(11 de febrero del 2015. Revolución TRESPUNTOCERO).- Mario Vergara Hernández acude todos los días a los cerros de Iguala. Cada mañana, bajo el sol fulgurante, carga sobre sus hombros una esperanza de que malos presagios y pensamientos equivocados se alejen de su cabeza. Sin quererlo ni tener vocación para eso, desde noviembre del 2014, se volvió un catador de fosas clandestinas en esa tierra cargada de preguntas sin respuesta.
‒¿No te da miedo recibir amenazas? ¿Las has recibido? Todo esto es absurdo… ‒preguntamos en coro, dos reporteras españolas y Revolución TRESPUNTOCERO.
‒Claro que me da miedo, pero hasta el momento no he recibido amenazas.
‒Entonces… ¿Cómo le haces?
‒Todos los días que salimos a búsquedas, me hago acompañar por estos fierritos por sí desaparezco. ‒Señala a su pantalón, donde, debajo de una playera negra que reza “Hijo: hasta no enterrarte no dejaré de buscarte”, penden un par de arneses de colores.
‒Mi familia sabe que si un día no vuelvo a casa, ellos deben de seguir buscando a mí y a mi hermano. Si encuentran un cadáver con estas cositas, a ellos les voy a hacer más fácil identificarme. También cargo unos zapatos aguantadores. Trato de llevar puestas cosas que no se los coma la humedad ni que se pudran fácilmente.
Acompañado por peritos, antropólogos y forenses de la comisión de derechos humanos dependiente de la Procuraduría General de la República (PGR), ayuda en la investigaciones del movimiento de los “otros desaparecidos de Iguala”. El grupo hasta hoy, concentra a más de 375 familias de desaparecidos en dicho municipio entre los años 2010 y 2015. Una vez que se juntaron en la Iglesia de San Gerardo, decidieron buscar a sus desaparecidos con sus propias manos.
Lo siguen haciendo. A veces va solo a las tareas de búsqueda; otras, se hace acompañar por unos cuantos policías de la Gendarmería o la Policía Estatal de Guerrero: tiene un hermano desaparecido desde el año 2012. Pero, aclara, no hay aventura de por medio. Los fantasmas que rodean a su familia, no les han dado tregua para dormir tranquilos desde hace dos años. Frente a ellos se impuso la necesidad de conocer la verdad del final de su familiar desaparecido.
Es la necesidad, reafirma.
Durante los últimos tres meses, en un peregrinar casi religioso para expiar los misterios del crimen, él, junto a su hermana Mayra, comenzaron a aplicar las enseñanzas del campo de su natal Huitzuco, para aplicarlos en una tarea antes monopolizada por arqueólogos y antropólogos. En estas intensas jornadas, a menudo sienten que la mirilla de un francotirador les apunta por la espalda. Han decidido ignorar las advertencias de no meterse en “donde no deben”.
Entre el deber y la necesidad se ha abierto un abismo.
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Desde el mes de noviembre hasta la fecha, el grupo ha podido encontrar a 49 personas ubicadas en diversas fosas clandestinas, solamente en los lindes del municipio igualteco.
Mario ha ido a casi todas las búsquedas desde que el grupo decidió encabezar las investigaciones por cuenta propia. No es un deber, vuelve a salir al traste, es una necesidad. Los juegos de la muerte, deben de ser aclarados a la brevedad.
Sus ojos que irradian un destello de luz, pese a contar con unas tres décadas de vida, dejan entrever un carácter juguetón. Casi infantil. Parpadean más rápido cuando se le cuestiona si no es un contrasentido que haya decidido buscar a su hermano en las fosas clandestinas, y no en los lugares donde podría estar retenido. Pero los juegos de la lógica no siempre obedecen al sentido común:
‒Sí, es cierto. El problema es que es obligación de la PGR hacerlo. Ellos dicen que tienen sus líneas de investigación, que tienen avances y que algún día nos darán resultados. Es difícil creerles, la verdad. Lo de las fosas lo hacemos con la intención de que se descarten posibilidades. Por cada fosa clandestina que encontramos, con un cadáver adentro que no es el de mi hermano, se abre la posibilidad de que esté todavía con vida.
“Así son las cosas”, se lamenta.
Pero también, a veces, las esperanzas se agotan.
Como un día dijo el general Rafael Videla, jefe de la dictadura militar que desapareció a 30 mil militantes de la izquierda en Argentina, “Si el hombre apareciera tendría una tratamiento X, si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento Z, pero mientras sea desaparecido no puede tener un tratamiento especial… es un desaparecido, no tiene entidad no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”.
Esa angustia, ese sin sabor infinito, los ha obligado a buscarlos entre ambas posibilidades; pero cierto, son más asequibles los muertos.
‒Quisiéramos ir sin ningún problema, tocar puertas. Pero la verdad es que si lo tienen vivo, no tan fácilmente creo que los delincuentes nos reciban con los brazos abiertos. Si buscar a un muerto es difícil, ahora imagínate que esa persona esté retenida contra su voluntad. Evidentemente corremos más peligro.
Además, añade, el tiempo apremia. Entre más corren los minutos, las horas, y los días, abre un abanico de posibilidades; muchas de las cuales, se antojan funestas. Como en el caso de su hermano.
Tomás Vergara Hernández, también conocido como El Tirantes, fue desaparecido el 5 de julio del 2012 en la comunidad de Huitzuco, Guerrero. Taxista de profesión, fue levantado por un comando armado cuando andaba trabajando. Un tiempo, los sujetos que “levantaron” a Tomás, les pedían la cantidad de 300 mil pesos por entregárselos con vida. Al no poder juntarlos en el tiempo que les pusieron como condición para regresarlo, las llamadas intimidatorias cesaron.
