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Sobrevivir al Estado: “la Federal quiso matarme”

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Emmanuel Gallardo Cabiedes/@ManuGallardo77

PRIMERA PARTE

 

El 6 de enero del 2015, la Policía Federal ejecutó a civiles desarmados en la Avenida Constitución de 1814 en Apatzingán, Michoacán. Uno de ellos ha sobrevivido al estado; sus ataques y su mecanismo de protección para los beneficiarios de medidas cautelares. Esta es su historia.

 

(03 de mayo, 2016. RevoluciónTRESPUNTOCERO).- “Alejandro” conoció la ira y la más profunda tristeza en una madrugada del 2002, cuando vio a su padre inmóvil, tirado boca arriba sobre la tierra de la parcela familiar. A simple vista, el entonces niño de nueve años pudo ver que los brazos y piernas de su papá estaban “quebrados”. La cabeza había sido reventada “como si le hubieran echado algo pesado”, y uno de los ojos salía ligeramente de su cuenca. La bestialidad de la guerra michoacana cayó poco después de la medianoche sobre aquel rancho enclavado en el montañoso municipio de Tancítaro, a 42 kilómetros de la ciudad de Apatzingán, Michoacán. Alejandro (no es su verdadero nombre) pasó más de nueve horas al lado del cuerpo torturado de su papá, en espera de las autoridades locales para hacer el levantamiento del cadáver. El crimen, como muchos de los crímenes en México, se hundió en la impunidad y jamás fue resuelto.

Los primeros recuerdos de la infancia del hoy veterano ex autodefensa michoacano y ex policía de la Fuerza Rural son de cuando tenía cinco años. Alejandro y sus amigos, todos ellos parte de una generación de niños mexicanos nacidos en medio de un conflicto armado, veían pasar las largas caravanas de camionetas negras repletas de hombres encapuchados, con “cuernos de chivo” y AR-15 con lanzagranadas terciados a la espalda; todos vestidos de negro.

Las filas de comandos Zetas creados por Arturo Guzmán Decena, el Z-1; los sádicos ex militares que dominaron a sangre y plomo la Tierra Caliente a mediados de la década del 2000, eran frecuentes. “Ellos sólo actuaban de noche”, dice Alejandro. “Nada más se oía cómo reventaban las casas, cómo sacaban y arrastraban a la gente. Al otro día aparecía un cuerpo por aquí, y una cabeza por allá”.

Esas imágenes pasaron rápidas en su mente cuando sintió el calor de los primeros balazos disparados por policías federales, la mañana del martes 6 de enero del 2015 sobre la Avenida Constitución en Apatzingán, Michoacán. Alejandro y sus compañeros autodefensas del recién desmantelado grupo de la Fuerza Rural, G-250, quedaron tirados sobre charcos de sangre que escurría debajo de una camioneta Ram blanca.

A pocos metros de ellos, Miguel Ángel Madrigal Marmolejo yacía con el cráneo destrozado. Su corpulencia no pudo cubrir a Berenice, su esposa, en cuyas piernas quedaron los pedazos de carne desprendida del estómago de Miguel. Hilda Amparo Madrigal, su hermana, quedó abrazada de otro joven con el antebrazo derecho perforado. Sus cuerpos quedaron encima de unos palos a un costado de una GMC Acadia color negro.

Alejandro recibió el primer balazo en la pierna derecha y lo tumbó. Guardó calma. A sus 18 años había estado en al menos 14 combates contra Caballeros Templarios y sabía reaccionar bajo fuego, por eso se arrastró debajo de la camioneta para cubrirse en medio de las llantas traseras, pero las balas pasaban por todos lados. ¡No disparen! ¡No traemos armas! Los gritos se ahogaron en gemidos suaves que poco a poco se fueron silenciando.

“No traíamos más que piedras y palos en la caja de la Ram. ¿Usted cree que de haber traído con qué, nos hubiéramos dejado matar como perros? ¡Hubiéramos peleado!”

Su voz es firme. No niega que de haber podido se hubiera defendido, “Aunque sea con una pinche “corta” (pistola)”, dice. “Me matan, pero al menos a uno sí me lo llevo de cabecera”.

Otro disparo. Esta vez perforó su hombro izquierdo y bajó a través del tórax hasta alojarse en el vientre fragmentado en tres pedazos. “No pude hacer nada. Nos aventaron un “papazo” (granada). Cuando explotó uno de los fragmentos me dañó el ojo. Aquí tengo todavía la esquirla… el doctor no me la pudo retirar. Traigo una placa en el hombro y con este ojo (el izquierdo) no veo”.

