La reciente muerte de Luis Echeverría puso sobre la mesa algunos aspectos histórico-políticos y económicos claves para comprender el momento actual en nuestro país, y los discursos sobre los cuales se ha construido nuestro presente.
Con justa razón, al personaje en cuestión se le asocia con episodios de gran represión social, pero pocos son los análisis que relacionan estas prácticas políticas de miedo con el shock económico que en esos años comenzó a implementarse. Siendo que ambos son las dos caras de un mismo proceso.
Las prácticas de represión que acompañaron la gestión de los últimos gobiernos priistas sirvieron como una fuerza disciplinante basada en el miedo, no solo para las víctimas de la guerra sucia y sus contemporáneos, también para las y los jóvenes que hemos nacido después de la década de los 80, la llamada década perdida, a quienes nos limitaron nuestros derechos sociales y nos negaron la posibilidad de construir un horizonte de futuro.
Con la escalada de políticas de miedo a políticas de terror (por su relación con el narcotráfico) impulsadas por los gobiernos panistas, la mayor aspiración que durante muchos años se tuvo en nuestro país era una efectiva democracia electoral.
Pocos y heroicos fueron los sectores sociales que mantuvieron una actitud de resistencia y lucha social durante los años en los que los torturados, asesinados y desaparecidos eran una constante de los gobiernos neoliberales.
Situación que también impactó al sector académico, desde donde se dejó de reflexionar sobre derechos humanos tan esenciales como el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, y las mejores condiciones de vida de la clase trabajadora en general. Al punto tal que, hoy se puede documentar el sospechoso viraje hacia la “moderación” por parte de algunos académicos, cuyos productos se acompañaron de una hipócrita desilusión y exacerbadas críticas a todo lo que no compaginará con las “bondades” de una democracia liberal, importada desde la Europa que solo unas décadas antes nos había metido en una espiral de belicismo, misma que hoy resurge.
Ante este escenario resulta legítimo cuestionar el tipo de democracia que sirvió como estandarte de lucha en décadas pasadas. No sólo por ser proclamada por personas abiertamente voceras del miedo, también por que fue en esos años cuando se dio la progresiva profundización del modelo económico neoliberal. Un modelo caracterizado precisamente por la falta de democratización económica. Vistos a la distancia, los actos de represión bien pueden ser leídos como la expresión política de un ineficiente y depredador modelo económico, dirigido a fortalecer las estructuras monopólicas, en las que las grandes empresas extranjeras gozan de una hegemonía económica, prácticamente absoluta. Y en el que la competencia solamente se da entre los pequeños y medianos empresarios. Por lo que, la democracia que exaltan estas instituciones no puede ir más allá del modo que el autoritarismo global demanda en las operaciones locales. Dicho en otras palabras, así como durante décadas la democracia fue una simulación, la competencia capitalista también se volvió una mera apariencia.
Un sistema social verdaderamente democrático requiere de ciudadanos que, con pleno acceso a la información y con conciencia social, ejerzan de forma permanente la participación activa en la toma de decisiones políticas y económicas. Esta condición es la verdadera esencia de cualquier sistema democrático. Partiendo de dicha definición, no se pueden llamar instituciones democráticas a aquellas estrechamente vinculadas con los monopolios privados (por ejemplo, partidos políticos financiados por grandes empresas), ni aquellas que presenten relaciones de subordinación con los grandes medios de comunicación, cuyo propósito es por demás sabido, la desinformación. Tampoco pueden llamarse instituciones de fomento a la democracia aquellas encabezadas por personajes cuya representación está profundamente distorsionada por mecanismos electorales no proporcionales, y la falta de transparencia en sus mecanismos de actuación. Evidentemente tampoco pueden ser llamados democráticos los sistemas políticos en los que sus representantes, en clara contradicción con lo que debería ser su mandato, aprueban políticas que perjudican gravemente a sus representados, en aras de mantener los privilegios el gran capital extranjero. Y con ello atentan contra su tarea de generar acceso real a los derechos económicos y sociales más básicos de sus representados. El caso de la recientemente discutida reforma eléctrica es un buen ejemplo.