Con el silencio sobrevino ese estado de anomia y desesperación. Ese silencio, no sólo levantó una cortina entre ellos y sus captores. También lo hizo con las autoridades. Pese a haber interpuesto una denuncia ante la SEIDO, ningún rastro de El Tirantes les ha dado la certeza que esté vivo ni muerto.
Sus manos, por eso, ahora cavan y cavan.
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El pasado 9 de febrero, Mario llegó a la ciudad de México, acompañado de una comitiva de 27 padres de familia. En poco más de noventa días, desde aquella mítica reunión de vecinos igualtecos con el padre Óscar, jefe de la iglesia de San Gerardo, han buscado puertas, más allá de las autoridades, que les proporcionen ayuda para seguir en su incansable labor de encontrar a sus desaparecidos.
Estacionados en la colonia del Valle, donde fueron recibidos por una delegación de Amnistía Internacional, el grupo decidió quedarse a comer a una fonda pública. La calle, repleta de bullicio y oficinistas, parece de otro país. Uno lejos al tormento guerrerense.
Sin embargo, el exterior ajeno a la violencia, no puede encontrar comodidad entre una delegación de familias que buscan y buscan, como deudos de la tragedia, algunos puentes para salir del aislamiento. Mario, por su parte, en una improvisada entrevista, acomoda los dardos para romper la calma. El contraste es evidente, sobre todo cuando grita las respuestas. Las realidades se yuxtaponen en medio del grito.
‒¡Compa! ¡Compa! ¿Cuántos muertos dices que se han recuperado en Iguala…?
‒Muchos. Algo así como 114.
‒¡Ah sí! ¡Si es cierto! ‒recuerda ‒Es que han sido muchos. Hasta el día jueves de la semana pasada, nosotros, por nuestras búsquedas, habíamos recuperado 45 cuerpos. La UPOEG por su parte, cuando comenzó el escándalo por lo de Ayotzinapa, llegó a encontrar a 30; fue la vez esa de las fosas de Cerro Viejo. Y por último, en noviembre, en una fosa común del panteón Fermín Rabadán, la PGR encontró 39 cuerpos sin identificar.
Lo dice con naturalidad.
Lo dice como una voz acostumbrada a hallar cuerpos putrefactos, carcomidos por el tiempo y las raíces de los árboles.
En México, según el Registro Nacional de Personas Extraviadas y Desaparecidas (RNEPD), existen al menos 23 mil 272 denuncias por casos de desaparición. De ese número, el RNEPD apenas registra 94 casos en el municipio de Iguala y 546 en el estado de Guerrero. Es decir, menos de una tercera parte de las denuncias que se han interpuesto en los últimos tres meses en que se conformó el Comité de “los otros desaparecidos” y, un poco más de los cadáveres encontrados.
¿De quién son?
Las dudas siembran otros caminos. A unos días después de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, las denuncias que llevaban varios años archivados abrieron la posibilidad de que el número sea mucho más grande a los registros oficiales. En la comunidad de Cerro Viejo, a principios de octubre, fueron encontrados 30 cuerpos en estado de descomposición. Sin embargo, ninguno pertenecía a los normalistas. ¿Si no eran de ellos, entonces a quién pertenecían?
Por si fuera poco, las autoridades se han abstenido de ingresar a otros municipios, donde a menudo la disputa de los carteles locales y regionales –Familia Michoacana, Caballeros Templarios, Los Rojos, Guerreros Unidos y Los Ardillos, por citar a algunos– tienen azolada la región, sin que sea posible que las víctimas puedan denunciar. Por ejemplo, en la Sierra de Apaxtla, Teloloapan, San Miguel Totolapan, Coyuca de Benítez, Tlacotepec y Coyucán de Catalán, por mencionar sólo algunos.
En todos éstos, no existen bases de datos, no hay presencia de Ministerios Públicos de forma permanente, tampoco existen bases de datos genéticas y no hay posibilidad de saber si algunos cuerpos encontrados en Iguala, pertenezcan a gente de dichas comunidades o, en esos lugares haya gente de Iguala.
Comenzó la cosecha de cadáveres.
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No ha sido una sola la vez que los peritos de la Procuraduría se han equivocado en su diagnóstico sobre la forma en la que se estructura una fosa clandestina. Algunas veces, los funcionarios suelen despreciar los conocimientos de los campesinos a la hora de cavar entre la tierra. Pero ellos mismos, sobreponiéndose al desprecio, aprendieron a distinguir que entre la blandura de la tierra, suele hallarse un mal presagio.
‒Una vez ‒busca entre su memoria, Mario ‒los peritos estaban necios de que no era cierto lo que les decíamos, que ahí, en medio de unos matorrales, había una persona enterrada. Nos argumentaron que no. Que no era posible que hubiera un cadáver entre las raíces de un árbol. Yo recuerdo ese día porque personalmente le pedí a la antropóloga Atenea que me dejara enterrar la varilla. Al hacerlo, fácilmente se hundió. Cuando la sacamos, pude notar que olía a podrido.
“‘No, eso no puede ser un cadáver’, nos dijo. Insistió. Luego, para hacer como que tenía la razón, elaboró la teoría de que ese olor pertenecía a un agua subterránea que se estaba pudriendo. ‘No, volví a repetir, le digo que eso es un cadáver, nosotros conocemos ese aroma’. El chiste es que los trabajadores comenzaron a trabajar ante nuestra insistencia. ¿Cuál fue la sorpresa? Que en menos de un metro ahí estaba el muertito…”