(08 de noviembre, 2013).- “Si te matan no hay nada”. Felicitas Martínez, coordinadora regional de autoridades comunitarias en Guerrero, se refiere a la soledad en la que se encuentran las defensoras de derechos humanos, el vacío institucional para garantizarles su seguridad y lo abstracto de que la vida, por el oficio que se desempeñe, dependa exclusivamente de la suerte.
Yésica Sánchez Maya, directora adjunta de Consorcio para el Diálogo Parlamentario y la Equidad Oaxaca, resalta un patrón estatal que se replica en todo el país: la mayoría de las agresiones contra defensoras se centra en quienes defienden los derechos de la tierra y los recursos naturales.
Felicitas, originaria de la sierra de Guerrero, rastrea la inseguridad de sus colegas a la mina. Los intereses de explotación llevan al desplazamiento forzado, la violación del derecho a la consulta y la omisión de las tradiciones de los pueblos originarios.
El asesinato, hace casi un año, de Manuelita Solís y su esposo Ismael Osorio, defensores de recursos naturales en el ejido Benito Juárez, Chihuahua, sigue impune. Manuelita e Ismael defendían la tierra de su comunidad contra las mineras y con los pozos ultra profundos que se construyeron para buscar agua.
Graciela Ramos Carrasco, fundadora de Mujeres por México en Chihuahua, menciona el caso de Estela Ángeles Mondragón –defensora de las tierras tarahumaras– y el acoso que sufre para ilustrar la correlación entre la falta de garantías para las defensoras de derechos humanos y los intereses económicos que el potencial de los recursos naturales despierta.
“Vivir en la zona rural es vivir en el terror” dice Ramos Carrasco al explicar que las grandes compañías –mineras, eólicas–; se alían con la autoridad, por lo que los defensores quedan a merced de compañías, caciques locales y crimen organizado.