Esa mañana Alejandro recibió seis impactos de bala disparados por al menos cinco policías federales: uno en hombro izquierdo; dos en muslo derecho; uno en la pantorrilla derecha; uno en el pie izquierdo y uno más en el pie derecho. Pretendió estar muerto cuando vio que un policía federal se acercó a su primo de 22 años y lo ejecutó con un disparo en la cabeza. “Ahí fue cuando nos aventaron las armas que nos sembraron, y los cargadores que ni siquiera eran del rifle que pusieron. Un federal se dio cuenta que yo estaba vivo, se me acercó y me pisó la herida del hombro con su bota. Después me puso el cañón del rifle en la cabeza, pero otro federal le dijo que no hiciera nada porque los vecinos ya estaban saliendo de sus casas”.

Después de desangrarse por más de 40 minutos su cuerpo comenzó a sentir dolores insoportables. Los policías federales ya le habían dicho al menos a una ambulancia que no había sobrevivientes, pero una unidad de Protección Civil que también arribó a la escena le dio confianza a Alejandro y logró alzar la mano para pedir ayuda. Los paramédicos de Protección Civil le salvaron la vida.

En un video editado por la Policía Federal y que pretendió mostrar a sus elementos ayudar a los sobrevivientes, se muestra a dos policías federales subir a Alejandro a una camilla jalándolo del cinturón. “Me estaban lastimando. Como pude le quité la mano al policía, usted puede verlo en el video”. Alejandro fue llevado casi sin sangre al hospital Ramón Ponce, entonces ubicado a solo seis cuadras del ataque. Desde ese momento él y sus familiares no han dejado de ser perseguidos ni de recibir amenazas de parte de los Caballeros Templarios.

Después de la agresión del 6 de enero, se han suscitado al menos 17 situaciones que han atentado contra la seguridad de Alejandro y su familia , quienes actualmente están bajo protección de la Secretaría de Gobernación por medio de su Unidad para la Defensa de los Derechos Humanos (UDDH), unidad que se vio forzada a responder a la solicitud de medidas cautelares que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) demandó al Estado mexicano (medida cautelar 251-15) por considerar que los hechos reunían los requisitos de gravedad, urgencia e irreparabilidad de su reglamento.

La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos (CMDPDH), organización civil dirigida por el Doctor José Antonio Guevara Bermúdez y que representó legalmente a Alejandro desde junio 2015 hasta febrero pasado, argumentó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que algunos policías federales y el cártel de los Caballeros Templarios han hostigado a Alejandro desde que lo ingresaron moribundo al Hospital Ramón Ponce en Apatzingán, y que han querido matarlo después de sobrevivir al ataque.

En la solicitud de medidas cautelares, la organización que preside el doctor Guevara afirmó que las amenazas se incrementaron cuando Alejandro dio su testimonio a periodistas que informaron sobre el caso en abril, mayo y junio del 2015. Según esa solicitud el acoso comenzó de inmediato. Entre el 7 y el 20 de enero del 2015 Alejandro fue criminalizado y a punto de ser rematado. Agentes federales dijeron a su familia que él estaba internado en calidad de detenido. Sin argumento alguno, sus celulares con todos los contactos de compañeros y líderes autodefensas fueron confiscados y jamás devueltos.

El 20 de enero, un médico del hospital informó a la familia de Alejandro que un policía federal había intentado sobornarlo para que le inyectara alguna sustancia y le provocara la muerte. Alejandro asegura que lo quisieron rematar debido al resultado negativo de las pruebas de Rodizonato de Sodio que le realizó una perito de la Procuraduría General de la República (PGR) y que no consiguieron imputar ningún cargo por haber disparado armas de fuego de uso exclusivo del ejército contra los agentes federales.

Gracias a la alerta del doctor del Hospital Ramón Ponce, sus familiares lo transfirieron a la Clínica México, un hospital privado en Apatzingán donde fue atendido hasta que el dinero prestado les alcanzó. Aún le quedan 10 esquirlas del granadazo, (una de ellas estaba saliendo de su nuca durante una de las entrevistas), y un adeudo de más de 250 mil pesos por concepto de al menos dos operaciones, estadía hospitalaria y medicamentos que en algún momento la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) tendrá que pagarle, según dicta el artículo 64 fracción VII de la ley general de víctimas.

