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Mimetismo político: para que los políticos cambien, la sociedad debe hacerlo primero

Ivonne Acuña Murillo / @ivonneam

Por décadas la ciudadanía en México ha esperado que los políticos cambien, que antepongan el bienestar general a sus intereses personales y de grupo. Primero se pensó que un cambio de sexenio haría realmente la diferencia, ésta fue una idea que el PRI (Partido Revolucionario Institucional) supo venderle a la sociedad con mucho éxito; culpar de todo al presidente saliente y poner todas las esperanzas de mejoría en un nuevo mandatario era una “regla de oro” respetada por todos. La disciplina partidaria imponía al presidente que se iba un silencio inviolable, de manera que no podía siquiera defenderse de las acusaciones en su contra,; como contraparte, el presidente en la silla le aseguraba que ninguna de tales acusaciones supondría un juicio en su contra, su futuro estaba asegurado. El primero en violar abiertamente esta regla fue José López Portillo, cuya conciencia histórica no le permitió mantener la boca cerrada, quiso a toda costa lavar su imagen, hasta lloró en su último informe de gobierno, ése en el que “estatizó” la banca y juró defender el peso como “un perro”.

Un poco antes de que esta estrategia hiciera agua de manera evidente y la gente perdiera la esperanza de ver llegar a los puestos de elección popular a personas moralmente diferentes, el grupo en el poder comenzó a liberalizar el sistema político; en 1977, al permitir al Partido Comunista Mexicano salir de la clandestinidad y participar en las elecciones, construyendo así un supuesto sistema de partidos, al que se sumaron partidos satélite como el PST (Partido Socialista de los trabajadores), PDM (Partido Demócrata Mexicano) y otros ya existentes como el PPS (Partido Popular Socialista) y el PARM (Partido Auténtico de la Revolución Mexicana).

Lo anterior permitió engendrar una nueva ilusión en torno a la posibilidad de llevar realmente al poder, por primera vez en décadas, a un candidato que no perteneciera al PRI. La estrategia fue exitosa ya que permitió despresurizar la enorme tensión que se venía gestando desde la década del cincuenta y que tuvo su mayor expresión en el movimiento estudiantil del ’68. Sin que el partido en el poder perdiera su hegemonía, dispersar el voto opositor entre partidos que no podrían ganar fue una “idea genial”, no de López Portillo, por supuesto, sino de su secretario de Gobernación, el político-intelectual Jesús Reyes Heroles.

Pero igual que la lógica anterior tenía fecha de caducidad, ésta también se desgastó poco a poco conforme los votantes constataban que de cualquier manera “el PRI siempre gana”. La siguiente transformación fue permitir al PAN (Partido Acción Nacional) ganar la primera gubernatura, Baja California, en 1989, después de las hoy conocidas “concertacesiones” entre el PRI y el PAN, las que darían origen a un deseo acariciado sobre todo por el segundo, de convertir al mexicano en un sistema bipartidista. Para el PRI dicha opción no formaría parte de un anhelo genuino sino una forma entre muchas de mantenerse siempre al frente de la política mexicana.

Gradualmente, no sólo el PAN sino la izquierda mexicana, representada hoy por el PRD (Partido de la Revolución Democrática), el PT (Partido del Trabajo) y MC (Movimiento Ciudadano), se han posicionado al frente de gobiernos municipales y estatales, siendo el PAN el único que ha logrado hacerlo en dos ocasiones a nivel federal. Sin embargo, el desencanto de la sociedad ha crecido a medida que los electores topan una y otra vez con la absoluta falta de calidad moral de los gobernantes. Sin importar el partido al que se pertenezca, el nivel socioeconómico, el grado de educación formal, la edad, el género, los políticos mexicanos han dado muestras suficientes de compartir una cultura política caracterizada por la corrupción, las complicidades, los amiguismos, el influyentismo, el nepotismo, el egoísmo, el machismo, la misoginia y la homofobia, la intención de enriquecerse a cualquier precio, la vanidad de saberse el único fiel de la balanza, etcétera.

Ya sean de centro, de izquierda –moderada o radical–, de derecha –yunquista o moderada–, o de partidos pequeños sin ideología cuyo único credo es hacer de la política un negocio familiar, el “mimetismo político” se impone como una forma óptima de gobernar, siendo el PRI en sus mejores años el ejemplo a seguir. Todos los partidos, grandes o pequeños, han tratado de emular, con más o menos éxito, las prácticas corporativo-clientelares del PRI, faltando cotidiana y contundentemente a la promesa de erradicar las formas corruptas de hacer política. Se dieron cuenta que “el sistema como está” opera como una fuente casi inagotable de poder y “nuevos ricos”, así que ¿para qué cambiarlo? Es aquí donde la sociedad o al menos aquella parte de ella que se coloca a la vanguardia del pensamiento y la acción democrática hace su aparición.

Ha quedado históricamente demostrado que los políticos, como los alcohólicos y los golpeadores, no tienen necesidad de cambiar a menos que su contraparte cambie primero. Mientras los diversos grupos sociales apoyen, solapen, festejen, imiten, toleren las prácticas corruptas de los políticos, éstos no harán nada para mejorar su desempeño.

Tan importante es la presión de la sociedad que las transformaciones aquí relatadas han tenido como antecedente la acción continúa de grupos inconformes con la manera de hacer política en las distintas administraciones. Las guerrillas rural y urbana, las movilizaciones de los grandes sindicatos y centrales campesinas, de intelectuales, estudiantes, mujeres y hombres decididos a no consentir la reproducción de un sistema podrido hasta sus cimientos han sido y seguirán siendo vitales en la construcción de formas de gobierno en las que la equidad, la justicia, una adecuada distribución de recursos y oportunidades se conviertan en la regla y no la excepción.

En este contexto, cobran importancia las actuales denuncias por corrupción, enriquecimiento ilícito, desvío de recursos, colusión con el narco, influyentismo, pederastia y otros delitos en contra de Elba Esther Gordillo, Andrés Granier Melo, Carlos Antonio Romero Deschamps, César Nava Vázquez, Miguel Ángel Yunes Linares, Luis Armando Reynoso Femat, Genaro Góngora Pimentel, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera… Lo que sigue ahora es vigilar y exigir que verdaderamente sean castigados en caso de que tales acusaciones puedan ser probadas. De no ser el caso, impedir que vuelvan a ocupar cargos públicos ante la sospecha fundada histórica, aunque no jurídicamente, de sus conductas inapropiadas, por decir lo menos.

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