A principios de agosto de 1945, cuando estaba a punto de acabar la Segunda Guerra Mundial, EE UU arrojó sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki dos bombas atómicas –una de uranio y otra de plutonio– que causaron más de 200.000 muertes y la devastación completa de toda población cercana.
Los efectos a largo plazo de la exposición a la radiación incrementaron las tasas de cáncer entre los supervivientes al bombardeo. Sin embargo, según un estudio publicado en la revista Genetics, la percepción pública de las consecuencias sobre la salud –como el cáncer y malformaciones en el nacimiento– es exagerada en comparación con la realidad.
“La mayoría de la gente, incluidos muchos científicos, tienen la impresión de que todos los supervivientes se enfrentan a un estado de salud débil y tasas muy altas de cáncer o mutación genética”, declara Bertrand Jordan, autor del trabajo y biólogo molecular de la Universidad Aix-Marseille, en Francia.
El estudio tiene en cuenta más de 60 años de investigación médica sobre los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki y sus siguientes generaciones. “Hay una enorme diferencia entre la creencia y lo que en realidad dictan los estudios”, afirma el investigador.
Más radiación, peor pronóstico
Los ataques tuvieron consecuencias inmediatas. La carga explosiva generó una tormenta de fuego y radiación que envenenó por radiación aguda a aproximadamente 166.000 personas en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki.
Cerca de la mitad de los que sobrevivieron pasaron a formar parte de estudios de seguimiento de su salud, que comenzaron en 1947 y que aún continúa llevando a cabo la Fundación para la Investigación de los Efectos de la Radiación, con financiación de los gobiernos de Japón y EE UU. El proyecto ha seguido aproximadamente a 100.000 supervivientes, 77.000 de sus hijos, y a más de 20.000 personas no expuestas a la radiación.
Este conjunto de datos ha sido y es útil para cuantificar los riesgos en la salud resultantes de la exposición a una fuente de radiación y para establecer la distancia y el tiempo máximo de exposición aceptables para los trabajadores de la industria nuclear.
Según la investigación, aunque se ha demostrado que la exposición a la radiación aumenta el riesgo de cáncer –sobre todo en mujeres jóvenes–, la esperanza de vida de los supervivientes solo se redujo unos pocos meses en comparación con los que no habían estado expuestos.
De hecho, la mayoría de los supervivientes no llegaron a desarrollar enfermedades oncológicas. Según los resultados, la incidencia de tumores sólidos entre 1958 y 1998 en los supervivientes fue un 10% más alta, correspondiente a 848 casos entre los 44.635 sobrevivientes bajo estudio.
Las personas expuestas a una dosis de radiación superior a un gray – niveles aproximadamente 1.000 veces más altos que los actuales límites de seguridad para el público en general– tuvieron un riesgo un 44% mayor de sufrir cáncer durante el mismo lapso de tiempo (1958-1998). Estas dosis, según el informe, reducen la vida media en aproximadamente 1,3 años.
A pesar de que no se han encontrado diferencias en la salud de los hijos de los supervivientes, Jordan sugiere que los efectos pueden salir algún día a flote, quizás a través de la secuenciación más detallada de sus genomas.
Sin subestimar el peligro
Jordan atribuye la diferencia entre los resultados reales y la percepción pública a una variedad de factores, entre los que se encuentra el contexto histórico.
“La gente teme más a los nuevos y desconocidos peligros que a los que son familiares”, afirma Jordan.”Por ejemplo, se tiende a menospreciar el peligro del carbón, tanto en las personas que extraen como aquellas que lo respiran cada día debido a la contaminación atmosférica”, subraya el investigador.
Jordan advierte que los resultados de su estudio no deben utilizarse para fomentar la complacencia sobre los efectos de los accidentes nucleares. “Fukushima mostró los desastres que pueden ocurrir incluso en países con regulaciones estrictas. Sin embargo, creo que es importante que el debate sea racional, basado en datos científicos y no en una falsa exageración del peligro”, concluye.