A más de un año del ataque y hasta principios de abril de este año, Alejandro asegura no haber recibido un solo peso de ayuda, de los 1400 millones con los que cuenta el Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral que la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas administra, y al cual tiene pleno derecho.

Al no contar con más recursos para continuar su tratamiento y ante el miedo de ser asesinado, Alejandro viajó a Guadalajara para poder sacarse las esquirlas restantes en el Centro Médico de Occidente, Hospital de Tercer Nivel del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), pero fue rechazado por no contar con el certificado de sanidad que la PGR nunca entregó, y que incluían los resultados negativos de la prueba de Rodizonato de Sodio . Debido a la tardanza médica, el nervio óptico cicatrizó y redujo la visión del ojo izquierdo a un 10%. Regresó a Michoacán, a la ciudad de Uruapan donde pudo ser parcialmente intervenido la primera semana de febrero.

Fueron días de descanso, de acostumbrarse a mirar con un solo ojo, de aprender a caminar con equilibrio y soportar los dolores que llegaban repentinos. El 19 de abril del 2015 la revista Proceso publicó el reporte especial sobre las ejecuciones extrajudiciales en Apatzingán, donde Alejandro dio su testimonio de forma anónima. Pese a esa precaución, seis días después de la publicación, comenzaron los patrullajes constantes e inusuales de policías federales afuera de su casa en Tancítaro.

El jueves 7 de mayo un hermano de Alejandro y a quien la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) identifica únicamente como “S”, fue secuestrado por Caballeros Templarios. El joven, tan sólo un año mayor que Alejandro, fue golpeado y liberado 48 horas después con un mensaje dirigido a su hermano: “Ya cállate. Cuídate, porque ya te traemos cortito”. Los Templarios, según se lee en la solicitud de medidas cautelares, fueron con “órdenes de policías federales para desaparecerlo”.

“Sabemos que los federales les piden favores a los Templarios. Ellos traen uniforme y no es tan fácil que revienten una casa, y menos después de lo que pasó”. En el submundo de la corrupción e impunidad en México, con su oscura tasa de inefectividad judicial del 98%, la hipótesis del muchacho no suena descabellada.

El lunes 11 de mayo Alejandro regresó a su casa después de una recaída por complicaciones con los fragmentos de bala en el estómago. En cuanto llegó a su rancho, alertó a su comunidad y a las líderes autodefensas de Tancítaro para que le reportaran cualquier presencia sospechosa. “Sabía que irían por mí, pero no tan pronto. Ya habían secuestrado a mi hermano pensando que era yo. Lo tuvieron amarrado dos días. Sólo era cuestión de tiempo”.

Alejandro detiene por momentos sus recuerdos. Guarda silencio mientras fija la mirada en el tablero del coche. Tenemos que reunirnos dentro del vehículo porque el departamento que la Secretaría de Gobernación le ha dado por medio de RCU Sistemas, empresa que desde febrero del 2014 es la responsable de atender a los beneficiarios del mecanismo de protección, no permite que entren desconocidos.

El joven autodefensa mete la mano al bolsillo del pantalón y me enseña su botón de pánico; es verde y con tres botones. Sirve para solicitar ayuda policial en caso de peligro. Es el mismo dispositivo que el del los periodistas beneficiarios del mecanismo de protección. Ya Alejandro lo usó en una ocasión después de haber sido seguido varias cuadras por un “Charger blanco sin placas”. “Ahí sí funcionó el botón”, dice, porque antes, “el aparato no jalaba por no haber señal de celular en el cuarto de hotel donde me resguardaron al principio del mecanismo”.

Dice estar harto, fastidiado del trato que ha recibido de parte de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, quienes lo han dejado plantado en al menos dos ocasiones para llevarlo a sus citas con el ortopedista en el Instituto Nacional de Rehabilitación, y quienes no le han programado más estudios médicos. Afirma con orgullo “ser de rancho” y haber vivido toda su vida en el campo. Confiesa su aversión por la ciudad a donde fue desplazado y que nada tiene que ver con el entorno social, económico y cultural de donde es originario.

