Por: Emmanuel Gallardo Cabiedes
(28 de julio, 2016. RevoluciónTRESPUNTOCERO).- Naila recibió un balazo de revólver calibre .38 especial que le atravesó la mano izquierda. Salió por la palma y se fue a alojar en la parte posterior de la cabeza, justo detrás del oído del mismo lado. Junto a ella su pareja Édgar Dorantes Martínez, de 30 años, agonizaba. Ambos habían sido baleados a plena luz del día, a bordo de la Hummer roja de Édgar mientras estaban estacionados sobre Calzada Vallejo, en los límites de la delegación Gustavo A. Madero del DF. El 24 de abril del 2012 era un sábado tan común que jamás se hubiera pensado como escenario para un asesinato.
Han pasado cuatro años desde que Naila —no es su verdadero nombre— salió del hospital. Una bola en el dorso de la mano izquierda es lo único que quedó como huella visible de aquel día en que fueron agredidos por Julio César Rodríguez Saavedra, El César, su antiguo proxeneta. Los atacó mientras ella hablaba con Édgar dentro de su camioneta, a un costado de la secundaria pública República de Filipinas, en la colonia Nueva Industrial Vallejo.
En los ojos de Naila, enmarcados por anteojos dorados, hay resignación y a la vez dureza. Está sentada en el parquet gastado y es delgadísima. Su cara angulosa y las ojeras moradas denotan, a simple vista, una adicción al crack. Lo compruebo cuando saca una pipa de vidrio tiznada por el uso con la cual, por momentos, juguetea entre los dedos.
Me platica cómo Édgar le dijo sólo unos días antes de que todo sucediera, dentro de la misma Hummer, que lo querían asesinar: “Me quieren bajar. No quiero velorios ni esas madres, mija, ¿va?”. Naila le dijo que seguramente “saldrían del pedo”, que no fuera trágico, que pagarían la deuda de toda la piedra y que no pasaría nada.
Ella guarda silencio mientras acude a sus recuerdos y me ve con la cabeza de lado, ligeramente echada hacia atrás, casi desafiante; pero sé que en realidad es más alarde de entereza, de orgullo por saberse viva después de que los disparos que despedazaron los cristales de la Hummer no le arrebataran su estancia en este mundo.
Deudas de droga y prostitución fueron la razón para que Naila fuera violada y humillada por El César, un hombre de 26 años que, antes de dispararle, la regenteaba en las inmediaciones de las colonias Venustiano Carranza y Prensa Nacional, en los linderos del Estado de México.
Naila habla con una naturalidad que se mezcla con coraje. No deja de dar gracias a Dios entre las pausas que se toma cada que habla. “Me acuerdo que esa mañana estaba con el señor del puesto de jugos y le dije ‘si mi padre (Dios) no me llama, así tenga el tubo en la cabeza, yo voy a estar tranquila, qué chingados’. Y mira lo que nos pasó a las dos horas”.
El César los vio de lejos, ya con la pistola entre la ropa. Cruzó la avenida muy cerca de la estación de Metrobús Júpiter y sorprendió a la pareja dentro de la camioneta. Revólver en mano, El César se metió en el vehículo. Primero robó a Édgar los tres mil pesos que traía en la cartera, para después ponerle la pistola en la cabeza y gritarle que ya se lo había cargado.
Naila cuenta que intentó pararlo. Le dijo que con ese dinero era más que suficiente para pagar lo que le debían. Que hasta se había cobrado extra cuando la violó salvajemente dentro de aquel cuartucho de hotel agrietado y mohoso en la colonia Prado Vallejo.
“No sentí miedo, más bien coraje”, dice Naila mientras, con un alambre delgado, empuja el filtro dentro de la pipa de crack de un lado al otro.
El César no paraba de amenazarlos, sentado en la parte de atrás de la Hummer, mientras llenaba el cargador de la pistola. El proxeneta amartilló el arma frente a la escuela secundaria #87, República de Filipinas, y les vació a los dos, sin chistar, los seis tiros a menos de dos metros de distancia.
