Los dos años de gobierno del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, se han caracterizado por una gran capacidad de llegar a acuerdos con la clase política, y al mismo tiempo por una incapacidad que le impide responder a las demandas más sentidas de la población: una clase de bipolaridad política que podría electrocutar al grupo más cercano del mandatario.
En este contexto, vale la pena precisar los cambios que ha sufrido el país. Parece que fue ayer cuando, el 1 de diciembre del 2012, las protestas callejeras eran opacadas por la aparición de grupos de encapuchados. En la visión del periodista del Canal Once Federico Campbell, Miguel Ángel Mancera y Peña Nieto se pusieron de acuerdo: “Tengo información que la policía del Distrito Federal está golpeando y deteniendo a los jóvenes. En México se practica la política de ficción, ambos políticos son de la derecha”. Incluso el comunicólogo hoy sigue pensando lo mismo.
Si bien es cierto que han pasado meses y no se ha podido determinar para quiénes trabajan “los encapuchados”, (algunos de ellos lo hacen de manera independiente y sin cobrar), podemos establecer que el objetivo que se trazaron de provocar pánico en la población ha fracasado.
En las filas de la oposición hubo diferentes percepciones de las primeras horas de la administración de Peña Nieto: Martí Batres, presidente del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), declaraba que “ese primero diciembre era el debut y la despedida del Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong.” Agregó que el nuevo encargado de la seguridad nacional había demostrado su incapacidad, y lo responsabilizó de los heridos en las afueras de San Lázaro. Desde su óptica, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) no había cambiado desde su fundación en 1929. “Ellos son consecuentes con su historia, sólo saben reprimir. El tricolor mostró su rostro duro ensangrentado. Son dinosaurios que viven en otra época, en otro México que no tiene nada ver con la realidad”.
Si bien es cierto que Peña Nieto arribó al poder cuestionado por la oposición sobre la compra de votos, se consolidó a través del Pacto por México: logró construir un andamiaje legal para aplicar las reformas estructurales. Sin desgastarse consiguió el apoyo de los partidos Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD), quienes se resquebrajaron en su interior.
No obstante, al mandatario se le olvidó que no es posible alcanzar un verdadero progreso cuando las desigualdades sociales condenan a la mayoría de los ciudadanos. Sin justicia no es posible sostener un proyecto a largo plazo. En este sentido, la desaparición de los 43 normalistas el pasado 26 y 27 de septiembre son el síntoma de la enfermedad que aqueja a la clase política. En su falta de ética y su avaricia, los políticos se involucraron con el crimen organizado.
De igual forma los cuerpos policiacos, en vez de proteger a la sociedad, comenzaron a extorsionarla: el hartazgo se manifestó con el caso de Ayotzinapa. Desde ese momento la ira de la población fue creciendo, y se vio en lugares inesperados como estadios de futbol y enormes manifestaciones como la del lunes 1 de diciembre de 2014, donde la gente se manifestó de manera más organizada. Es digno de notar que la gente se ha pronunciado sin necesidad de partidos políticos.
En medio de esta crisis, la derecha y los medios de comunicación afines al gobierno federal sostienen la idea de que se debe aplicar el Estado de Derecho; y sin contemplación deben someter a los inconformes.
Muchos mexicanos, añorando a Gustavo Díaz Ordaz, piden la represión. El presidente de la República con gusto lo haría si no fuera observado por la comunidad internacional. En algo tiene razón el mandatario: México ya cambió.