El triunfo de la revolución francesa significó para el mundo contemporáneo una disrupción frente a las formas monárquicas del pasado. Este quiebre a finales del siglo XVIII todavía sigue impregnando el espíritu formal de la geopolítica, pero en el fondo tiene un significado oscuro: libertad, pero para el capital; igualdad frente a la ley, pero la de los propietarios y, por último, fraternidad, pero entre la clase capitalista para vencer los obstáculos a escala nacional e internacional que amenacen sus ganancias.
Es verdad que no podemos menospreciar las enseñanzas de un suceso como este, la burguesía naciente era la clase retadora frente a los terratenientes y la nobleza, le podemos llamar revolución porque en definitiva pudo transformar radicalmente las relaciones sociales dominantes hasta ese momento.
El problema viene cuando se olvida que en dicho proceso transformador la clase trabajadora fue también una fuerza fundamental, es decir, el viejo régimen no fue demolido solamente por la burguesía sino también por las y los trabajadores.
Es por ello por lo que durante el siglo XIX existieron una serie de procesos revolucionarios, pero ahora a cargo de los trabajadores para reclamar que los resultados de la nueva liberación no eran parejos y que, todo lo contrario, la clase obrera solamente había cambiado de cadenas, unas más potentes por ser menos evidentes: el régimen del salario. Esto porque este tipo de remuneración, contrario al de la ganancia del capitalista, solo tiene por objetivo la reproducción de los trabajadores para cubrir las necesidades de reproducción del capital. El capitalismo que representaba la liberación significó en realidad el advenimiento de un nuevo tipo de aristocracia y, como antagónico, un nuevo tipo de esclavo.
Es por ello que el siglo XX también ha producido una serie de nuevas revoluciones que ya no son como las burguesas, me refiero a revoluciones comunistas o populares, como es el caso de la revolución rusa de 1917 o la revolución mexicana de 1910.
El caso es que la relación de dominio no desapareció y se le ha seguido combatiendo a la gran traición de aquella revolución burguesa originaria.
Y si bien la revolución de octubre colapsó bajo la caída del muro de Berlín, mientras que nuestra revolución tuvo un proceso también de caída bajo el neoliberalismo, los procesos de emancipación no paran de surgir. El caso de China, por ejemplo, es un caso de revolución de largo plazo, puesto que desde 1949 comenzó con Mao Zedong la transformación de uno de los países, en ese entonces, más pobres del mundo (gracias al saqueo y la invasión de las fuerzas occidentales) y que hoy en día continúan reivindicando este legado y se declaran marxistas en sus documentos oficiales y expresan su decisión ineludible de la búsqueda de la consolidación de una nación socialista moderna.
En el caso de México, desde su particular visión popular, la cuarta transformación tiene también por objetivo la expulsión de los capitales invasores que saquearon sistemáticamente los recursos y la energía de la fuerza de trabajo mexicana. Se trata del proceso de transición de una república burguesa hacia una república social. La característica esencial de este movimiento es que cada proceso en las diferentes regiones del mundo tendrá sus características particulares. No se trata de un modelo en abstracto para aplicar, sino del modelaje en la acción, en la praxis específica que permite generar el acto de justicia revolucionaria por excelencia: el reconocimiento de la centralidad e importancia de la clase trabajadora para el bienestar colectivo.
A las características tradicionales del siglo XIX y XX que representaron los procesos revolucionarios mediante un acto de asalto violento del poder hoy es necesario trabajar con procesos de mediano y largo plazo que tienen una característica nueva: sus resultados se vuelven sólidos e irreversibles. Se ha iniciado en el siglo XXI una serie de nuevos procesos de emancipación bajo nuevas condiciones. Es por ello por lo que todavía no tenemos los conceptos precisos para nombrar estos nuevos fenómenos. No obstante, el sentido de la historia, que como brújula acompaña nuestro tiempo, nos recuerda que el camino sigue siendo la superación de toda relación de dominio entre la especie humana y con la naturaleza.
No se necesita autodenominarse marxista para comprender esta trayectoria de la civilización. Así como uno no necesita declararse einsteniano para reivindicar la curvatura del universo. Esto no es incompatible con el desarrollo de los procesos revolucionarios particulares que ponen al centro sus características propias, en el caso de México: la corrupción sistemática entre el poder político y el poder empresarial.