El 27 de noviembre de 2022 es ya una fecha estelar del movimiento social encabezado por uno de los mayores líderes políticos mexicanos desde el general Cárdenas. En medio de la algarabía, la Cuarta Transformación adquiere nombre, marca linderos y refrenda su ruta. La marcha a la que fuimos “acarreados” reitera los principios fundacionales del obradorismo y, anticipando la sucesión presidencial, reafirma los límites del movimiento: no mentir, no robar, no traicionar al pueblo, ese pueblo que bailó, cantó, marchó y hasta lloró porque sabe que tiene en sus manos su presente y su futuro. Constituimos un gobierno popular y sólo ese camino tiene viabilidad frente al poder oligárquico.
Andrés Manuel López Obrador vuelve a mostrar su astucia y su destreza política. Con una legitimidad a toda prueba, relanzó la iniciativa de reforma política al inicio del último tercio de su mandato, a sabiendas de que tendría pocas posibilidades de prosperar, pero obligó a la oposición en su conjunto a exhibir su total dehonestidad. Los forzó a mostrarse burdamente, frente a todo el país y acelerar la carrera por la candidatura opositora. Saben que ir aislados es la muerte; juntos, la agonía, pero algo es algo. Desde izquierdistas impolutos y respetables académicos hasta el Padre de Nuestra Intocable Transición, todos se presentaron dispuestos a aliarse sin tapujos con delincuentes partidistas para cerrar filas en torno un régimen de privilegios y corrupción, representado por un junior oligarca. Robaban pero salpicaban parecen decir sin rubor. Se respaldan en un sector de la sociedad que se mostró claramente individualista, desinformado y profundamente racista, que se movilizó en contra del proyecto de Nación que percibe como amenaza, aunque no tenga claro porqué, como lo mostraron la mayoria de los testimonios recogidos en su marcha.
Frente a ello, la marcha del 27 no fue una simple demostración de fuerza, aunque lo haya sido y haya sido necesaria como tal. Es la reivindicación del proyecto por el que la gran mayoría votó en 2018, pero también, para muchos, del proyecto de 1988, del 94 y el 2000; del proyecto que se reconoció a sí mismo en su dimensión y potencial durante el plantón de 2006, que lo reiteró en 2012 y, finalmente, que lo hizo nacer en 2018.
El Presidente sabe que la fuerza de la oposición no está en las calles, porque éstas pertenecen al pueblo. Sabe, también, como lo reitera una y otra vez, que su gobierno se debe al pueblo, al pueblo llano que ha dicho basta, de manera pacífica, con alegría y esperanza. Por eso convocó al pueblo a celebrarse a sí mismo como artífice de esa Cuarta Transformación en marcha y para recordarnos que de nosotros, como pueblo, depende que siga su curso. Llamó a tomar las calles para recordarle a esa oposición que no está frente a un mesías y sus adeptos ignorantes y obtusos.
Por más que sus mercadólogos insistan en denostarnos con toda clase de epítetos, la gente sabe a qué fue y porqué fue. Los testimonios recogidos por millares durante la marcha constatan que hasta el más humilde campesino tiene una idea clara de sus motivos para acudir a la convocatoria del Presidente, sabe que defiende una realidad tangible que ha ganado con su participación y con justeza, a la buena; sabe que acompaña a un gobierno que lo representa y, por supuesto, reconoce y ama a un líder único que reconstruyó a la Nación caminándola a ras de suelo y mirándolo a la cara.
Las mexicanas y los mexicanos hemos sido agraviados, durante toda la vida, por un régimen que por fin vemos decaer. Ni modo de no festejar que somos una comunidad con un anclaje profundo, en el que nos reconocemos como iguales y que emerge con una fuerza que apenas estamos reconociendo entre todos.
Lo que el Presidente propuso este domingo como Humanismo mexicano no es otra cosa que reconocer, reapropiar, reinventar y reencauzar la gran tradición política que nos hace un país único. Decir Cuarta Transformación de la vida pública es una forma de darle nombre a un momento determinante de una historia rica en pensamiento y acción, que ha abrevado en lo que podríamos llamar el humanismo universal, pero elaborado por hombres y mujeres inmersos en la arena política de su tiempo y su lugar; que lucharon contra el Poder y que fueron Poder. No es gratuito que al plantear al humanismo mexicano como definición de lo que con tino llamó su “modelo de gobierno”, comience citando a Publio Terencio y a renglón seguido a Hidalgo, a Madero, a Flores Magón. Es la reinvidicación de la política como servicio y como construcción común, fundada en la justicia, la libertad, la igualdad y la fraternidad. No es sólo una definición teórica, que habrá de pensarse y elaborarse entre todos, sino su expresión concreta en un gobierno que tenga como prioridad el bienestar de todos y con la participación de todos.
No parece haber manera de que un proyecto así, en nuestro país, no comience por beneficiar a los más pobres, quienes siempre han estado en primera fila en las grandes batallas para hacer de México la Nación que nos enorgullece. A cambio, siempre han quedado relegados hasta del derecho al orgullo. Hasta ahora.
Se avecina un momento crítico y quienes pretenden encabezar el relevo tendrán que demostrar día a día de qué están hechos y contribuir con todo el empeño a fortalecer al Presidente en el tramo más complejo de su gobierno. Por más legítimas que sean sus aspiraciones, la prioridad es que este gobierno siga cumpliendo y concluya, como la marcha, por encima de las expectativas. Las posibilidades de consolidar el proyecto de transformación y darle contenido a lo que el Presidente llamó Humanismo mexicano dependerán en gran medida de ello.