“Hace unos días recordé todas las violencias machistas de que he sido objeto a lo largo de mi vida”, me dijo una mujer como cualquier otra. Primero, adelantó, “está muy presente en mi memoria el día que la pareja en turno de una tía materna, un alcohólico equis, me sentó sobre sus piernas con la promesa de darme una moneda, me tocó bajo la ropa interior cuando apenas tenía unos 3 ó 4 años. Yo no tenía entonces la capacidad ni la experiencia para saber lo que pasaba, pero si la sensación de que “eso” no estaba bien. Afortunadamente, pude soltarme rápido y ponerme a salvo para no volver a acercarme a ese tipo nunca más.”
“Platicando con mis primas, niñas de la misma edad (continuó), nos dimos cuenta de que no había sido yo la única que había sufrido ese abuso. Con el paso de unos años el mismo tipo rozó con su brazo el pecho de una de mis primas, una de aquellas a quien ya había agredido antes. Ella lo comentó con su madre y ésta a su vez con otra de las hermanas, ambas se rieron del hecho y dijeron a mi prima que de seguro no lo había hecho con mala intención. Hasta ahora, cincuenta años después y, hasta donde yo sé, las cuñadas del sujeto y madres de las niñas agredidas nunca se enteraron de lo sucedido, menos su pareja, la otra tía.”
“En otra ocasión (siguió narrando), ya siendo adolescentes, mis hermanas y yo fuimos con mi abuela paterna a nadar a la playa. Ahí se nos acercó un tipo que le hizo plática a mi abuela y la convenció para que lo dejara enseñarnos a nadar en ese mismo momento. Cuando acordamos ya estaba ‘tocando’ a una de nosotras con el pretexto de enseñarnos a flotar. No dijimos nada, tan sólo nos alejamos y no dejamos que el sujeto se volviera a acercar. De nuevo, tampoco la abuela se enteró de lo sucedido.”
Pero el asunto no paró ahí, siguió recordando una mujer como cualquier otra, “en una de esas ocasiones en que mis hermanas y yo íbamos de vacaciones a la playa, nuevamente con mi abuela, tuvimos que acudir a una zapatería para reparar una de nuestras sandalias. Como fuimos en más de una ocasión, mi abuela se dio cuenta de que ‘yo le caía muy bien al zapatero y que a mí me cobraba menos’, por aquellos años tendría yo unos 12 ó 13 años. Por esa razón y sin reflexionar sobre las razones del zapatero, un buen día se le ocurrió a mi abuela enviarme sola para llevar a reparar unos zapatos.”
“Al llegar con el zapatero y después de acordar el trabajo que habría de hacer y lo que iba a cobrar, él me invitó a pasar a la parte trasera del taller para mostrarme algo, no sé qué, accedí con cierto temor y antes de siquiera llegar a la parte trasera del taller el zapatero me dio un beso en la boca, ‘mi primer beso’. Intenté zafarme y él, a su vez, intentó meterme a la otra habitación. Nuevamente, por fortuna, logré escapar, de otra manera, ese hubiera sido uno de los peores días de toda mi vida. Por supuesto, tampoco volví a esa zapatería ni dije nada a mi abuela, quien murió sin saber nunca el peligro en el que, involuntaria o voluntariamente, me había puesto”.
Cuando le pregunté a una mujer como cualquier otra la edad del zapatero respondió que él tendría alrededor de 50 años y que era un tipo corpulento y en apariencia bonachón.
Después del beso, mismo que ella recordaría durante años con un tremendo asco, el zapatero “Bonachón” puso en su mano un billete de 5 pesos, invitándola a volver otro día.
La narración siguió y una mujer como cualquier otra, recordó todas las veces que había sido agredida en la calle, en el transporte, en el trabajo, en el mercado, en su colonia… hasta que la experiencia y los años la pusieron a salvo de las miradas y las
intenciones masculinas. De hecho, su testimonio terminó cuando afirmó “y yo que pensé que era afortunada por no haber tenido que pasar por los horrores de las mujeres golpeadas, violadas, mutiladas, desaparecidas, prostituidas. Es que si me comparo pues… a pesar de todo lo vivido, aún me siento afortunada”.
