En las últimas semanas, hemos visto toda clase de descalificaciones caricaturescas y ridículas contra el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, provenientes de un sector de académicos e intelectuales elitistas.
La más sonada, sin duda, fue el exageradísimo símil que estableció el poeta Javier Sicilia, al comparar el proyecto de la Cuarta Transformación lopezobradorista con el Tercer Reich de Adolf Hitler. Algo similar a los paralelismos absurdos establecidos por académicos como Leo Zuckermann o Sergio Aguayo, quienes señalaron que la crisis política tras el nombramiento del director del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) resulta parecida a la represión ejercida contra los estudiantes de 1968, masacrados en Tlatelolco. Algo absolutamente ridículo.
Semanas antes, Denise Dresser, la politóloga del Instituto Tecnológico Autónomo de México, había acusado al presidente López Obrador de llevar a cabo un “golpe de Estado”, no a través de la disolución del Congreso o la suspensión de las elecciones, sino mediante un limitado acuerdo administrativo para blindar legalmente algunas obras de infraestructura. Un señalamiento que resulta aún más ridículo al provenir de una politóloga.
Además de las irracionales comparaciones, la actitud de los articulistas y opinadores tiene otro componente común: el lugar de privilegio que ocupan estos integrantes de la decadente y bochornosa “intelectualidad” mexicana.
De ahí que muchas de las exageraciones recientes contra el “populismo” de López Obrador, provienen de la clase dominante que prevaleció durante el régimen neoliberal. Por ello, no es casualidad que aún cuando utilizan un fraseo diferente, el discurso de personajes como Javier Sicilia y Enrique Krauze termina siendo prácticamente idéntico: López Obrador es un líder carismático que sabe manipular y seducir a una masa de gente tonta que no sabe lo que le conviene. Estas diatribas contra el llamado “populismo”, buscan en realidad disfrazar la hegemonía del grupo dominante (que prevaleció durante el régimen neoliberal) sobre las clases trabajadoras.
De este modo, muchas de las opiniones y “análisis” de los académicos fifís, más que un esfuerzo serio y riguroso por explicar la realidad actual de la sociedad mexicana, forman parte de una disputa política para que las clases dominantes puedan mantener sus privilegios que ahora sienten amenazados. Esta situación permite entender también el conflicto entre el gobierno de López Obrador y las élites académicas que controlan algunas de las universidades públicas más grandes e influyentes del país, mediante el reparto mafioso de posiciones y el manejo turbio de millonarios fideicomisos opacos.
El cambio de régimen político en México provocó una reconfiguración de la correlación de fuerzas entre los distintos sectores sociales. Una disputa política en la que, los intelectuales funcionales a los intereses de las élites neoliberales, han tenido que recurrir a burdas exageraciones retóricas y analogías absurdas, como parte de una batalla política para mantener la hegemonía que ven amenazada ante el proyecto reformista encabezado por López Obrador y las bases populares que lo respaldan.
Esto explica en buena medida, el malestar que evidencian algunos de los más notables referentes de la decadente comentocracia mexicana, frustrados ante su incapacidad de posicionar narrativas entre la opinión pública, mediante el control de los grandes medios de comunicación y el bombardeo de propaganda política disfrazada de artículos de opinión.
Las lecciones de Gramsci
“Todos los hombres son intelectuales, podríamos decir, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”, advierte el filósofo Antonio Gramsci en su breve ensayo titulado La formación de los intelectuales.
Para Gramsci, la clase dominante está organizada en dos grandes pilares. Por un lado, la ‘sociedad civil’, formada por un conjunto de organizaciones privadas; y por otra parte, la ‘sociedad política’ que controla el Estado y los mecanismos de coerción. De este modo, la clase dominante controla a las cúpulas del sector privado y el aparato estatal, para ejercer así su hegemonía sobre las clases trabajadoras.
“Los intelectuales son los ‘empleados’ del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y el gobierno político”, advierte Gramsci. La primera tarea de dichos intelectuales consiste en construir condiciones para que las clases trabajadoras asuman una serie de directrices como parte de un consenso social, cuando en realidad, se trata de una visión del mundo impuesta por el grupo dominante. La segunda tarea de los intelectuales es justificar y avalar la represión que ejerce la clase dominante sobre otros grupos de que rechazan las imposiciones del grupo hegemónico.
En fechas recientes, algunos usuarios de redes sociodigitales recordaron la manera en que la académica del CIDE, María Amparo Casar, celebraba la “mano firme” del gobierno de Enrique Peña Nieto a la hora de reprimir y despedir a maestros inconformes con la reforma educativa que buscaba establecer más rígidos sistemas de control por parte del Estado sobre el magisterio. La escena se ajusta exactamente al papel que desarrollan los intelectuales a favor de la clase dominante, tal como explicó Gramsci.
Durante años, las élites intelectuales del viejo régimen, hicieron lo posible por ocultar y minimizar el desastre neoliberal. Valiéndose de eufemismos baratos, los comentócratas utilizaron sus espacios de privilegio en los medios para construir e imponer una narrativa de la realidad nacional que terminó desbaratándose durante las elecciones presidenciales de 2018. Desde la comodidad de sus cubículos y elegantes oficinas, estos intelectuales fifís siguen creyendo que López Obrador logró convencer y manipular a un grupo de gente ignorante, a través de falsas promesas y el reparto de dinero vía programas sociales. Tan ensimismados en sus burbujas de privilegio y tan lejanos de la realidad cotidiana de las clases trabajadoras, estos “intelectuales” no alcanzan a entender que en realidad ocurrió todo lo contrario.
López Obrador fue el instrumento que encontró el pueblo mexicano para desmontar las estructuras de poder que durante años construyeron empresarios, políticos y académicos de élite. Un sistema político con el que trataban de disfrazar de democracia lo que en realidad siempre fue una oligarquía, es decir, el gobierno de unos pocos para su propio beneficio, a expensas de las mayorías.
De ahí proviene el tufo clasista en las arengas de los académicos y escritores elitistas contra el “populismo” de López Obrador. Una fórmula que, además de todo, no es nueva, ya que se ha repetido de manera constante en TODOS los países de América Latina donde los gobiernos encabezados por líderes que cuentan con apoyo popular, han intentado desmontar el régimen de privilegios que durante siglos ha imperado en los países latinoamericanos, marcados por un sistema de castas heredado de la época colonial.
Los tiempos han cambiado. Tras años de crisis y podredumbre, la politización actual del pueblo mexicano ha sido el motor principal del cambio político que vive actualmente el país. Una situación que, para desgracia de las decadentes élites intelectuales que florecieron durante el régimen neoliberal, genera condiciones favorables para una reconfiguración de las élites. Al mismo tiempo, el proyecto de la 4T no podrá prosperar mientras no se logre concretar esta necesaria y urgente recomposición de las élites mexicanas, en beneficio de los más pobres que son mayoría en este país.