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¿Pistoleros solitarios? Ética y pornografía*

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Carlos Bauer / @CarlosBauer3_0

(27 de septiembre, 2013).- ¿Cómo te masturbas viendo una película porno si sabes que con lo que pagaste estás financiando la explotación sexual?, pregunta un amigo en una de esas conversaciones que la madrugada produce en Facebook. Boom. Nunca lo había pensado. Pero saco mi mano derecha de la entrepierna y la llevo a mi cabeza, afectada por una súbita y persistente comezón. ¿Cómo puedo?

De inmediato analizo mi complicidad en la multimillonaria industria del tráfico y explotación de personas con fines sexuales. Llego a una conclusión tranquilizadora –para mí, no para las víctimas de la explotación: nunca (lo puedo jurar, nunca) he pagado por contenidos sexuales ni suelo verlos en páginas cuyo negocio sea la publicidad. Descargo ilegalmente, “afectando” a productores y empresas multimillonarias, pero no me implico en la circulación de dinero sucio.

Por supuesto, me estoy lavando las manos. Le digo a mi amigo, y me repito a mí mismo, que la mayor parte de la pornografía que veo proviene del mainstream, que las chicas que aparecen ahí no sólo entran al negocio por su voluntad sino que están mucho mejor pagadas que él, que yo y que la inmensa mayoría de quienes nos quemamos las pestañas en cinco años de universidad.

Cierto o falso, eso no acaba con los dilemas éticos de quienes disfrutamos la pornografía pero pensamos que nadie debe obtener placer a costa del sufrimiento de otro ser humano. Demos por sentado que ninguna actriz del porno comercial estadounidense es víctima de trata –más del 90 por ciento del porno legal de todo el mundo se filma en el Valle de San Fernando, California– y pasemos por alto el espinoso tema de esos seductores materiales que se producen en el ex bloque soviético, cuyo control por la mafia es vox populi desde que la “democracia” puso la principal vía al ascenso social de las mujeres de esa región justo entre sus piernas.

Hablemos, pues, de pornografía legal. Cuando vi el set de imágenes que circula en la red, en el que se compilan fotos de actrices porno con y sin maquillaje, lo primero que me sorprendió –una vez pasado el susto– fue el evidente cuadro de abuso de drogas reflejado en los rostros de la mayoría de ellas. Cuando mi amigo sacudió mi conciencia de pornófilo, el maquillaje se me hizo lo de menos.

¿Cuántas de estas mujeres son adictas a las drogas que llegaron a la pornografía porque fue el único campo en el que encontraron trabajo, y cuántas de ellas son chicas que decidieron comenzar a actuar por otras razones, no importa cuáles, pero fueron inducidas a las drogas por sus agentes o productores como una manera de mantenerlas enganchadas, esclavizadas?

La respuesta no debería ser para nadie una cuestión de potato/potatoe, pues de ella dependen la postura e, idealmente, las acciones que tome ante la industria una persona autodefinida como poseedora de conciencia ética. Si la respuesta es “mayoría de a)”, entonces la del porno es una industria que, seguramente sin proponérselo, ofrece empleos a mujeres que han sido orilladas a los márgenes de la sociedad, sea por malas decisiones personales, sea por circunstancias adversas. Pero si la respuesta es “mayoría de b)”, estaríamos ante un negocio multimillonario que, aunque formalmente legal, recurre a prácticas ilegales e injustificables para mantenerse “aceitado”.

Sería ingenuo pensar que este tipo de dilemas sólo afectan a los consumidores de cine para adultos. Después de todo, no sabemos cuántas jóvenes aspirantes a actrices han tenido que acostarse con el productor para obtener un papel de relleno en el chic flick del verano, que millones de niñas bien corren a ver con sus conciencias perfectamente tranquilas.

Pero la explotación sexual y laboral no es el único dilema que podría desinflar nuestra erección y hacer que nos rasquemos la cabeza cuando bajamos el volumen de nuestra laptop y damos play a la última descarga de nuestro gestor de Torrent. Próximamente me gustaría explorar algunos otros dilemas de ética y pornografía.

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* Ha quedado atrás el tiempo en que para hablar de pornografía había que bajar el volumen tanto como para verla; hoy, los habitantes de la ciudad podemos hablar de ella con perfecta naturalidad en prácticamente cualquier contexto. Hace no mucho tiempo, ver pornografía era un pecado, por el cual debíamos responder a un Ser Supremo o a sus representantes en la Tierra. Hoy, es un dilema, por el cual debemos responder a nuestras propias conciencias. Esto significa una cosa: el conflicto en torno a la pornografía se ha desplazado de la moral a la ética, planteando problemas que deberemos afrontar nosotros mismos. De esos dilemas tratan los textos de Ética y pornografía.

No está de más recordarlo: estas notas reflexionan sobre la pornografía legal. La pornografía infantil y el tráfico de personas no constituyen dilemas éticos sino actos criminales.

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