Pero, es acaso que ¿algunas mujeres deben sentirse afortunadas por haber sido “poco” agredidas en comparación con otras? ¿deben envejecer para estar a salvo de las violencias machistas? ¿realmente es cierto que las mujeres maduras o ancianas se libran de la violencia de género? ¿cómo es posible que otras mujeres, las propias madres y abuelas, minimicen o ignoren los peligros que corren sus hijas por el simple y a la vez complejo hecho de ser mujeres?
Las respuestas a estas peguntas pueden ser variadas, pero un hecho innegable las atraviesa a todas: la cultura machista y misógina que sirve de caldo de cultivo a un conjunto inmenso de violencias estructurales.
Las violencias más brutales, como los golpes y las violaciones, pueden observarse a simple vista, pero existe otro tipo de violencias que, al no parecerlo, se tornan invisibles. Entre ellas se cuentan: el descuido, el desamor, la falta de información, el no creerle a una
niña cuando afirma haber sido agredida.
En el caso relatado es posible observar varios patrones: primero, que las agresiones sexuales a las niñas, en la gran mayoría de las ocasiones, provienen de su núcleo familiar y de gente cercana de alguna manera a la familia; segundo, en el contexto cercano a las niñas abusadas se ubican mujeres aparentemente incapaces para prever y minimizar los peligros que rodean a sus hijas y nietas; tercero, que muchos hombres relacionan sexo con dinero, no importando la edad de la mujer agredida ni la situación en la que la agresión tuvo lugar.
Los dos primeros patrones se relacionan con una especie de pacto tácito, mediante el cual las cosas que ocurren dentro del espacio familiar se quedan en él. Este pacto supone también la supremacía de la gente adulta sobre las y los infantes y que a partir de esta supuesta superioridad se dé mayor validez a lo dicho por alguien adulto que por un menor.
Asimismo, se tiende a salvaguardar más la integridad del adulto agresor que la del menor agredido, probablemente en mayor medida cuando la víctima es una niña. A esto habrá que sumar la “desmemoria forzada” a la que indirectamente se ven obligadas esas madres y abuelas, muchas de las cuales, con seguridad, sufrieron las mismas violencias que sus hijas.
Es como cerrar los ojos y pensar que a sus hijas no les va a pasar lo mismo o que lo que les pasó a ellas no forma parte de un patrón sistemático.
El tercer patrón, supone la desvalorización de la sexualidad femenina y su tasamiento en dinero. Es como una reparación económica por el daño causado o un “premio” por guardar silencio y, si se puede, cooperar al propio daño.
Pero ¿qué pasa cuando las mujeres envejecen y se creen a salvo de las violencias machistas? La respuesta más clara es que una mujer de edad avanzada puede sufrir dos tipos de vulnerabilidad, ser mujer y ser vieja, lo que puede colocarla en situaciones de alta marginación y en peligro de ser agredida al no poder cumplir cabalmente las dos funciones reconocidas para ella en una sociedad misógina: las labores domésticas y el sexo.
Sin embargo, para sorpresa, a cierto tipo de hombres no les importa la edad de una mujer cuando de satisfacer su deseo sexual se trata. El ejemplo más duro y cruel se tiene justo en Zongolica, Veracruz, donde una mujer indígena náhuatl monolingüe de 73 años,
Ernestina Ascensio Rosario, fue violada por un grupo de miembros del Ejército Mexicano. Los hechos ocurrieron en el año de 2007. Después de su muerte, a causa de la brutal agresión, funcionarios del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa y el mismo ex presidente descartaron el caso afirmando que la mujer había muerto en razón de una gastritis mal atendida.
Por si fuera poco, los militares acusados fueron evaluados “visualmente” para saber si habían violado a alguien en los últimos días. Su superior les hizo exponer sus penes y después de “mirarlos” concluyó que, efectivamente, no habían violado a nadie. Así, a esta terrible abominación se sumó la burla. Termina aquí este relato de violencias machistas y ojalá, como por ensalmo, terminaran también las agresiones referidas. Pero, como la que escribe ya no cree en los milagros y nunca ha creído en la magia, toca el turno a la sociedad consciente y a las mujeres y a los hombres de avanzada, tomar acciones para cambiar la cultura que sume a las mujeres y a muchos hombres en un mar de violencias. Como aquellas y aquellos que participaron en la marcha que tuvo lugar el domingo 24 de abril en la Ciudad de México y en varios estados de la República denominada “Vivas nos queremos”, y cuyo objetivo fue la denuncia y el fin de las violencias machistas.


