Ganar elecciones es, sin duda, un paso importante en todo proceso de liberación, pero no suficiente. En el momento en el cual hay que pasar del programa a la ejecución comienzan a surgir, naturalmente, resistencias al cambio, promovidas por las élites, mismas que ven en los procesos sociales, amenazas a la permanencia de sus esquemas de privilegios y dominio sobre la riqueza global producida. Así, a pesar de ser una minoría, amplifican su mensaje mediante los medios de comunicación corporativa (que les pertenecen) o, bien, activan los mecanismos del poder burocrático llamado law fare (como en el caso de Lula da Silva en Brasil o Cristina Fernández en Argentina) para combatir cualquier liderazgo que aglutine las fuerzas sociales.
El día de ayer, atestiguamos cómo el pueblo chileno, a pesar de la trágica historia de un país modelado por la violencia de los poderes militares (el Plan Cóndor) e inoculado con la ideología económica neoliberal (los chicago boys) no se logró materializar la posibilidad de acceder a una nueva constitución emanada de poderes democráticos y no dictatoriales.
Si bien hay un consenso amplio, incluso entre aquellos que votaron por el rechazo a la nueva carta constitucional, de que es necesaria una nueva constitución, la opción que se abrió, como resultado de la revuelta social de 2019 no tuvo la capacidad de convencer a la mayoría de la población. Es necesario señalar que, aún a pesar de los resultados, el ejercicio de una constituyente con paridad de género y con la profundidad de temas planteados, es ya un referente histórico en el avance de la democracia participativa o popular.
Lamentablemente existió una gran campaña de desinformación que los medios corporativos impulsaron para infundir confusión y miedo en los votantes. Se utilizaron las estrategias tradicionales de campañas diseñadas para proyectar “enemigos” habituales como es el caso de Venezuela o Bolivia y, también, crear desconfianza frente a los nuevos e innovadores principios impulsados como el del cambio de concepción de la naturaleza a sujeto de derechos, o como el reconocimiento de la multiculturalidad expresada en los pueblos originarios.
El problema del éxito que tienen las campañas de tergiversación es que inhiben cambios sustanciales en las formas económicas. Puede decirse que mientras más ambiciosos sean las transformaciones planteadas es necesario contar con mayor respaldo y claridad del pueblo con respecto a los objetivos a alcanzar, especialmente cuando los cambios inciden en las estructuras de propiedad. Esto es, cuando los capitales ven afectados sus niveles de ganancia, entonces reaccionan sin escrúpulos (no podemos dejar de mencionar, por ejemplo, el reciente intento de magnicidio en Argentina).
Pero, aunque hoy amanecemos con este baldazo de agua fría, es necesario no olvidar que la energía que llevó de las protestas sociales a la nueva constituyente no se disipa, sigue estando pendiente la necesidad de transformación estructural para Chile, así como para todos los países de la Patria Grande. Quizá haya ganado esta vez el poder mediático corporativo, pero solamente se trata de retrasar lo inevitable. Habrá que seguir trabajando a escala regional para generar una nueva base epistemológica común de entendimiento de lo procesos sociales de liberación que necesitan nuestros pueblos para asegurar que las conquistas se vuelvan irreversibles y se profundicen.
La democracia económica no es solamente un deseo abstracto sino la superación del formalismo electoral que oculta a la maquinaria de desigualdad del neoliberalismo. Como señaló el presidente Boric en su mensaje posterior a los resultados, se debe seguir ampliando los alcances de la democracia y trabajar en un nuevo proyecto para hacer realidad la nueva constitución. Esto es una condición necesaria para que las conquistas económicas y sociales se vuelvan, cada vez más, procesos irreversibles.
