(31 de marzo, 2014).- Octavio Paz es sinónimo de literatura para los mexicanos que reconocen su nombre. Hago hincapié en la palabra reconocer porque, entre quienes hablaron en los últimos días del escritor, poquísimos han tenido un acercamiento real a su obra.
Si Paz hubiera nacido en un país con mejores costumbres lectoras, probablemente ese reconocimiento no sólo sería por su rostro en decenas de fotografías que han circulado desde su muerte, ni por la mención constante del Premio Nobel que recibió en 1990 por su carrera literaria, ni por la moneda de $20 que pasó, por breve tiempo, de mano en mano entre los mexicanos.
En cualquier otro país, Octavio Paz sería reconocido por sus versos y sus ensayos, y no por lo que los intelectuales, muchos de ellos pertenecientes a su séquito, han dicho sobre su obra. Lo recordaríamos, quizá, como hemos recordado a poetas más cercanos a los lectores, como Jaime Sabines o José Emilio Pacheco, que se prestaron a propósito a ser recitados, que no dudaron en ser comprensibles sin restarle amor al lenguaje y a la palabra.
Pero el Paz que celebramos hoy siempre queda lejano. Quizá por su encumbramiento prematuro (porque todos recuerdan al llamado Primer Paz, el joven cuya obra alcanzó, para muchos, más éxito que su trabajo posterior), o por sus relaciones -a veces afectadas, a veces afectuosas- con el poder, o por su discurso aparentemente elevado que dejó atrás a generaciones que no han tenido acceso a la lectura y a mucha otra información.
No hay forma de ignorar esta lejanía. El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA) y la estirpe académica-intelectual-literaria de Octavio Paz organizaron un ciclo de lecturas, pláticas y actividades que giraron en torno a “nuestro único Premio Nobel de Literatura”, como reza el sitio del evento.
Sin embargo, ese esfuerzo del Gobierno Federal “de no hacer un festejo vacuo, retórico o grandilocuente” quedó, como muchas otras veces en un juego de palabras del que resultó exactamente lo contrario: un evento para unos pocos, los académicos, los intelectuales, los literatos, y los pocos seres promedio que sienten una fascinación por Paz y que, sin embargo, abandonaban aburridos las salas donde se transmitían las conferencias en video (porque la sala principal donde tenían lugar las pláticas en vivo con grandes figuras como Tzvetan Todorov o Jean-Marie Gustave Le Clézio, tenían un cupo reservado para las figuras reconocidas, Alberto Ruy Sánchez, Guadalupe Loaeza, entre otros, y, claro, Marie Jo Paz, viuda del homenajeado).
El mensaje podría ser que Paz no es para todos, mientras en revistas literarias y periódicos nacionales repuntan las opiniones a favor y en contra suya, escritas por los pocos que creen conocerlo. Pero, desde el Gobierno Federal, la cúpula intelectual y nuestras trincheras personales, hacemos un esfuerzo tan vacuo como el del festejo del centenario por revivir al poeta, por mantener con vida su mito, y cargarnos de fantasmas que sólo en la apariencia puede acercarse al verdadero Octavio Paz.
De nada sirve ya leer y releer su biografía, o darle play a las lecturas de los intelectuales que grabó el canal 22. Después de su muerte, lo que nos queda de Octavio Paz es tan burdo como la moneda grabada con su rostro: una efigie plástica que alude a un recuerdo. Lo mismo pasa con los homenajes póstumos a Jose Emilio Pacheco, y un poco con el cada vez menos mencionado Carlos Monsiváis: con el tiempo, pierde más carne el personaje, y nos peleamos por ver quién cuenta la mentira más verosimil.
Si se puede aprovechar el centenario del nacimiento de Octavio Paz que sea para acudir a las librerías y buscar las reediciones de sus libros (y leerlos, claro), sacar ventaja de que en cada esquina hablamos de él y es prácticamente sencillo encontrar sus textos. En una de esas, quizá, hacer un criterio propio sobre lo que fue el poeta y el ensayista, en lugar de alimentar el mito de lo que promete en convertirse en un monumento que deja de hablar.
De Paz nos queda la palabra, algo a lo que todo buen escritor le dedica su vida y que suele ser su mejor legado. No necesitamos la estatua que han erigido los intelectuales. El mito dejémoslo a ellos, que tanto se han divertido construyéndolo en las últimas décadas.