicios de inteligencia occidental -CIA, MI5, Mossad- ejercen un control férreo de las líneas editoriales de los grandes medios y participan en la industria del entretenimiento a través de un centenar de agentes y empresas. Zelensky, producto acabado de una falacia construida durante años, en sus espectáculos televisivos ametrallaba a los diputados en plena sesión para “liberar” a los ciudadanos de la tiranía del poder. Prohibidos los partidos políticos de oposición y exiliados, presos o muertos sus liderazgos; anuladas las elecciones y vendido el 40% del territorio a fondos financieros, Ucrania es ejemplo de democracia y libertad.
Es ampliamente conocida la relación entre la CIA y Hollywood, por ejemplo, para construir la narrativa dominante después de la SGM. Su impacto es crucial: hoy casi el 70% de los jóvenes alemanes cree que Estados Unidos, no la URSS, venció al nazismo. Pero sobre todo a partir de los años ochentas, la CIA operó una nueva forma de recolectar información de inteligencia y propagar su versión de la historia. Lo ha hecho siempre, pero ahora se trataba de hacerlo de manera sistemática. Políticos, periodistas, intelectuales, empresarios, académicos y, por supuesto, artistas del espectáculo, comenzaron a colaborar con la CIA o cualquier otra de la veintena de agencias de inteligencia de EEUU, a través de espacios mediáticos, ferias y conexiones de negocios, becas, publicaciones, estancias académicas, premios, apoyos políticos. Miles de centros de estudios, oenegés, medios de comunicación y empresas de entretenimiento operan este “poder suave”. No se consideran agentes, sino “activos” que cumplen dos funciones principales: brindan información de primera mano sobre el país y asuntos de interés; y reproducen información a modo. En conjunto, crean la llamada postverdad, una versión necesaria de lo falso.
Las Olimpiadas en general, pero de manera muy destacada las actuales de París, resultan icónicas si las vemos con la mirada de Debord/Agamben. Desde la inauguración, el evento ha sido una oda a la falsificación y la mentira, una mezcla un tanto incoherente de señas, símbolos y expresiones de aparente “inclusión”, pero que enmascaran un trasfondo distinto y opuesto a lo que representan las batallas legítimas por el reconocimiento a la diferencia. La clausura redondeó el esperpento.
La apropiación de una agenda específica para representar un símbolo religioso, alternada con expresiones y gestualidades propias de las redes de pedofilia, es indicativo de la deriva ética a la que nos ha conducido nuestra sociedad del espectáculo. Otras referencias religiosas muy particulares fueron también utilizadas. El vellocino de oro y la alusión a una especie de satanás en la clausura con honores a una bandera blanca y azul hace referencia a una tradición religiosa que tiene su expresión concreta en varios de los líderes más visibles del sionismo contemporáneo, que comparten una visión mesiánica, racista y torcida del judaísmo y la llevan a la normalización del crimen. El vellocino de oro es el sionismo: representa la avaricia, el poder y la supremacía.
Para los rabinos más cercanos al poder israelí, no sólo Dios les dio la tierra que le han arrebatado a los palestinos, sino que les permite cometer los crímenes más atroces contra los “gentiles”. “No es inmoral violar a un prisionero, es nuestro derecho por mandato divino” dijo el rabí en jefe del ejército “más moral” del mundo. Por ello, cuando la policía israelí detuvo a siete soldados por la violación de un prisionero palestino de 14 años con un tubo hasta matarlo, se desató una gran movilización de colonos exigiendo la liberación de los acusados. Lo lograron. Pero también lograron que saliera a relucir que esta forma de tortura es una práctica común desde hace años y que también participan mujeres. Al menos dos “atletas” olímpicas israelíes están señaladas por violar tumultuariamente a prisioneros, hombres y mujeres. Hoy Israel tiene a cerca de diez mil prisioneros, sin juicio ni proceso legal abierto, expuestos a la moralidad israelí, premiada con medallas olímpicas.
Pero no es todo: el principal autor se presentó en la televisión a justificar sus actos en un debate en el que todos los participantes defendían su derecho a violar palestinos y, en general, a “gentiles”. Se presentó encapuchado; días después, ya exonerado del todo, mostró su rostro y su orgullo en redes sociales haciendo un llamado a aplicar sin piedad esa “ley de Dios”. No sorprende que el 70% de la población israelí está de acuerdo con el exterminio palestino. Esa misma gente diseñó el espectáculo olímpico. El autor del espectáculo, así como varios integrantes del elenco, se ha declarado ferviente sionista.
Así, la lectura sionista del Talmud y la Torah como la justificación del genocidio se hizo presente en el vellocino de oro, el satán y los colores israelíes. El espectáculo olímpico es la exaltación del poder que ofrece al mundo la verdad de lo falso: exterminar un pueblo inerme es justo y merecido. El soldado israelí que presume su medalla de la misma forma como presume su firma en la bomba que arrojará sobre Gaza, es esa verdad de lo falso, la verdad del mal, que la sociedad contemporánea disfruta y celebra.
Los principales servicios de inteligencia occidental -CIA, MI5, Mossad- ejercen un control férreo de las líneas editoriales de los grandes medios.
Todo el ropaje que se le construyó a las Olimpiadas como una justa de la fraternidad y la igualdad entre los pueblos es hoy, sin tapujos, la mejor representación de la devastación ética de la sociedad occidental contemporánea; el espectáculo del vacío. Se mantiene la máscara pero se ha desdibujado, dejando ver lo que hay debajo y es grotesco.
Lo que hay es un espectáculo político que obligadamente debe expresar la supremacía occidental. Expulsar a Rusia y Bielorrusia, pero no a Israel; exentar de pruebas antidopaje a la mayoría de los atletas de Estados Unidos, Francia y Australia que compiten bajo estimulantes y ganan medallas al por mayor, mientras se hostiga a los equipos chinos con varias pruebas al día; permitir a un violador de niños competir en nombre de Holanda porque es un gran atleta; hacer razzias contra 20 mil indigentes que abarrotaban las calles de la “Ciudad Luz”; permitir que compitan militares que participaron en el asesinato de la mayoría de los atletas olímpicos palestinos, todo ello sucede mientras se exaltan valores “humanistas”. Las olimpiadas de la “inclusión”, la “justa” deportiva, le llaman con un cruel cinismo.
Todo ello, mientras en Estados Unidos, en Francia, Alemania y Reino Unido criminalizan una bandera, una frase, una combinación de colores. Más aún, el gobierno de Inglaterra impuso penas hasta de prisión a la reproducción de una publicación ajena en redes sociales considerada “prohibida”, pero protege a hordas de sionistas mientras incendian un refugio de ancianos inmigrantes.
Concluyo con Agamben sobre Debord hace 34 años: “Por lo tanto, el ‘espectáculo integrado’, aparecido recientemente, es transversal a todas las formas de gobierno político, pero adquiere una fuerza particularmente terrible en las democracias espectaculares. Se caracteriza por cinco rasgos: ‘la renovación tecnológica incesante; la fusión estatal-económica; el secreto generalizado; la falsificación sin réplica; un presente perpetuo'”.
El capitalismo ha construido una sociedad que ha erradicado, o tiende a erradicar, ese logos de lo común, lo verdaderamente diverso para convertirlo en un conjunto de individualidades sin comunión, sin comunicación, donde la mentira es real y verdadera, donde denunciar un genocidio es delito y un genocida puede subir a un podio y ser aplaudido mundialmente en otro momento icónico de lo falso, de la mentira.
@alschneiderh