Natalia Tėllez Torres Orozco
Quien es cruel con los animales no puede ser un buen hombre.
Arthur Schopenhauer
El derecho, por definición, regula las conductas humanas. Su función ha sido organizar la vida en sociedad, establecer límites y responsabilidades entre personas. Pero las personas se transforman, las sociedades evolucionan, y con ellas también cambian el derecho, la ciencia, la moral y nuestra manera de entender el mundo y el lugar que ocupamos en él.
Todos los seres vivos perciben el mundo a través de sus sentidos. Eso incluye a los seres humanos y a los animales con los que compartimos este planeta. Sentir importa, porque es la manera en que cada ser vivo experimenta su existencia. Reconocer el valor y la dignidad de esas experiencias es aceptar que todas las formas de vida estamos conectadas por un vínculo profundo y compartido.
Por ello, cada vez más sistemas jurídicos en el ámbito internacional reconocen que los animales pueden y deben ser objeto de protección legal, aun sin pertenecer a la especie humana. El debate no radica en si poseen derechos y obligaciones, sino en su capacidad de sufrir daño, lo cual por sí solo justifica la intervención del derecho. El Estado tiene el deber de actuar para prevenir daños que son evitables y socialmente inadmisibles.
La forma en que tratamos a los animales dice mucho sobre cómo nos entendemos a nosotros mismos. Refleja no solo lo que creemos ser, sino también lo que estamos dispuestos a permitir cuando se trata del poder y la costumbre. Si aceptamos el maltrato hacia seres que no pueden defenderse, estamos asumiendo que hay vidas que valen menos, y que la violencia puede ser tolerada siempre que no la ejerzamos nosotros.
Proteger a los animales también es protegernos. Es poner límites a nuestra propia indiferencia. Es asumir que, si sentimos el sufrimiento ajeno, es porque compartimos algo profundo con quienes lo padecen.
La protección legal de los animales no es una concesión moral ni una expresión de compasión voluntaria: es una función legítima del derecho. Incorporarlos dentro del ámbito de protección fortalece los principios de justicia ambiental y no violencia, esenciales para cualquier sistema comprometido con la dignidad y la vida. No se trata de equiparar a los animales con las personas, sino de reconocer que su capacidad de sentir y sufrir impone necesariamente límites a nuestra conducta.
El derecho refleja los valores de justicia, dignidad y respeto a la vida que definen el tipo de sociedad que queremos ser. Un derecho que excluye a los animales renuncia a su compromiso con la justicia. Protegerlos frente al sufrimiento innecesario es un deber que expresa lo mejor de nuestra especie.