Actualmente en nuestro país hay alrededor 10.3 millones de personas de la tercera edad. De las cuales más del 54% continúan desempeñando algún tipo de actividad económica que les provea de un ingreso.
Esta situación da cuenta de un grave problema civilizatorio. Pues una sociedad sólo va a ser sostenible en el tiempo, en la medida en que el excedente que es capaz de generar se dirija no solo a la satisfacción de las necesidades actuales, también a las necesidades futuras. Y si el excedente económico no satisface las necesidades colectivas (presentes y futuras) es preciso replantar el modelo. Tarea que comienza con la conceptualización de una nueva ética económica.
Por ello, vale recordar que anteponer el bien social al bien privado es la esencia de una economía plural, opuesta a la neoliberal. Premisa bajo la cual, en días recientes, el Presidente de la República planteó la necesidad de discutir sobre el desempeño de las AFORE (las Administradoras de Fondos para el Retiro), pues poco se sabe de las ganancias que reportan, y menos aún, de su contribución al bienestar de los trabajadores retirados en el país. Trabajadores que, además, gozan de este beneficio, el cual no tiene asegurado el 55.8% de la población ocupada en el país, que labora bajo esquemas de informalidad; y como tal, no tienen ningún tipo de estabilidad a largo plazo.
El origen del problema se ubica en las políticas dirigidas a beneficiar al gran capital financiero, impulsadas durante el neoliberalismo. No va a ser casualidad que la privatización del sistema de pensiones comenzara en Chile en el año 1980 (en plena dictadura de Augusto Pinochet), y después se extendiera a la región latinoamericana: Perú (1993), Argentina y Colombia (1994), Uruguay (1996), Bolivia y México (1997), El Salvador (1998), Costa Rica (2000) y República Dominicana (2003). Y a más de 40 años de su implementación, hayan demostrado ser reformas financieras exitosas, pero fallidas reformas sociales.
En el caso específico de México, su discusión comenzó durante la crisis financiera de 1994-1995, cuando el FMI planteó que el mercado financiero nacional necesitaba una reforma para incrementar el ahorro interno, y con ello, frenar la caída del precio de los activos ante eventuales salidas de capitales. De ahí que el gobierno de Ernesto Zedillo optara por permitir que los fondos de ahorro de los trabajadores pasaran a ser administrados por los grandes bancos, ya no por instituciones gubernamentales. Permitiendo con ello que los fondos de pensiones se convirtieran en herramientas para incrementar la liquidez en los mercados financieros.
La justificación teórica para la implementación de estas políticas tuvo como base los principios y valores de la economía marginalista. Cuyo sujeto de estudio es el individuo, y la sociedad es vista como la simple suma de individuos, sin ni siquiera considerar la forma en la que articula. Invisibilizando con ello a quienes no entran bajo su definición de productivos, aunque alguna vez lo hayan sido (como son nuestros adultos mayores). De ahí que los economistas apegados a esta teoría no alcanzaran a proyectar que los sistemas de pensiones de ahorros individuales, provocaría efectos que recaerían directamente sobre las y los trabajadores y sus ahorros. Siendo el más escandaloso, el incremento de la población que no cuenta la seguridad social, que significa tener una pensión.
Ante esta situación, considero oportuno abordar este problema desde nuevas perspectivas dirigidas a proponer soluciones que garanticen el acceso de las y los trabajadores a una seguridad social de largo plazo, cumpliendo los principios de universalidad, sostenibilidad, equidad, y claro, eficiencia. Y recordar que las pensiones en este país surgieron como parte de un sistema público de reparto o solidaridad intergeneracional. No como una fuente de mayor ganancia para unos pocos privados. Pues amén de la inmoralidad económica que significó la privatización de las pensiones en este país, dicho modelo cada vez se vuelva más insostenible, considerando que actualmente el gasto en pensiones ronda el 3.12% del PIB, y se estima que para 2030 este gasto se ubicará en un 5.2% del PIB.
De ahí la urgencia de reforzar los derechos constitucionales en favor de los sectores más vulnerables, en este caso nuestros adultos mayores. Algo que les cuesta trabajo entender a los neoliberales, quienes critican las transferencias que el actual gobierno realiza hacia a este sector de la población, porque para ellos, se trata de recursos que el gobierno “regala” a los más pobres; como si el Estado fuera propiedad de ellos (de unos cuantos), y no la institución social cuya función es velar por todas y todos.