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Peña Nieto y su Tercer Informe: el odio y el encono

Afirman los estudiosos de la comunicación política que todo gobernante tiene que cumplir dos funciones esenciales “gestionar” y “comunicar”. Esto es, hacer lo que se prometió y comunicarlo a los gobernados. En este sentido, el Tercer Informe de Enrique Peña Nieto cumplió o pretendió cumplir con esta regla.

Su intención se ve motivada además por un interés creciente de elevar su nivel de popularidad y superar la crisis de confianza en que su gobierno ha caído después de un año considerado como el peor de la primera mitad de su sexenio.

Es así que sus primeras palabras se dirigieron precisamente a destacar aquello que  “nos molesta y perturba como sociedad. De lo que nos afecta y preocupa como mexicanos. El último año ha sido difícil para México. Nuestro país se vio profundamente lastimado por una serie de casos y sucesos lamentables, los hechos ocurridos en Iguala o la fuga de un penal de alta seguridad,  nos recuerdan situaciones de violencia, crimen o debilidad del Estado de derecho. Señalamientos de conflictos de interés que incluso involucraron al titular del ejecutivo así como denuncias de corrupción, en los órdenes municipal, estatal y federal y en algunos casos en el ámbito privado, han generado molestia e indignación en la sociedad mexicana. Estas situaciones son muy distintas entre sí pero juntas lastiman el ánimo de los mexicanos y la confianza ciudadana en las instituciones…”

Para algunos analistas esto fue un mea culpa del presidente, pero para quien esto escribe fue sólo una simple mención de algunos de los problemas que justo hicieron del tercero su peor año. No fue un reconocimiento de sus fallas pues no basta con mencionar a medias lo que pasó en Iguala sin hablar de las anomalías en torno a la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, ni de los 43 estudiantes desaparecidos ; no basta con referir la fuga de un penal de máxima seguridad sin mencionar, ni de lejos, el nombre de Joaquín Guzmán Loera, el “Chapo”, y su importancia dentro de la estructura delictiva del Cartel de Sinaloa; no basta recordar que él mismo se vio involucrado en un conflicto de interés por la compra de la llamada “Casa blanca” si habla en tercera persona como si él hubiera sido ajeno a tal situación pero, sobre todo, no basta si, a pesar de la “oportuna” exoneración del secretario de la Función Pública, Virgilio Andrade, la convicción de que tal conflicto existe permanece en gran parte de la sociedad mexicana.

Más aún, no basta si quedaron fuera de su discurso de mea culpa el caso Tlatlaya y las 15 personas que ya rendidas fueron ejecutadas por miembros del Ejército Mexicano el 30 de junio de 2014, incluyendo a una jovencita de 15 años  ; no basta si se omiten casos como el de Tanhuato, Michoacán, en el que en un supuesto enfrentamiento entre la policía federal y presuntos sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), el 22 de mayo de 2015, murieron 43 personas, 42 presuntos criminales y un agente federal. Lo que llama la atención del caso no es sólo el desequilibrio en el número de muertos de un bando y otro, sino que el 70% de los 42 presentaban el tiro de gracia.   No basta si muchos, muchos casos más como éstos quedaron fuera del supuesto mea culpa.

Por supuesto, no es suficiente si el presidente no asume su responsabilidad en cada uno de dichos eventos y sólo los menciona de “pasadita”, sin profundizar en los detalles. Minucias como su nivel de responsabilidad, de las fuerzas armadas a su cargo, de funcionarios de su gabinete; nimiedades como el curso de las investigaciones, el castigo a los culpables, la atención a las víctimas sobrevivientes y sus familias; pequeñeces como asegurar que casos como esos no sólo serán castigados ejemplarmente, sino que no se volverán a repetir.

Lo que siguió entre este supuesto mea culpa y su amplia alusión a los gobiernos populistas, fue una larga serie de precisiones en torno a los diversos programas iniciados por su administración para resolver los graves problemas que aquejan a México y que formaron parte del diagnóstico presidencial incluido en el Tercer Informe de Gobierno. Los datos duros hicieron su aparición una y otra vez, en un discurso que duró casi dos horas, a diferencia de informes anteriores cuya duración aproximada fue de una hora y en los que se rompió la tradición priísta de los largos mensajes a la nación en lo que se ha dado en llamar “el día del presidente”.

