¿La promesa de justicia quedará solamente en ver tras las rejas a Emilio Lozoya? Es la pregunta que surge tras la información publicada por el periódico Reforma, en la cual, se asegura que la Fiscalía General de la República (FGR) habría solicitado ante el juez una pena de 39 años de prisión por los crímenes cometidos en el escándalo de corrupción de Odebrecht.
Lo que de entrada podría parecer una buena noticia, deja un sabor amargo. Quizá porque las dimensiones del caso Lozoya hacían suponer que podría ser el inicio de un maxiproceso judicial que, de una vez por todas, permitiera poner ante la justicia a una extensa red de políticos, empresarios y autoridades que se enriquecieron gracias a la corrupción.
En su momento, la detención y extradición del exdirector de Pemex -acusado de lavado de dinero, asociación delictuosa y cohecho- hacía suponer que sería la puerta de entrada para llegar a políticos de mayor perfil como el expresidente Enrique Peña Nieto o Luis Videgaray, quien fungió como el verdadero poder tras el trono, durante el lamentable sexenio peñista, cúspide del mirreinato.
Algo similar ha ocurrido con el caso de Rosario Robles, quien sigue en prisión, luego de que en fechas recientes un juez le negó, por quinta ocasión, el cambio de medidas cautelares, decisión que la obliga a permanecer en prisión preventiva justificada, ante el riesgo de que pueda darse a la fuga.
Si bien es cierto que tanto Robles como Lozoya merecen estar en prisión por todo el daño que cometieron en agravio de los mexicanos, llama la atención que ninguno de estos funcionarios aportaron pruebas que pudieran incriminar a los eslabones más altos de una cadena de corrupción que, en buena parte, explica los altos niveles de violencia que prevalecen en el país.
México está desaprovechando, una vez más, la oportunidad de impartir justicia. Y eso, como hemos visto, tiene muchas consecuencias a futuro.
Tras un inicio prometedor, las capturas de políticos de alto perfil durante el sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador, brillan por su ausencia. Una situación que abona poco a la cada vez más olvidada cruzada anticorrupción que en algún tiempo fue la principal bandera del proyecto reformista de la Cuarta Transformación. De ahí que la corrupción ha pasado a un plano más ambiguo en el discurso presidencial, mientras otros asuntos como el éxito de los programas sociales y las grandes obras de infraestructura, han ocupado ese vacío.
Esta situación evidencia que la FGR, al frente del fiscal Alejandro Gertz Manero, sigue siendo quizá el principal talón de Aquiles del sexenio lopezobradorista. Si bien es cierto que, por ley, la fiscalía es un órgano autónomo que no depende del Ejecutivo, hasta el momento no hemos visto un intento del presidente López Obrador por remover al fiscal ante la falta de resultados. Todo quedó en un anecdótico jalón de orejas. Algo similar ocurre en el Congreso, donde los posicionamientos sobre la labor del fiscal, suelen ser demasiado laxos. De este modo, Gertz sigue “nadando de muertito”, con un ostracismo demasiado evidente en un país tan sediento de justicia. Pero eso sí, ocupando el cargo de fiscal para beneficio personal.
La judicialización de casos contra políticos de alto perfil queda muy corta en comparación a las expectativas que se tenían inicialmente. Vaya, ni siquiera la consulta popular para enjuiciar a expresidentes contribuyó a que se avanzara en este ámbito, a pesar de que casi 7 millones de personas se pronunciaron a favor de revisar y castigar los crímenes del pasado.
La impunidad es un fantasma que merodea a la 4T, a pesar de los avances estructurales en temas como la evasión fiscal y la condonación de impuestos a grandes deudores. El encarcelamiento de Robles y Lozoya es el mínimo aceptable para tratar de callar los cuestionamientos.
¿Qué tendría que pasar para que el gobierno de López Obrador y otros sectores del Estado mexicano vaya a fondo con el castigo contra los corruptos que durante décadas saquearon al país? Es difícil establecerlo con precisión.
Pero lo cierto es que no habrá transformación de fondo mientras los aparatos de justicia sigan siendo utilizados como filtro para administrar políticamente, la impunidad.