La brecha entre el campo y el gris urbano es inmensa para el adolescente desplazado. Cuenta que antes de ser autodefensa y fuerza rural, se dedicaba al cultivo de aguacate y al corte de limón, labores que realizó hasta mediados del 2013 cuando escuchó a los comunitarios alzados llegar a su pueblo, tocando el claxon de sus camionetas e invitando a la gente al movimiento para eliminar a los Caballeros Templarios y sus líderes. Alejandro no lo pensó dos veces. Sus manos campesinas soltaron la guadaña con la que quitaba el “zacate” de las huertas, y se unió a las filas autodefensas con el recuerdo de su padre y otros dos familiares asesinados como sus motores de impulso.

Cuenta el muchacho que no tardó mucho en distinguirse por su valor en los enfrentamientos y en las incursiones que lo pusieron hasta dos meses dentro de la sierra de Tumbiscatío donde llegó a comer gusanos y plantas. Cuando le asignaron gente a su mando también le asignaron una camioneta y lo hicieron escolta de uno de los comandantes del G-250.

“Confiaban en mí”, dice con una leve sonrisa torcida. “Si me pedían que fuera a reventar la casa de un Templario, lo hacía. Seguía órdenes y las sabía cumplir. Una vez que reventamos una casa, el malandro traía con qué defenderse, verdad, entonces me pegó un chingadazo en el mero chaleco que me tiró. Pero ya los demás compañeros lo detuvieron, y otros más me ayudaron a levantar”.

Alejandro es moreno, alto, con la mirada dura y de sonrisa difícil. Sus ojos negros permanecen con brillo. Sólo una pátina opaca indica que algo anda mal del lado izquierdo pero eso no evita que sea una cascada de espinosas memorias. Dice que le hace bien platicar y fumarse sus Marlboro rojos de 14. Es el único lujo que asegura darse después de que salió desplazado de su rancho en mayo del 2015, cuando recibió la llamada de un compañero autodefensa:

“… (El compañero) me dijo que unas camionetas con gente armada habían entrado poco después de dos patrullas de (policías) federales que se pararon en un crucero que está como a 600 metros de mi casa”.

En cuanto colgó el celular Alejandro tomó los últimos tres mil pesos que le habían prestado y se salió por la parte trasera del rancho. Se metió al cerro y se escondió en una loma. Desde ahí pudo ver a los civiles armados cuando se metieron a su casa; la destrozaron y saquearon. Entre lo robado se fueron copias certificadas de actas de nacimiento, recetas de doctores, comprobantes médicos y recibos de hospital. Poco más de 15 minutos duró el ultraje.

Cuando se fueron las camionetas y después de esperar un rato por si volvían, Alejandro bajó de su escondite. Los vecinos le confirmaron que las amenazas iban en serio. “Te están buscando. Andan preguntando por ti”. El joven regresó sobre sus pasos y se internó en el cerro. Sólo volteaba hacia atrás para asegurarse que nadie lo siguiera. “En el cerro te desaparecen”, dice con el más sombrío de los tonos. “La sierra michoacana está llena de muertos”.

Según el informe de la organización internacional Human Rights Watch (HRW) titulado “Los Desaparecidos en México”, en Michoacán existe registro de al menos 149 casos donde hay evidencia que comprueba la participación de las fuerzas federales en casos de desaparición forzada. Y es que en el Michoacán de Alejandro, uno muy distinto al del gobernador Silvano Aureoles y el presidente Peña, el “reventar” una casa y desaparecer a familias completas es algo tan impunemente común, que nadie está a salvo dentro de su propiedad. Nadie, absolutamente nadie está exento de padecer la violencia, la muerte y el desplazo forzado. No existe autoridad estatal o federal de ningún tipo que garantice la seguridad de los habitantes de estas regiones.

Tras nueve horas de huida en medio del monte y de haber cuidado como pudo sus heridas, Alejandro vio las luces de la ciudad de Apatzingán. Ahí se refugió con un primo suyo que le dio un lugar donde pasar la noche. A la mañana siguiente salió escondido en un taxi que lo llevó a la terminal de autobuses. Huyó a otra ciudad donde familiares ya lo esperaban.

Desde ese momento, el adolescente ex autodefensa del G-250 pasó a formar parte de los 281 mil 400 desplazados que, según el informe del Centro de Vigilancia de Desplazados Internos (IDMC, por sus siglas en inglés), México alberga en todo su territorio. El 13 de mayo del 2015, Alejandro tuvo que huir de su comunidad por el peligro de ser asesinado. Llegó a una ciudad en donde nunca había estado, con al menos nueve esquirlas alojadas en el cuerpo, ciego del ojo izquierdo y con tres fragmentos de bala que desde entonces no han dejado de desgarrarle el vientre.

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