Édgar cayó recargado en su costado izquierdo. Una bala le destrozó la cara y las otras dos entraron por su estómago y pierna derecha. No murió en ese instante. Naila no gritó. No hizo más que recordar a Dios cuando él disparó en tres ocasiones. Sólo acertó en una.
“Sentí un fuerza enorme que me jalaba la cabeza”, dice Naila al explicar el momento en que la bala le atravesó la mano y se hundió en su cráneo, detrás del oído. Fue un reflejo que le hizo taparse el rostro al escuchar las detonaciones. Un reflejo que le salvó la vida. No supo cuánto tiempo pasó. Comenzó a sentir dolor intenso a la altura de las sienes y un ardor quemante detrás de la cabeza. Rezó.
A su lado, y bañado en sangre, Édgar intentaba respirar, pero no se movía. Naila extendió con grandes esfuerzos su pierna izquierda y lo intentó mover con su pie, mientras la mano herida no paraba de sangrarle. “Le hablé. Le grité que no chingara, que no me hiciera eso. Que no jugara así conmigo. Yo no podía moverme. ‘¡No me hagas esto! ¡No te mueras Gordo, no me dejes!'”.
El terror la conmocionó. Jamás le volvió a ver el rostro a Édgar. Sólo dejó de escuchar los esfuerzos que hacía por respirar, que poco a poco se transformaron en un leve silbido, hasta que sólo quedó el silencio. Los curiosos empezaron a juntarse alrededor de la Hummer roja, pero nadie intentó abrir la puerta, ni ayudarla. Poco a poco llegaron patrullas del Estado de México y del Distrito Federal, así como paramédicos que la transportaron al Hospital Balbuena, y a Édgar Dorantes al Hospital de Urgencias La Villa, en donde fue declarado oficialmente muerto.
“Cuando abrí los ojos estaban mi madre y mi abuela al lado de mi cama, en el hospital. Mi cabeza estaba envuelta, como si fuera una momia. Mi mano también estaba vendada. Llegó un ‘licenciado’ al que le platiqué todo lo que sucedió y fue él quien me dijo que mi chavo no la había librado”.
Los ojos de Naila por momentos se aguan, pero no pierde la compostura. Pasó seis días internada y sólo uno en terapia intensiva. El ‘licenciado’ que habló con ella trabajaba en el ministerio público que poco después tomó su declaración en forma, dentro del mismo hospital, en un pequeño cubículo de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.
Los doctores le explicaron que su mano contuvo un poco la fuerza del proyectil, pero aún así le fisuró el hueso occipital. Ella me pide que le de la mano y la lleva hasta a su nuca donde se puede sentir una pequeña protuberancia que, dice, “no le incomoda”. Su mano izquierda perdió fuerza y debido a los bajos niveles de calcio, según le explicó su doctor, la regeneración de hueso y cartílago no fue la mejor.
No pasó ni una semana de su alta en el hospital, cuando Naila fue visitada por agentes de la PGJDF. Habían detenido a El César en la colonia Prensa Nacional. Aún con vendas, Naila y su madre llegaron hasta el Reclusorio Norte, en la colonia Cuautepec Barrio Bajo. En el área de juzgados, los familiares de El César enviaron amenazas a Naila por medio de su abogada.
“Sentí miedo. Yo pensaba que todo había terminado, pero que se nos acerca su ‘licenciada’ antes de entrar a la sala esa llena de escritorios, y me dice así, en pocas palabras, ‘que pare el pedo’, que es mejor para mí y que me darían una feria. Yo no tenía abogado ni nadie que me asesorara. Le dije que sí y seguí caminando con mi mamá, que me llevaba del brazo”.
Julio César Rodríguez Saavedra hoy purga una sentencia de 50 años por homicidio calificado y tentativa de homicidio calificado. Naila se sigue prostituyendo en las calles de la colonia Guerrero para solventar su adicción a la cocaína.