Nuevamente, la necesidad de “convencer” a la población de los logros de la presente administración se hizo presente. Se recurrió menos a la persuasión que busca mover sentimientos y emociones –esa parte se le dejó a los spots previos y posteriores al informe- y se apeló más a la razón utilizando cifras, porcentajes, “pruebas claras” de los “éxitos” del sexenio de las reformas estructurales. Se apostó por demostrar la efectividad gubernamental para pavimentar el camino de los siguientes tres años en una insistencia por asegurar que las reformas estructurales darán los frutos prometidos.

Sin embargo, una sombra aparece al final del discurso presidencial, un temor soterrado, una duda sobre si lo que EPN pretende haber conseguido y lo que promete logrará no fuera suficiente para contener “la amenaza del populismo”. Como él mismo presidente afirmó “Hay frustración y pesimismo en Europa, en Asía y en América, en prácticamente todos los continentes. Los medios digitales y las redes sociales reflejan estos sentimientos de preocupación y enojo. Manifiestan que las cosas no funcionan y dan voz a una exigencia generalizada de cambio, de cambio inmediato. En todas las naciones surgen dudas y se enfrentan dilemas sobre cuál es el mejor camino a seguir. En este ambiente de incertidumbre el riesgo es que en su afán de encontrar salidas rápidas las sociedades opten por salidas falsas. Me refiero al riesgo de creer que la intolerancia, la demagogia o el populismo son verdaderas soluciones”.

Alerta de tales riesgos hablando de ejemplos históricos que han mostrado como la insatisfacción social nubló la mente, desplazó a la razón y a la propia ciudadanía, “permitiendo el ascenso de gobiernos que ofrecían supuestas soluciones mágicas, alentando al final el encono y la discordia, destruyendo sus instituciones y socavando los derechos y libertades de su población”. Advierte también que “de manera abierta o velada la demagogia y el populismo erosionan la confianza de la población, alientan su insatisfacción  y fomentan el odio en contra de instituciones o comunidades enteras. Donde se impone la intolerancia, la demagogia o el populismo las naciones lejos de alcanzar el cambio anhelado encuentran división o retroceso”.

En contraparte se presenta a sí mismo y a su presidencia como un proyecto que busca “avanzar sin dividir, reformar sin excluir, transformar sin destruir”, como “un proyecto de cambio con rumbo”.

La reflexión obligada lleva a preguntarse ¿qué lleva a Peña Nieto a definir a su gobierno en contraposición a aquel que define como populista? ¿Es acaso que asume que la crisis de confianza por la que atraviesa su gobierno puede ser la puerta de entrada a gobiernos de otro corte? ¿Cuándo habla de populismo se refiere a alguien en particular?

Si como interpretaron algunos analistas, la referencia de Peña en torno a la “amenaza populista” se dirige a Andrés Manuel López Obrador y su proyecto alternativo de Nación, el primer mandatario estaría implícitamente reconociendo que el candidato a vencer en 2018, será nuevamente AMLO. Reconocería además al tabasqueño como el principal líder opositor aunque en los hechos no exista la costumbre de dialogar, debatir, y tener en cuenta el poder, la influencia y lugar que éste ocupa en el sistema político mexicano y en el imaginario colectivo. Estaría igualmente expresando la enorme necesidad que las élites política y económica tienen de convencer a la población de las bondades de un proyecto político-económico que a todas luces sólo beneficia al 1% de la población mundial y que en México hoy se traduce en 2 millones de pobres más como él mismo ha dicho.

En corto, el Tercer Informe de Gobierno no tiene como propósito “informar a la Nación del estado que guarda la Administración Pública”, sino convencer a toda costa a la población de que el país va por buen camino, que tiene rumbo y que ese rumbo es el único camino posible a un mundo mejor, “sin demagogia”, “sin populismos”, “sin odios ni divisiones”, “sin ruptura con las instituciones” y, más aún, “sin conflictos de interés”.

Inicia así el proceso sucesorio retomando el esquema de la guerra sucia echado a andar en contra de AMLO en el 2006 y en el 2012, como si eso no abonara a la desunión, el odio y el encono, preparando a la población para rechazar opciones diferentes a las propuestas por los grupos que han hecho del país su negocio privado.

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